El museo junto al r¨ªo
En las calles del Meatpacking District que llevan al nuevo Museo Whitney el pavimiento sigue siendo el de hace veinte o treinta a?os
En las calles del Meatpacking District que llevan al nuevo Museo Whitney el pavimiento sigue siendo el de hace veinte o treinta a?os, el mismo que pisaba uno cuando este barrio, todav¨ªa a finales de los noventa, ol¨ªa intensamente a carne picada y a carne podrida, a sangre y a sebo, a los residuos ¨²ltimos y a las carcasas peladas de los animales sacrificados en los mataderos. Desde antes del amanecer rug¨ªan los camiones que cargaban y descargaban en las d¨¢rsenas de los almacenes. En cuanto ca¨ªa la noche quedaban muy pocas luces, y en el silencio duraban los olores inmundos a materia org¨¢nica corrompida y a grasa quemada. Los adoquines del pavimento ten¨ªan en el aire impregnado de la humedad del r¨ªo un brillo de grasa. El pavimento estaba unas veces hundido y otras levantado por el peso de los camiones, y en las zonas en que los adoquines hab¨ªan sido cubiertos de asfalto hab¨ªa socavones traicioneros. Hasta no mucho antes, la orilla cercana hab¨ªa sido una sucesi¨®n de ruinas que se volv¨ªan m¨¢s amenazadoras en la oscuridad: muelles abandonados, terminales de buques de carga o de transatl¨¢nticos, solares vallados, aparcamientos abismales.
Ese brillo nocturno es del de las fotograf¨ªas de Peter Hujar, que fue uno de los cronistas visuales del gran derrumbe de las zonas industriales y portuarias de Nueva York en los a?os setenta, y tambi¨¦n un habitante de aquel mundo en parte clandestino que las ocupaba de noche, la bohemia gay, los vendedores y los compradores de drogas, la prostituci¨®n. El mundo que Peter Hujar retrat¨® en blanco y negro lo ha contado por escrito Edmund White en uno de los libros suyos de memorias que m¨¢s me gustan, City Boy. Entre la ca¨ªda de la noche y el amanecer, esa devastaci¨®n industrial y portuaria de Nueva York se convert¨ªa para el joven reci¨¦n llegado a la ciudad, hambriento de libertad y de sexo, en un para¨ªso todav¨ªa m¨¢s tentador y m¨¢s lleno de promesas porque era tan l¨®brego y estaba tan sucio, una zona de tinieblas sin ley en la que solo se aventuraban los m¨¢s temerarios, los m¨¢s resueltos a dejar atr¨¢s la precauci¨®n y la verg¨¹enza. Lleg¨® el sida hacia 1983, y la fiesta que parec¨ªa destinada a no terminar nunca, como no se terminaba nunca la avidez de encuentros er¨®ticos que Edmundo Wilson cuenta con tanto impudor y talento ¡ªtambi¨¦n con cierta monoton¨ªa acumulativa¡ª, se convirti¨® de golpe en una danza de la muerte.
El edificio del nuevo Whitney se proyecta en el tiempo, en el pasado de la ciudad y de los paisajes que se ven por los ventanales
Peter Hujar muri¨® en 1987. En el nuevo Whitney, cerca de algunas de sus fotograf¨ªas de las calles tenebristas y sus habitantes fantasmales, est¨¢n tres de los retratos que le hizo en su lecho de muerte el que hab¨ªa sido su gran amor, David Wojanarowicz. En las salas inundadas por la claridad de una ma?ana de finales de mayo y por una multitud festiva de Memorial Day, las tres fotos de Hujar son un redoble de luto que casi nadie se para a advertir. Solo una de ellas es de su cara, la boca entreabierta, los p¨¢rpados ca¨ªdos, la piel sobre los huesos, la barba de fraile amortajado de Zurbar¨¢n; en otra se ve una mano posada o desfallecida sobre una s¨¢bana, justo unos momentos despu¨¦s de la muerte: pero ya es del todo la mano de cera de un cad¨¢ver; la tercera es la foto de un pie: un pie de expresi¨®n tr¨¢gica, como dice Saul Bellow.
En ese momento, mi primera visita al nuevo Museo Whitney adquiere una direcci¨®n narrativa. El edificio se proyecta en el tiempo, en el pasado de la ciudad y de los paisajes que se ven por los ventanales gloriosos de Renzo Piano, tan imponentes como pinturas de gran formato que ocuparan lienzos enteros de pared. Desde las terrazas que dan al este y al sur se abre el panorama de los antiguos almacenes y f¨¢bricas de empaquetado de carne, las v¨ªas del ferrocarril elevado que estuvo abandonado durante tantos a?os, todo lo que en otras ¨¦pocas fue duro trabajo material, comercio portuario, manufactura de cosas, todo lo que se hundi¨® y ha ido renaciendo transfigurado, lo que no reconocer¨ªan si pudieran verlo los antiguos viajeros de la vida nocturna, Hujar y sus amigos y amantes, tantos otros que no dejaron rastro. La plataforma ferroviaria elevada que desde la calle se ve¨ªa hace quince o veinte a?os cubierta de graffitis y herrumbre y devorada de malezas ahora es el High Line, la atracci¨®n tur¨ªstica de m¨¢s ¨¦xito de Nueva York. Donde estuvieron las f¨¢bricas de hamburguesas y salchichas y los s¨®tanos del noctambulismo m¨¢s tenebroso ahora hay tiendas y restaurantes de moda. Sobre los bloques de ladrillo de los almacenes brillan al sol torres de cristal de apartamentos de lujo. Desde los ventanales del oeste, donde en otras ¨¦pocas estaban los muelles derrumbados, se ve el r¨ªo y el sendero para corredores, caminantes y ciclistas de la orilla del Hudson, que llega por el norte hasta el puente George Washington, y por el sur, al extremo de la isla.
El vest¨ªbulo, las escaleras, las salas de exposici¨®n son una muestra de ese modernismo sereno que practica Renzo Piano
El museo mismo es parte de esa transformaci¨®n. Durante varios a?os lo he visto al pasar irse levantando al mismo tiempo que las nuevas torres de cristal. Su forma exterior no me parece muy inspirada, en un barrio en el que hay tan poderosas arquitecturas industriales, pero los espacios interiores, el vest¨ªbulo, las?escaleras, las salas de exposici¨®n son una muestra de ese modernismo sereno que practica Renzo Piano, tan propicio para el recogimiento como para la lucidez y la observaci¨®n. La arquitectura se hace presente con una respetuosa cautela, porque su misi¨®n principal es favorecer la contemplaci¨®n de las obras de arte que alberga, creando las condiciones adecuadas para que el espectador se recree en su encuentro. Pero en un museo dedicado al arte americano importa todav¨ªa m¨¢s que pueda verse desde los ventanales una parte del mundo real en el que ese arte se engendr¨®. Es en esta ciudad cuya palpitaci¨®n tremenda llega hasta la terraza m¨¢s alta donde se pintaron muchos de los cuadros que hay en las paredes, se trabajaron las esculturas, se tomaron las fotograf¨ªas. La conexi¨®n entre el interior y el exterior es tan inmediata y vital como la que tuvieron con Nueva York la mayor parte de los artistas que inventaron estas obras imperiosas, Hopper, Rothko, de Kooning, Dorothea Lange, Nan Goldin, Lee Krashner, Peter Hujar, Jean-Michel Basquiat, Keith Haring, Diane Arbus, Jasper Johns, Jackson Pollock, toda la gran mitolog¨ªa de la edad de oro de Nueva York, que fue tambi¨¦n una edad de resplandores fugaces y basura y desastre, de quiebra y mortandad.
En la ciudad de ahora, en las zonas antes proletarias y bohemias que se ven desde el Whitney ¡ªChelsea, el Meatpacking District, el West Village¡ª, ninguno de esos artistas encontrar¨ªa una vivienda escasa y hasta s¨®rdida, pero barata, un estudio sin calefacci¨®n, pero luminoso y enorme. ?Era preciso o inevitable que, al mismo tiempo que se hac¨ªa m¨¢s segura y m¨¢s limpia, Nueva York se volviera mucho m¨¢s cara, tan antip¨¢ticamente sometida a la insolencia del dinero? En el interior del nuevo Whitney se atesora el pasado que se borra a toda velocidad en sus alrededores. Lo ¨²nico que queda intacto de aquella ¨¦poca son los adoquines y los socavones del asfalto.
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