En las grandes llanuras
El arte de los indios de las praderas es un arte austero y liviano de n¨®madas. Queremos que los pueblos a los que llamamos primitivos vivan en mundos fuera del tiempo
Queremos que los pueblos a los que llamamos primitivos hayan vivido o vivan en mundos fuera del tiempo, o en un tiempo invariable del todo ajeno al nuestro, igual que queremos imaginarlos puros, bondadosos, incontaminados en su autenticidad. Buscamos, en el fondo, la confirmaci¨®n de la leyenda del Buen Salvaje, que nunca tuvo m¨¢s ¨¦xito que en la ¨¦poca en la que se proced¨ªa a la persecuci¨®n, el sometimiento a la esclavitud, el expolio y el exterminio de aquellos mismos a los que se idealizaba. Por culpa del cine del Oeste, la variante del Buen Salvaje que todav¨ªa circula entre nosotros es la de los indios de las grandes praderas, a los que hasta hace no mucho se llamaba todav¨ªa con desenvoltura pieles rojas. El paisaje de las llanuras centrales de Am¨¦rica del Norte ya da una sugesti¨®n de intemporalidad, una amplitud tan desmedida como la del oc¨¦ano, tan sin l¨ªmites como el cielo que se extiende sobre ella, un mar de hierba ondulado por el viento, invariable en toda su distancia, desde las fronteras de M¨¦xico hasta m¨¢s all¨¢ de las de Canad¨¢. En ese espacio, como en un plano largo de John Ford, resaltan los jinetes indios a caballo, la forma c¨®nica de las tiendas de piel de bisonte, las manadas de bisontes en movimiento, oscuras y resonando a lo lejos como un cielo de tormenta en el que retumban los truenos.
Parece un espacio que ha existido siempre, que podr¨ªa durar siempre, el paisaje de nuestras fabulaciones de pureza intocada y tiempo est¨¢tico de autenticidades primitivas, un reverso consolador de nuestra agitaci¨®n nerviosa sin objetivo y sin foco, de nuestra relaci¨®n atolondrada o depredadora con el mundo.
El pasado de las tribus indias es tan hist¨®rico, tan lleno de cambios y de novedades culturales y tecnol¨®gicas como el nuestro
Pero lo reverenciado como ancestral suele ser muy reciente, y no hay autenticidad que no contenga aleaciones de muchas cosas muy distintas o que no sea directamente una falsificaci¨®n. El tiempo en apariencia m¨ªtico y ajeno a la cronolog¨ªa de los indios de las praderas empez¨® hacia 1680, cuando algunas tribus se apoderaron de manadas de caballos de los espa?oles, y dur¨® en realidad poco m¨¢s de dos siglos, hasta la victoria definitiva del ej¨¦rcito de Estados Unidos, y con ¨¦l, de los colonos, los ganaderos y los empresarios de los ferrocarriles.
El pasado de las tribus indias es tan hist¨®rico, tan lleno de cambios y de novedades culturales y tecnol¨®gicas como el nuestro. Y a lo largo de esos dos siglos escasos los intercambios y las influencias mutuas son tan abundantes que muchos de los rasgos que parecen m¨¢s aut¨®ctonos en las culturas indias no habr¨ªan existido sin los materiales abastecidos por los comerciantes europeos. Las diminutas cuentas azules o rojas que adornan los tocados de plumas y las t¨²nicas ceremoniales resultan ser de cristal de Murano. Puntas de flechas que repiten el dise?o milenario de los cazadores paleol¨ªticos est¨¢n hechas a partir de clavos o aros met¨¢licos de barriles venidos desde Inglaterra. Los discos de metal pulido que adornan la chaqueta de un jefe guerrero son botones baratos fabricados en serie en una ciudad industrial de Alemania.
Sobre una piel pulida y tensada de bisonte vemos las figuras diminutas de seres humanos, caballos, animales legendarios y animales ver¨ªdicos, y lo sumario de la ejecuci¨®n y la exactitud de los movimientos nos recuerdan las pinturas de siluetas negras del neol¨ªtico: hasta los caballos se parecen, con sus cuerpos gruesos y sus cabezas diminutas, a los dibujados en las cer¨¢micas griegas m¨¢s antiguas. Pero fij¨¢ndonos m¨¢s advertimos que algunos de esos guerreros intemporales a caballo no llevan arcos, ni lanzas, sino fusiles, y hasta llegamos a distinguir un sombrero y una guerrera azul de soldado de caballer¨ªa. Podr¨ªamos estar viendo una escena de guerra o de cacer¨ªa pintada hace 10.000 a?os en una pared de roca en Levante, pero es la cr¨®nica de una batalla que sucedi¨® cuando ya estaban inventados el tel¨¦fono y la ametralladora.
El arte de los indios de las praderas es un arte austero y liviano de n¨®madas: tocados de plumas, pipas y bolsas muy adornadas para tabaco, panderos para las danzas rituales, mazas de guerra, collares, pieles decoradas que se usaban como abrigo o como lona para las tiendas. Vistos en fotograf¨ªas esos objetos provocan una admiraci¨®n algo enso?adora. Observados de cerca, casi tocados por la mirada codiciosa, adquieren una ruda presencia que puede dar hasta miedo, que transmite sobrecogimiento y dolor. Los veo en el Metropolitan, donde por un motivo u otro paso una parte de mi vida, en una exposici¨®n que viene de Par¨ªs y que se titula The Plains Indians. Artists of Earth and Sky.
La belleza aislada de cada uno de ellos es inseparable de su condici¨®n de reliquias tr¨¢gicas, de testimonios no de una Arcadia natural ajena al tiempo, sino de una historia acelerada, sanguinaria y convulsa. Desde principios del siglo XVIII, la irrupci¨®n del caballo provoc¨® una revoluci¨®n econ¨®mica, social y religiosa entre las comunidades de las grandes praderas. Tribus dedicadas durante siglos al cultivo del ma¨ªz en las orillas de los r¨ªos, en pocas d¨¦cadas se hicieron cazadoras de bisontes. Cazadores varones a caballo ocupaban ahora la supremac¨ªa que disfrutaban antes las mujeres agricultoras. El dominio del caballo favorec¨ªa la guerra y la competici¨®n por la supremac¨ªa heroica. Tambi¨¦n la rapidez en los intercambios, la abundancia inusitada de carne y pieles de bisonte y la facilidad del comercio: un collar de garras de oso pardo que parecen contener todav¨ªa la posibilidad del ara?azo y el desgarramiento est¨¢ intercalado de bolitas de cristal de diversos colores, fabricadas en masa en alg¨²n taller de poca categor¨ªa en Venecia.
La belleza aislada de cada uno de ellos es inseparable de su condici¨®n de reliquias tr¨¢gicas, de testimonios de una historia acelerada
Con el comercio llegaron los metales y las enfermedades. En la gran epidemia de viruela de 1801 y 1802, tribus enteras quedaron aniquiladas. M¨¢s de la mitad de los pawnee murieron a causa de la viruela en torno a 1830. Veo una cuna mochila de mediados de siglo, con un fleco de cascabeles de metal que producir¨ªan un rumor de sonajas cuando una madre caminara con su beb¨¦ a la espalda: y me pregunto inevitablemente de d¨®nde procede, qu¨¦ fue de esa madre y de ese hijo. Hacia 1800 pudo haber en las grandes llanuras unos treinta millones de bisontes. El paso de una manada pod¨ªa durar d¨ªas enteros, a lo largo de los cuales la tierra no dejaba de temblar como un tambor bajo la percusi¨®n de las pezu?as. En menos de un siglo, los bisontes llegaron casi a extinguirse: en 1895 quedaban unos pocos miles. En 1932, una anciana de la tribu crow recordaba el hedor de los despojos de los bisontes abatidos por los fusiles de repetici¨®n de los cazadores contratados por las compa?¨ªas de ferrocarril.
Hacia 1700 estaba naciendo un mundo completo con sus cosmolog¨ªas, sus leyendas, sus ritos sanguinarios y heroicos de iniciaci¨®n: en menos de dos siglos lleg¨® el derrumbe, y con ¨¦l, la exasperaci¨®n que alimenta las visiones apocal¨ªpticas. En 1890, un predicador lakota anunciaba el advenimiento de un mes¨ªas que exterminar¨ªa a los hombres blancos y har¨ªa que volvieran a galopar por las llanuras grandes manadas de bisontes. Para acelerar su llegada hab¨ªa que entregarse hasta el desvanecimiento a una danza llamada de los esp¨ªritus. Lo ¨²nico que queda de ese profeta es su nombre, Wokoka, y una foto borrosa.
The Plains Indians. Artists of Earth and Sky. Museo Metropolitano de Nueva York. Hasta el 10 de mayo.
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