Verano pasado
En una ciudad tan castigada como Madrid, agosto es un par¨¦ntesis de serenidad y belleza que permanece secreto
La ma?ana del primer domingo de septiembre tiene en Madrid un aire fronterizo. Es una ma?ana silenciosa, con el silencio tan limpio que hay a esa hora los s¨¢bados y los domingos de agosto, un silencio no de ciudad, sino de quinta en el campo, con trinos de p¨¢jaros y rumor de brisa en las hojas de los ¨¢rboles. El primer domingo de septiembre, nublado y fresco en las primeras horas de la ma?ana, es tambi¨¦n, o uno lo percibe as¨ª, el ¨²ltimo domingo adelantado del verano, y en su quietud tan profunda hay un aviso de despedida, una clausura, un salto del presente al pasado, brusco y furtivo como ese salto de la aguja de los minutos en los relojes antiguos de las estaciones. A¨²n sin terminar del todo el verano ya es el verano pasado. Lo que hasta ayer mismo era vida plena hoy se parece ya a un ¨¢lbum de fotograf¨ªas.
Con tozudez vana yo me resisto a que el verano termine, el largo verano sedentario y deshabitado de Madrid. Salgo a la calle para disfrutar de la quietud pastoral de mi barrio, que ma?ana mismo a estas horas ya estar¨¢ invadido de tr¨¢fico, todos los negocios y todos los bares de desayunos abiertos, gente fumando por las esquinas, con la cara agria que pone el tabaco por la ma?ana. En el domingo de septiembre hace un frescor de anticipaci¨®n del oto?o que es tambi¨¦n uno de los regalos m¨¢s valiosos del verano, el lujo m¨¢ximo de los que madrugan, un aire no respirado ni calentado todav¨ªa, transparente como un ca?o de agua fresca. En una ciudad tan castigada como Madrid, agosto es un par¨¦ntesis de serenidad y belleza que permanece secreto porque muy poca gente se queda para experimentarlo; y porque no existir¨ªa si tantos no se marcharan. Salir en bicicleta por Madrid una ma?ana de s¨¢bado o domingo de agosto es uno de los grandes placeres accesibles de la vida, atravesar las calles arboladas y en sombra del barrio de Salamanca, con el viento de la velocidad en la cara, con ese rumor de m¨¢quina sigilosa que planea m¨¢s que corre en las cuestas abajo y que se desliza con una simplicidad eficiente de velero o de ala delta. Ir por las avenidas dilatadas gracias a la falta de tr¨¢fico es como navegar por un ancho r¨ªo tranquilo, un Hudson o un Misisipi imposibles en la meseta ¨¢rida. La ciudad sin gran r¨ªo y sin mar adquiere en agosto un espejismo bienvenido de anchos horizontes. La ciudad se descubre como un paisaje ilimitado en las terrazas altas del verano, donde hay una respiraci¨®n de brisa en cuanto atardece, y desde las que se ve un Madrid prodigioso de torreones con crester¨ªas y estatuas, jardines colgantes, avenidas rectas que terminan en los oros cegadores y los rojos y violetas dram¨¢ticos de la puesta de sol. Cerca de la medianoche, en la plaza de la ?pera, junto al pedestal de la estatua mezquina de Isabel II, un astr¨®nomo aficionado ha instalado un telescopio, de tubo ancho como un tambor. En un cartel escrito a mano anuncia que puede verse Saturno, y que solo pide la voluntad. Pero ya es tarde para ver el planeta, me dice el astr¨®nomo. Los cuerpos celestes no paran de moverse. Si quiero, puede ense?arme dos estrellas en paralelo, una joven, la otra m¨¢s antigua. Si me fijo ver¨¦ que una tiene una tonalidad m¨¢s clara, la otra azulada. Ajusto con dificultad la pupila al visor y ah¨ª est¨¢n las dos estrellas, en realidad muy lejanas la una de la otra, puntas brillantes en la negrura lisa. Echo una moneda en la caja de cart¨®n y el astr¨®nomo me da las gracias. Me cuenta que se qued¨® en paro hace unos meses. Ahora se gana como puede la vida ofreciendo vistas de planetas y estrellas en las noches del agosto vecinal de Madrid.
Ninguna ciudad me parec¨ªa tan prometedora como el Madrid de agosto; prometedora para el trabajo y para la indolencia
El verano ha sido, sin que yo me lo propusiera, una forma de vida. Por primera vez en no s¨¦ cu¨¢nto tiempo no he hecho ning¨²n viaje. Eran otros los que se desped¨ªan, hijos, amigos, familia, mientras yo me quedaba, aliviado de no ser yo el viajero, libre de esa inquietud que ha sido casi siempre tan poderosa en m¨ª, la de estar en otra parte, en otra ciudad o en otro pa¨ªs. Notaba la ilusi¨®n del viaje inminente en los que estaban a punto de irse, pero me confortaba por dentro la tranquilidad de no moverme, de no tener que someterme al ultraje de las colas multitudinarias en los controles de seguridad de los aeropuertos. Ninguna ciudad me parec¨ªa tan prometedora como el Madrid de agosto; prometedora para el trabajo y para la indolencia, para andar por ah¨ª a la ca¨ªda de la noche y para quedarse en casa, tan volcado en mi oficio y tan libre de cualquier compromiso como esos escritores americanos que viven en una casa en mitad de un bosque, al final de un camino de tierra. Nosotros lo hacemos todo a una escala menos ¨¦pica. Leer tumbado en una hamaca, en un jard¨ªn, a la sombra de una higuera, satisface en gran parte mis apetencias de adanismo.
En el agosto de Madrid he vuelto a descubrir lo que ya sab¨ªa, lo que me cuesta tanto poner en pr¨¢ctica. No hay m¨¢s vida literaria verdadera que la de leer y escribir, y construirse un espacio de claridad y de calma en el que sea posible el trabajo, que es el de sentarse con regularidad en el escritorio, pero tambi¨¦n el de experimentar con intensidad lo valioso de la vida para aprender a contarlo, y el de mantener limpia y libre la inteligencia para no dejarse llevar por la confusi¨®n, el letargo, la prisa, la inercia, la cobard¨ªa, la vanidad, el abatimiento. Habiendo suprimido cualquier otra obligaci¨®n para concentrarme en exclusiva en el libro que ten¨ªa entre manos he disfrutado del profundo bienestar psicol¨®gico de no dividir la atenci¨®n a lo largo de un tiempo sostenido, de no hacer nada m¨¢s, trabajando en una sola cosa, a veces en rachas de arrebato y otras en largas horas de correcci¨®n meticulosa, en horas de paciencia y espera, buscando datos valiosos y m¨ªnimos y apunt¨¢ndolos en un cuaderno, sumergi¨¦ndome en esas exploraciones encadenadas que hace posibles Internet, y en las que es tan f¨¢cil extraviarse sin remedio como encontrar inesperados tesoros.
He disfrutado de sentirme absuelto de la fiebre un¨¢nime de opinar instant¨¢neamente sobre todo, y de seguir ansiosamente las opiniones desatadas por opiniones anteriores. Est¨¢ bien ser contempor¨¢neo, pero tambi¨¦n ser, de vez en cuando, un poco extempor¨¢neo. Est¨¢ bien alzar la voz cuando no ser¨ªa digno callarse, pero tambi¨¦n es bueno guardar silencio, como es bueno ayunar o quedarse sentado en una silla sin hacer nada, con las manos en el regazo y la espalda recta, percibiendo el ir y venir de la respiraci¨®n. En un mundo de plazos muy cortos y atenciones dispersas, escribir libros y leerlos son tareas de larga duraci¨®n que regalan aquello mismo que exigen, ¨¢mbitos interiores de conciencia alerta y quietud.
Ser¨¢ ese el motivo de que mis mejores recuerdos de lector y de escritor tengan que ver con los veranos.
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