Formas de olvido
La memoria p¨²blica ha sido tan escasa y mezquina en Espa?a como la memoria privada
Quiz¨¢s porque estoy bajo los efectos graduales del shock de cumplir 60 a?os, pienso m¨¢s a menudo en el contraste del presente con los pasados sucesivos que he ido viviendo: en lo que queda de ellos y en lo que se ha borrado, en lo que se olvida y lo que se recuerda, en lo que parec¨ªa perdido y parece que vuelve; y sobre todo en la diferencia que hay entre las cosas tal como las recuerda quien las vivi¨® y como las imagina quien ha venido m¨¢s tarde, quien las conoce por libros o por pel¨ªculas, o por los relatos interesados o enga?osos o simplemente distra¨ªdos o inexactos de otros. El pasado p¨²blico se aleja mucho m¨¢s r¨¢pido que el de la propia vida, quiz¨¢s porque en realidad uno le presta una atenci¨®n m¨¢s superficial de lo que supone.
Esa es una de las razones de la injuria sin recompensa posible que sufren las v¨ªctimas directas del crimen o de la injusticia: su dolor perdura a solas en medio de la amnesia com¨²n. Y todo el mundo es ecu¨¢nime a la hora de perdonar los abusos que otros han padecido. ?Qui¨¦n que no los sufriera en carne propia se acuerda ya de los cr¨ªmenes terroristas de ETA, del luto perpetuo y el chantaje y el derramamiento casi diario de sangre que nos obsesionaban hace 15 o 20 a?os, y ocupaban cada d¨ªa las portadas de los peri¨®dicos? De pronto me acuerdo de uno de esos aniversarios redondos tan convenientes para las conmemoraciones: por ahora ha hecho 20 a?os de la explosi¨®n del coche bomba que mat¨® a 6 trabajadores civiles de la Armada en el puente de Vallecas, en el coraz¨®n popular de Madrid. He mirado la fecha en la Wikipedia: fue justo el 11 de diciembre de 1995. He recordado la angustia y la impotencia sombr¨ªa de aquellos tiempos; ha saltado de golpe otra imagen a la memoria, la noticia del asesinato de Ernest Lluch escuchada de noche, en la radio de un taxi, camino de una cena o de una pel¨ªcula que en ese instante quedaron malogradas.
Sesenta a?os es una edad que antes cumpl¨ªan otros. Ahora siento la responsabilidad de contar lo vivido con veracidad
La tarea del historiador es un ant¨ªdoto parcial del olvido, pero su efecto resulta m¨¢s eficaz a medio y a largo plazo, y para captar la atm¨®sfera particular de un tiempo hacen falta materiales m¨¢s inmediatos y fr¨¢giles que las fuentes documentales guardadas en archivos o hemerotecas. Cuanto m¨¢s revelador es algo ¡ªun objeto, un matiz de experiencia¡ª, podr¨ªa decirse que m¨¢s dif¨ªcilmente se preserva. Como las huellas de una cultura material antigua que se degradaron y perdieron muy r¨¢pido ¡ªcester¨ªa, m¨²sica, pintura corporal¡ª, lo que durante un tiempo es tan omnipresente que todo el mundo lo da por supuesto y ni siquiera se fija, desa?parece casi de un d¨ªa para otro: como estaba en todas partes, nadie consideraba que valiera la pena, y as¨ª pasa a no estar en ninguna. ?C¨®mo era una entrada de cine, un billete de tren, un pasaje de avi¨®n hace 20 o 30 a?os, un tax¨ªmetro, una de esas hojas de publicidad que se reparten por la calle y todo el mundo tira en la papelera m¨¢s pr¨®xima? ?C¨®mo era el ruido de fondo de lo cotidiano, las sinton¨ªas de los programas de radio, las voces de los anuncios y las de los locutores de los telediarios, el empaquetado de los productos de limpieza, la est¨¦tica de la publicidad de coches? Oler¨ªa fuertemente a tabaco en los trenes, en los autobuses, en las oficinas, en los bares, hasta en los aviones, pero casi ninguno de nosotros se daba cuenta. Sab¨ªan a nicotina los besos apasionados que d¨¢bamos. Atesor¨¢bamos monedas de un dinero que ya no existe para mantener largas conversaciones telef¨®nicas en cabinas c¨²bicas de aluminio y cristal que estaban en cualquier esquina y que ya no existen.
Hasta los gestos m¨¢s habituales desaparecen, como borrados por la misma epidemia de invisibilidad a la que sucumbieron las cabinas de tel¨¦fonos, los quioscos con enormes despliegues de peri¨®dicos y revistas, las tiendas de discos: desapareci¨® el gesto de introducir una hoja en la m¨¢quina de escribir, el de ir por la calle con el peri¨®dico debajo del brazo, el de llevar una revista o un libro para airear una actitud pol¨ªtica.
Pero mucho antes ya hab¨ªa desaparecido el mundo que algunos de nosotros alcanzamos a conocer de ni?os, el tiempo ahora remoto de nuestros padres y nuestros abuelos, que a nosotros, en nuestra soberbia juvenil, nos parec¨ªa no ya distante sino tambi¨¦n ajeno a la cronolog¨ªa lineal y veloz de nuestras propias vidas: un mundo y un tiempo regidos por la circularidad de las estaciones y de las cosechas, habitado por hombres y mujeres conformes con sus destinos y complacidos con la repetici¨®n invariable de todo.
?Qui¨¦n que no los sufriera se acuerda ya de los cr¨ªmenes terroristas de ETA, del luto perpetuo y el chantaje?
Era mentira, desde luego, condescendencia de reci¨¦n llegados, no muy distinta de la que a nosotros nos tocar¨¢ recibir ahora: lo que nos parec¨ªa un mundo pesadamente originario y apartado de la historia era en realidad un paisaje de ruinas, las que hab¨ªa dejado la derrota en la Guerra Civil y el hambre y el miedo de la posguerra. Sin ellas, es muy probable que mi padre no hubiera sido hortelano, ni que mi madre pasara una gran parte de su vida subordinada a la autoridad masculina, trabajando cada d¨ªa en la casa y en el campo durante la recogida de la aceituna, sabiendo leer y escribir apenas. La conformidad contra la que yo me declaraba en rebeld¨ªa era una actitud de supervivencia de vencidos inermes. Porque bajaban la cabeza y callaban los supon¨ªamos resignados y cobardes. Fue llegar la libertad y les falt¨® tiempo para votar a la izquierda y para matricularse en masa en las escuelas de adultos.
Ninguna ley de memoria hist¨®rica remediar¨¢ ya el gran olvido de las vidas trabajadoras, de los oficios, del sufrimiento y el hero¨ªsmo de los que lucharon contra la dictadura y los que la padecieron con una sorda resignaci¨®n atenuada tard¨ªamente por los primeros signos de prosperidad de los a?os sesenta: el agua corriente, las cocinas de gas, los braseros el¨¦ctricos, la ligereza de los recipientes de pl¨¢stico, los televisores, el seguro m¨¦dico, la jubilaci¨®n a los 65 a?os ¡ªventajas f¨¢ciles de desde?ar cuando se las ha disfrutado desde siempre¡ª. En nuestro pa¨ªs la memoria p¨²blica ha sido tan escasa y mezquina como la memoria privada, ese cat¨¢logo de testimonios que es preciso recoger y atesorar, los relatos orales, cartas, diarios, libros de recuerdos, lo que despu¨¦s servir¨¢ como valiosa materia prima para los historiadores, lo contado y escrito desde la perspectiva ¨²nica de la experiencia personal. En el espacio en blanco de la historia borrada se proyectan las mentiras de los manipuladores y las fantas¨ªas sectarias de los ide¨®logos, y los verdugos se vuelven honorables. Sesenta a?os es una rara edad que antes solo cumpl¨ªan otros. Ahora que soy yo quien llega a ella me doy m¨¢s cuenta de la responsabilidad c¨ªvica de contar con veracidad lo que uno ha vivido, lo que desaparecer¨¢ o se tergiversar¨¢ m¨¢s f¨¢cilmente si uno no lo atestigua, la atm¨®sfera y la tonalidad y los sonidos y los olores de un tiempo, la memoria precisa de los justos y de los canallas.
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