Regreso a un mundo sin vampiros
True Blood empez¨® a emitirse en 2008, el a?o de la crisis, y ha permanecido en pantalla durante siete temporadas (cinco de 12 episodios, dos de diez, 80 cap¨ªtulos en total). Es imposible que todos los episodios sean buenos, ni siquiera que todas las temporadas sean buenas. En algunos momentos, la serie ha sido una carrera de obst¨¢culos contra s¨ª misma. Pero, tras ver el final, tengo que reconocer que voy a echar de menos a los vampiros y a toda la tribu de Bon Temps. True Blood se alza, en su conjunto, como un ¨¢cido y divertido retrato de Estados Unidos y maneja con habilidad e inteligencia la que es, tal vez, la cuesti¨®n m¨¢s importante a la que se enfrentan las sociedades contempor¨¢neas: la relaci¨®n con el otro, con el que es diferente. En el fondo, toda la serie gira en torno a ese ¨²nico tema.
La serie arranca con la salida de los vampiros del escondite en el que han estado recluidos durante miles de a?os, gracias al descubrimiento de una sangre artificial, la true blood del t¨ªtulo (sangre verdadera) con la que pueden alimentarse sin comerse a la gente amparados en las sombras. Los vampiros siempre han sido una presencia extraordinariamente poderosa en nuestra imaginaci¨®n, mitad fantasmas, mitad muertos, mitad vivos... Alan Ball, el creador de la serie inspirado por las novelas de Charlaine Harris, sabe jugar con todos los elementos de la literatura cl¨¢sica de vampiros (las estacas, la plata como kriptonita, la huida de la luz, los ata¨²des, la necesidad de invitaci¨®n para entrar en una casa...) pero con tel¨¦fonos inteligentes. Tambi¨¦n campan a sus anchas por la serie todo tipo de criaturas, desde brujas hasta esp¨ªritus pasando por hombres lobo, monstruos o transformers, tipos que pueden convertirse en cualquier cosa, incluso seres sacados de la mitolog¨ªa griega.
Lo que hace que la serie crezca es la introducci¨®n de la fantas¨ªa en el paisaje urbano del siglo XXI y, sobre todo, el toque pol¨ªtico y sociol¨®gico que Ball sabe darle: el miedo al otro es un sentimiento dif¨ªcil de erradicar como demuestran desde el Tea Party hasta la subida de la ultraderecha en las ¨²ltimas elecciones europeas. Pero tambi¨¦n True Blood se ha mantenido viva gracias a sus personajes, sobre todo los secundarios (como ocurre con muchos t¨ªtulos del Hollywood cl¨¢sico).
Un buen personaje nunca puede ser el mismo al principio y al final de un relato. Este viejo axioma de la literatura, que siempre le gustaba repetir a la a?orada Carmen Mart¨ªn Gaite, se puede aplicar perfectamente a True Blood. Los mejores personajes, los que m¨¢s han crecido, son tambi¨¦n los que m¨¢s han cambiado, los que se han dejado llevar por la historia. Para m¨ª, sin duda, el vikingo milenario Eric Northman (Alexander Skarsgard) y su descendiente de lengua acerada, Pam (Kristin Bauer). Tambi¨¦n es fant¨¢stico Godric, el creador de Eric, que se convirti¨® en vampiro en la antig¨¹edad y que, cansado de vagar por la tierra, decide suicidarse. Todos los secundarios de Bon Temps son fabulosos, desde el descerebrado Jason Stackhouse (Ryan Kwuanten) hasta el sheriff Bellefleur (Chris Baeur). ?El mayor defecto de la serie? Seguramente sus protagonistas, el hada Sookie (Anna Paquin) y vampiro m¨¢s triste de Luisiana, Bill Compton (Stephen Moyer). Son los que menos crecen, los que menos cumplen con la regla de Mart¨ªn Gaite.
El cap¨ªtulo final resulta decepcionante, demasiado blando para la mala leche que gasta la serie. Pero los ¨²ltimos episodios siempre son muy complejos: las historias tan largas son dif¨ªciles de cerrar. Mi consejo para los aficionados a la serie es que, si no lo han visto todav¨ªa, se lo salten directamente, se queden con el misterio, con las preguntas sin respuesta. Sin embargo, tras siete a?os enganchado a True Blood, tengo que reconocer que voy a echar de menos a los vampiros, que la televisi¨®n va a ser mucho m¨¢s aburrida sin ellos. Es triste regresar a un mundo sin vampiros.
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