La proeza heroica, honda y rota de Abell¨¢n
El mal manejo de la espada impidi¨® al torero culminar con ¨¦xito su encerrona en las Ventas
Una proeza heroica; largas secuencias de toreo hondo; un desacierto brutal con las espadas; un hombre dolorido con ese dedo fracturado¡ Una tarde que pudo ser y no fue, una corrida intermitente y rota en momentos claves; pero, por encima de todo, un torero grande, de los pies a la cabeza, una sensaci¨®n de madurez, un referente de verg¨¹enza, de torer¨ªa aut¨¦ntica¡ Un lujo que no cuaj¨® en tarde gloriosa, la puerta grande cerrada y canto, y la impresi¨®n de que se hab¨ªa vivido un espect¨¢culo diferente, novedoso, emocionante.
Hay que sentirse muy torero en lo m¨¢s hondo del alma para anunciarse con seis toros en Madrid; hay que estar cuerdamente loco de remate para firmar un documento que te asegura noches de insomnio y pesadillas, que es un cara o cruz para la gloria o la desesperaci¨®n m¨¢s aguda. Pero un hombre que da ese paso engrandece la historia del toreo.
Por eso, Madrid se puso en pie para recibir a Miguel Abell¨¢n cuando apareci¨® en la puerta de cuadrillas; le oblig¨® a saludar tras el pase¨ªllo, y volvi¨® a ovacionarlo con fuerza antes de que apareciera el sexto de la tarde, cuando el festejo parec¨ªa ya vencido y preso de la desilusi¨®n. Madrid sabe lo que hay que tener en el coraz¨®n para cruzar ese di¨¢metro eterno en solitario, y as¨ª lo reconoci¨® antes de que se abriera la puerta de toriles.
Despu¨¦s, no hubo orejas, ni siquiera una solitaria vuelta al ruedo. Y el ¨²nico culpable fue el torero, superhombre y humano a un tiempo, que err¨® al aplazar la agon¨ªa de su primero, y fall¨® estrepitosamente con el estoque tras la faena majestuosa, desbordante de poder¨ªo, hondura y empaque al encastado tercero. Quiz¨¢, la tarde se rompi¨® tras la muerte del primero, o, tras el tercero, tal vez, pero lo que parec¨ªa que pod¨ªa ser un trance luminoso se torn¨® plomizo. Ni siquiera con el capote -esbozo de unas ver¨®nicas y dos quites por ajustadas chicuelinas- alcanz¨® la altura deseada.
San Lorenzo/Miguel Abell¨¢n, ¨²nico espada
Cuatro toros de Puerto de San Lorenzo y dos (1? y 6?) de La Ventana del Puerto, bien presentados, mansos y sosos; destacaron el primero, noble, y el tercero, muy encastado.
Miguel Abell¨¢n: estocada _aviso_ (gran ovaci¨®n); cuatro pinchazos, casi entera atravesada y un descabello (silencio); tres pinchazos _aviso_ estocada trasera (ovaci¨®n); un pinchazo y dos descabellos (silencio); estocada (palmas); estocada (ovaci¨®n de despedida).
Plaza de las Ventas. 4 de octubre. Tercera corrida de la Feria de Oto?o. Lleno.
No fue, adem¨¢s, una gran corrida de toros, pero, con grandes dosis de soser¨ªa y mansedumbre, permiti¨® que el torero se moviera con seguridad y confianza. As¨ª ocurri¨® con el que abri¨® plaza, justo de fuerzas y noble, que no acab¨® de romper en la muleta, pero con el que Abell¨¢n se mostr¨® suelto, despierto, f¨¢cil y c¨¢lido. Inici¨® su labor, elegante, por bajo; se luci¨® en dos tandas de naturales de enorme sabor, destac¨®, despu¨¦s, con la mano derecha, y cuando la faena estaba hecha, cit¨® de frente con la mano zurda y dibuj¨® unos naturales suaves, torer¨ªsimos, extraordinarios. Tras la estocada, permiti¨® que el toro tardara en doblar y los ¨¢nimos no alcanzaron el suficiente n¨²mero de pa?uelos que, qui¨¦n sabe, hubieran cambiado el signo de la tarde.
Despu¨¦s, lleg¨® lo del tercero, un manso distra¨ªdo, pero noble y muy encastado, que embisti¨® repetidamente a la muleta, humillado y codicioso, y permiti¨® que Abell¨¢n bajara la mano, arrastrara la franela y dibujara despaciosamente muletazos largos, hermosos, grandiosos, con ambas manos. Fue una faena apasionada entre un toro fiero y un toreo en saz¨®n, transfigurado en artista supremo. Fueron momentos sensacionales, de esos que suceden de vez en cuando, con la plaza entregada y el toreo en las alturas. Fue, sin duda, un destello de gloria y sensibilidad a flor de piel que el propio torero se encarg¨® de destrozar cuando mont¨® la espada y err¨® hasta en tres ocasiones hasta dejar una estocada trasera.
A partir de entonces, la tarde ya no fue la misma. Quedaban tres toros, pero el semblante de Abell¨¢n era de una tristeza infinita, y, qui¨¦n sabe, si de un dolor sin medida por ese dedo pulgar izquierdo fracturado y no curado.
Lo intent¨®, pero las cartas ya estaban echadas. Le pesar¨ªan, sin duda, los pinchazos ante el descastado segundo, pero no pudo remontar ante el deslucido cuarto, ni ante el quinto, dificultoso tambi¨¦n, y todo estaba roto cuando sali¨® el sexto, a pesar de esa ovaci¨®n de ¨¢nimo de los tendidos. A¨²n hubo tiempo para gozar con un par de naturales excelsos, pero su labor qued¨® deslavada e insulsa.
Se deshizo el misterio; otra vez qued¨® patente la enorme dificultad de un triunfo verdadero ante un toro. Pero cuando Abell¨¢n volvi¨® a cruzar el ruedo de las Ventas, sudoroso y triste, estaba claro que por all¨ª iba un torero.
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