Ancianos despidi¨¦ndose
En estos viejos tremendos hay una celebraci¨®n incondicional del mundo, no la amargura de estar cerca de dejarlo
Hay una parte de desverg¨¹enza y de temeridad en la maestr¨ªa sin apariencia de esfuerzo del artista muy viejo, o el que no si¨¦ndolo todav¨ªa mira de cerca a la muerte. John Huston dirigi¨® The Dead en una silla de ruedas, respirando por una mascarilla el ox¨ªgeno que apenas llegaba a sus pulmones enfermos. The Dead es una novela corta que trata del paso del tiempo y del modo en que se borra el recuerdo de los que se llev¨® una muerte prematura, pero fue escrita, asombrosamente, por un joven de veinticinco a?os. James Joyce la escribi¨® con la lucidez adivinatoria que tiene a veces la juventud, como la que tuvo Scott Fitzgerald para escribir The Great Gatsby apenas a los 28. Estremece la sabidur¨ªa en alguien tan joven, pero m¨¢s a¨²n la inventiva fervorosa y la entrega apasionada en un viejo; y las dos, cuando suceden, muestran algo que de otro modo no se habr¨ªa podido descubrir, un hallazgo que no es del todo de este mundo, porque traspasa y parece desmentir la inexperiencia del que todav¨ªa ha vivido apenas, la fragilidad y el cansancio del anciano.
Una ma?ana, en Nueva York, en una galer¨ªa reci¨¦n abierta en un barrio que es todav¨ªa de garajes y de almacenes, voy con un amigo a ver una exposici¨®n de obras recientes de Alex Katz. Nada m¨¢s entrar, los dos nos quedamos parados en medio de una sala de paredes blancas y suelo de hormig¨®n muy pulido en la que hay colgados unos pocos cuadros de gran formato. En ese espacio, a la vez dilatado y asc¨¦tico, destacan m¨¢s los colores puros, las formas casi abstractas de los paisajes de Alex Katz: el amarillo cegador de un campo de trigo en verano, los verdes neblinosos de un bosque muy tupido a la orilla de un r¨ªo, el rojo de una caba?a solitaria en mitad del campo, los blancos y grises de una de esas grandes nevadas que borran el horizonte y sumergen el mundo en una silenciosa amplitud.
En su silla de ruedas y con su mascarilla de ox¨ªgeno, John Huston se recreaba filmando un banquete de Nochebuena
A los 87 a?os, Alex Katz pinta con m¨¢s libertad y m¨¢s energ¨ªa que nunca. La dedicaci¨®n y el esfuerzo f¨ªsico que requieren esas extensiones de color se corresponden con una especie de jovial desenvoltura, una visible efervescencia del talento creativo, del puro gozo de los sentidos: la mirada recre¨¢ndose en las formas y las manchas de color, el tacto de la mano que se abandona al impulso de un trazo, hasta el olfato estimulado por el olor del lienzo h¨²medo, del ¨®leo y el aguarr¨¢s. Alex Katz, que aprendi¨® tanto del arte japon¨¦s, ahora parece haberse adue?ado de la soltura de los dibujantes cal¨ªgrafos, los que logran con un solo brochazo de tinta la m¨¢xima precisi¨®n de un ideograma o de la silueta de un ¨¢rbol o una espesura de bamb¨².
En estos viejos tremendos hay una celebraci¨®n incondicional del mundo, no la amargura de estar cerca de dejarlo, la mezquindad de esos otros viejos da?inos que reniegan de lo que ya no tienen o lo que van a perder y parece que preferir¨ªan que fuera destruido. En su silla de ruedas, con su mascarilla de ox¨ªgeno y los tubos en la nariz, John Huston se recreaba filmando un banquete de Nochebuena con todos los esplendores de un bodeg¨®n holand¨¦s. A la luz de las l¨¢mparas de gas, los comensales ten¨ªan los ojos brillantes y los carrillos encendidos de gula. Mayor que John Huston cuando rodaba su ¨²ltima pel¨ªcula, tan viejo como es ahora Alex Katz, a los 87 a?os, Verdi compuso su ¨²ltima ¨®pera, Falstaff, la m¨¢s jovial y probablemente la mejor, un fluir de m¨²sica tan resplandeciente como de Mozart o de Bach, un tumulto de peripecias tan desbordado como el de El hombre tranquilo de John Ford.
Hay una desenvoltura com¨²n, un aire de facilidad y hasta de burla en el arte de estos viejos maestros, un fraseo sin interrupciones ni tropiezos que parece no guiado por la voluntad, porque es como el discurrir de un r¨ªo, como los arroyos y deltas que forman sobre la arena los hilos del agua cuando se retira la marea. Son las improvisaciones al piano del viejo Duke Ellington, los trazos suntuosos que pintaba De Kooning hacia la mitad de los a?os setenta, o los del viejo Monet medio cegado por las cataratas, o los del viejo Rembrandt en ese autorretrato en el que se est¨¢ muriendo de risa, vestido de harapos, con una risa de borrach¨ªn, burl¨¢ndose de su propia maestr¨ªa y a la vez despleg¨¢ndola y celebr¨¢ndola con un descaro sin soberbia; es la desmesura del Goya muy viejo que ya lo ha visto todo y la de Beethoven componiendo en el silencio de su imaginaci¨®n la Gran fuga, rompiendo con ella cualquier sentido de la proporci¨®n cl¨¢sica y hasta de la cordura, ese fluir que se repite y vuelve y sigue repiti¨¦ndose como si no fuera a terminar nunca.
Reci¨¦n terminada la novela empez¨® el declive mental de Bellow, se acentu¨® su deterioro f¨ªsico. No hay mejor despedida que una obra maestra
Hay un fraseo que no se interrumpe y un descaro ante la muerte. Goya se retrata a s¨ª mismo congestionado y casi moribundo, sostenido por el m¨¦dico que le salv¨® la vida. El adagio de uno de los cuartetos finales de Beethoven es un ¡°canto de acci¨®n de gracias de un convaleciente¡± y tambi¨¦n una anticipada marcha f¨²nebre. Cuando Alex Katz pinta esas nieblas invernales, esas caba?as iluminadas en la oscuridad, esos esplendores de verano, sin duda lo hace con la plena conciencia de que ya est¨¢ despidi¨¦ndose. Muy pronto esos lugares queridos se mantendr¨¢n id¨¦nticos, pero ¨¦l no podr¨¢ verlos.
Por casualidad vuelvo en estos d¨ªas a otra obra maestra de la vejez: Ravelstein, la ¨²ltima novela de Saul Bellow, que acaba de publicar Penguin en una edici¨®n de bolsillo. Bellow ten¨ªa 85 a?os cuando termin¨® la novela. La le¨ª en cuanto apareci¨®, pero no me acordaba de lo buena que era. O mejor dicho, es mucho mejor de lo que recordaba, o a m¨ª se me ha vuelto mejor con los a?os. Tambi¨¦n he aprendido mejor el idioma a lo largo de todo este tiempo y ahora mi o¨ªdo detecta con m¨¢s nitidez las sutilezas del estilo, la oralidad jugosa que hay en la escritura de Bellow, su trasfondo coloquial y jud¨ªo, el habla de los hijos de los emigrantes, los que se criaron en los barrios pobres en los tiempos de la Gran Depresi¨®n y lograron ir a la universidad, divididos entre las ambiciones intelectuales y literarias y el tir¨®n del origen, inc¨®modos luego en la ¨¦poca de la gran prosperidad material y la cultura de consumo. Como en Alex Katz, o en De Kooning, lo que seduce desde la primera l¨ªnea en Bellow es la naturalidad del fraseo, la libertad de una forma que va haci¨¦ndose a s¨ª misma sin someterse a una trama o a un orden prefijado, que fluye en los borbotones de una inspiraci¨®n que ha precisado de la disciplina de toda una vida para borrar cualquier huella de esfuerzo, incluso de premeditaci¨®n. La celebraci¨®n del gran lujo de la vida se yuxtapone sin fisuras al examen de la cercan¨ªa de la muerte. Reci¨¦n terminada la novela empez¨® el declive mental de Bellow, se acentu¨® su deterioro f¨ªsico. No hay mejor despedida que una obra maestra. ?
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