Esc¨¢ndalo en el Teatro Real
No estuve anoche en el estreno de Rigoletto ¨Chaberlo hecho hubiera puesto en peligro mi porvenir en este peri¨®dico, toda vez el espect¨¢culo del Real coincid¨ªa con el superdebate y las correspondientes obligaciones-, pero s¨ª me person¨¦ en el ensayo general del primer reparto (viernes) y del segundo (s¨¢bado), antecedentes premonitorios ambos del esc¨¢ndalo de ayer.
Esc¨¢ndalo en sentido positivo. Esc¨¢ndalo por la escandalera que volvi¨® a suscitarse cuando los espectadores exigieron a Leo Nucci (y a la soprano rusa Olga Peretyatko) repetir el d¨²o de ¡°La vendetta¡±, exactamente como se lo exigieron al bar¨ªtono italiano en la producci¨®n de 2009.
Fue la primera vez que se viv¨ªa una situaci¨®n as¨ª en la joven historia del coliseo madrile?o. La segunda la protagoniz¨® Javier Camarena en el columpio de los nueve do de pecho de La fille du r¨¦giment. Y la tercera le ha devuelto el cetro a Nucci. El cetro verdiano, la ins¨®lita envergadura vocal y musical de un artista que ha interpretado 500 veces Rigoletto ¨Cla cifra no es una exageraci¨®n arbitraria, sino una estad¨ªstica- y que ha cumplido 73 a?os sin atisbo de decadencia.
Nucci ya hab¨ªa creado el viernes un estado de sugesti¨®n propiciatorio. Por su dimensi¨®n legendaria. Por sus dotes comunicadoras. Y por un h¨¢bil ejercicio de la demagogia que no contradice su imponente naturaleza art¨ªstica. Hab¨ªa predispuesto un ambiente de ¡°bis¡±. Sab¨ªa que se lo iban a pedir. Y se lo pidieron. Y lo concedi¨® exhibiendo un agudo de tenor, ¡°acuchillando¡± el para¨ªso del Real con un escalofr¨ªo.
De Nucci emociona su trayectoria y su vigencia, pero los m¨¦ritos de este escandaloso Rigoletto se demuestran bastante repartidos. Empezando por la tensi¨®n que el maestro Luisotti obtiene en el foso de las premoniciones, hasta el extremo de motivar a la orquesta ¨Cy al coro- en una prestaci¨®n may¨²scula. Est¨¢bamos en Madrid, como podr¨ªamos estar en Parma o en la Scala, de tanta energ¨ªa verdiana que emanaba de las profundidades.
La reputaci¨®n de un gran teatro empieza por la orquesta. No por subordinar el papel de los cantantes y menos a¨²n en el caso de Nucci, sino porque cualquier arquitectura oper¨ªstica requiere la calidad y la competencia de la sala de m¨¢quinas. Luisotti la hizo rendir a una altura impresionante ¨Cy al coro tambi¨¦n-, consigui¨® extremar la teatralidad de la partitura, su delicadeza, su corpulencia, su afinidad al claroscuro verdiano.
Y fue el contexto en que los solistas an¨®nimos se convirtieron tambi¨¦n ellos en cantantes. La voz noble y abaritonada del primer chelo, el sonido inmaculado, sensible, del oboe. El esc¨¢ndalo ¨Cotra vez- de los timbales en su fuerza tel¨²rica y en su acepci¨®n patibularia.
Patibularia como la propuesta esc¨¦nica, oscura, desgarrada de David McVicar. La org¨ªa pasoliniana de la escena introductoria ¨Cpasoliniana en la est¨¦tica del "Decamer¨®n" y de Los cuentos de Canterbury- predispone al hallazgo de un cadalso, a la tramoya de una escena entre cuyos maderos acaban ajusticiados Rigoletto y su hija en la impotencia de la ¡°forza del destino¡±.
Era Rigoletto la obra favorita de Verdi. Concedi¨® a su protagonista, ¡°mi viejo jorobado¡±, escrib¨ªa Verdi, una mirada piadosa, condescendiente. Se reconoci¨® en la fatalidad, en el desgarro, en la fragilidad. Y la convirti¨® en una ceremonia de iniciaci¨®n a la que muchos aficionados debemos nuestra devoci¨®n oper¨ªstica.
¡°Io sono Rigoletto¡±, dan ganas de proclamar. Y dan ganas de ir al Teatro Real todas las tardes. Para escuchar a Leo Nucci y la animalidad esc¨¦nica de la Peretyatko. Para reconocerle a Luca Salsi -segundo reparto- los atributos de una actuaci¨®n apabullante, en sus detalles, en su l¨ªnea de canto, en su terribilit¨¤. Para conmoverse con la sensibilidad de Lisette Oropesa en su Gilda incorp¨®rea. Y para compartir con el viejo jorobado la crucifixi¨®n de las maldiciones.
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