Detr¨¢s del rostro
Nunca sabremos lo que sucedi¨® en la mente de Andreas Lubitz en los minutos que permaneci¨® solo y encerrado en la cabina del avi¨®n que posteriomente estrell¨®
Es dif¨ªcil aceptar que algo no pueda llegar a saberse: que a un paso de lo conocido y lo visible hay una oscuridad en la que por mucho que lo intentemos no podemos vislumbrar nada, a no ser la proyecci¨®n de nuestras obsesiones y nuestros fantasmas.
La psiquiatra Lola Mor¨®n escrib¨ªa la semana pasada, aludiendo al misterio ya para siempre insoluble de la conciencia del copiloto Andreas Lubitz: ¡°Consideremos estos sucesos como inconcebibles, no intentemos explicar lo que a veces, simplemente, no tiene explicaci¨®n¡±. Que una psiquiatra haga esa declaraci¨®n de cautela es un gesto admirable. Queremos que los expertos nos tranquilicen d¨¢ndonos respuestas claras y seguras a lo que nos inquieta o nos produce sufrimiento, y ellos mismos, con demasiada frecuencia, han disimulado su incertidumbre bajo una apariencia de seguridad m¨¢s sacerdotal que cient¨ªfica.
Necesitamos con tanta urgencia las explicaciones que no podemos aceptar que no existan. Solo los tontos, los ide¨®logos y los beatos est¨¢n seguros. Cuando uno habla con un cient¨ªfico, lo que le llama la atenci¨®n no es la rotundidad de sus afirmaciones, sino los escr¨²pulos con los que las envuelve, la advertencia sobre la dificultad de obtener datos seguros, de elaborar modelos fiables que resistan la comprobaci¨®n experimental. El que sabe de verdad de algo es el que ha llegado a intuir la amplitud de todo lo que se desconoce, la parte m¨ªnima que ocupa el conocimiento con respecto a una totalidad que no puede sondearse. Recorremos un museo de la prehistoria y tenemos la tentaci¨®n autom¨¢tica de considerar que lo que hay expuesto en las estanter¨ªas es una representaci¨®n suficiente de un mundo. Pero solo son restos m¨ªnimos, salvados por casualidad del cataclismo lento del tiempo, quiz¨¢ mucho menos reveladores de lo que imaginamos, lo que queremos creer.
Nunca sabremos lo que sucedi¨® en la mente de Andreas Lubitz en los minutos que permaneci¨® solo y encerrado en la cabina del avi¨®n que de un momento a otro se hab¨ªa convertido en un gran ata¨²d colectivo. En la caja negra se oyen los golpes del piloto en la puerta cerrada por dentro, y dicen que tambi¨¦n el silencio de Lubitz, su respiraci¨®n tranquila en ese silencio. La polic¨ªa registra su casa y encuentra documentos y recetas m¨¦dicas; las personas que lo conocieron vencen con dificultad su estupor para contar cosas reveladoras o banales sobre ¨¦l, siempre con esa extra?eza de no haber anticipado nada, con esa incredulidad de los vecinos de tantos grandes criminales con los que se cruzaban a diario e intercambiaban saludos y observaciones sobre el tiempo. Qui¨¦n lo habr¨ªa pensado.
Queremos que los expertos nos tranquilicen d¨¢ndonos respuestas claras y seguras a lo que nos inquieta o nos produce sufrimiento
La informaci¨®n, la historia, el diagn¨®stico riguroso tocan en seguida con sus l¨ªmites. Hay cosas que se saben al momento, y otras que se tardan en descubrir a?os o d¨¦cadas, y hasta siglos, y otras que sencillamente no se descubren nunca. Ahora un historiador brit¨¢nico asegura haber encontrado por fin al verdadero culpable del asesinato de Julio C¨¦sar. Hace algo m¨¢s de diez a?os, la novelista policial Patricia Cornwell casi arruin¨® su reputaci¨®n al dedicar un libro de m¨¢s de 400 p¨¢ginas a la teor¨ªa, para ella irrebatible, de que Jack el Destripador era en realidad el notable pintor Walter Sickert. En Nueva York se ha abierto de nuevo el juicio por la desaparici¨®n del ni?o Etan Patz, que ech¨® a andar una ma?ana hacia la parada del autob¨²s escolar, en una calle del Soho, en 1989, cuando el barrio era una desolaci¨®n de basuras y edificios industriales abandonados. Era el primer d¨ªa que sus padres dejaban a Etan ir solo al autob¨²s. Ya no lo vieron nunca m¨¢s. Ahora se juzga a un sospechoso que tiene las facultades mentales alteradas, y vuelven a declarar forenses, polic¨ªas, testigos; pero ha pasado ya tanto tiempo y los testimonios son tan inseguros, tan contradictorios, que es muy probable que la sentencia no sirva para hacer justicia ni para dilucidar la verdad.
No aceptamos que no haya una explicaci¨®n suficiente para cada misterio, que haya historias que se interrumpen de golpe y se quedan sin final. Y nos da m¨¢s miedo todav¨ªa que lo inexplicable suceda sin ning¨²n aviso, que ning¨²n s¨ªntoma lo anuncie, hasta el punto de que con mucha frecuencia inventamos vaticinios retrospectivos, argucias narrativas para sostener un relato que en realidad carece de consistencia. En las ficciones populares, a los malvados se les conoce a primera vista, y los buenos llevan su inocencia escrita en la cara. La perilla negra, el bigote afilado y negro, el acento raro, los modales refinados de los canallas en las pel¨ªculas de intriga y esp¨ªas en blanco son un recurso tan burdo como el contraste entre la carnalidad tentadora de Ava Gardner y la casta belleza rubia de Grace Kelly en Mogambo. Pero cada uno de esos estereotipos es un consuelo y un ant¨ªdoto pueril contra la incertidumbre sobre la identidad secreta de los otros. Ese desconocido de aspecto normal que se sienta a tu lado en el metro puede muy bien ser un asesino, un pederasta, un ladr¨®n, un genio, un borracho, un aficionado a la taxidermia o a la astronom¨ªa, un santo, un piloto aquejado de delirios psic¨®ticos. Las ficciones populares nos confortan con la seguridad de que al menos en ellas las apariencias no enga?an.
En las ficciones populares, a los malvados se les conoce a primera vista, y los buenos llevan su inocencia escrita en la cara
Y la literatura unas veces es un aviso sobre la dificultad de conocer y otras una ruptura virtual de los l¨ªmites de la conciencia ajena, un asomarse al interior de los otros. Dice Charles Simic en una de las anotaciones de El monstruo ama su laberinto: ¡°Es en las obras de arte y literatura donde uno tiene la experiencia m¨¢s rica del Otro. Cuando la experiencia es verdaderamente poderosa, podemos ser cualquiera, un pr¨ªncipe ruso del siglo XIX, una ramera italiana del siglo XV¡±.
No estoy seguro de que ese conocimiento de lo inaccesible sea del todo fehaciente, algo m¨¢s que una ilusi¨®n o que un espejismo. Leyendo Lolita tenemos la sensaci¨®n turbadora y siniestra de encontrarnos en la conciencia de un hombre que viola y esclaviza a una ni?a. El Macario de Juan Rulfo y el Benji de William Faulkner nos hacen ver el mundo desdibujado por una niebla de trastorno mental. George Simenon nos permite asomarnos con la misma eficacia a la mirada del comisario Maigret y a la de todos esos pr¨®fugos y solitarios que deambulan por sus otras novelas. Los mon¨®logos de los malvados de Shakespeare son galer¨ªas oscuras por las que se interna uno como por el subsuelo de la conciencia humana. Norman Mailer, que invent¨® tantos personajes en tantas novelas, nunca lleg¨® a crear uno tan lleno de tristeza y misterio como el asesino real Gary Gilmore en La canci¨®n del verdugo. Sabemos algo del interior de la mente de esos impostores que se construyen vidas enteras falsas y enga?an durante a?os hasta a las personas m¨¢s cercanas si hemos le¨ªdo El adversario, de Emmanuel Carr¨¨re.
Pero siempre habr¨¢ un fondo al que no se llegue, una ¨²ltima puerta que permanecer¨¢ cerrada. La literatura conduce hasta ese umbral y tambi¨¦n ense?a a respetarlo; a manejar el miedo, pero no a perderlo. No todo se puede explicar. Hasta en el espejo te mira a veces un desconocido.
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