Los demonios de Vargas Llosa
La tensi¨®n entre individuo y sociedad es el gran dilema que recorre las novelas del autor de 'La ciudad y los perros'. Esta antolog¨ªa comentada repasa los hitos de ese dilema
En el corto pr¨®logo que Mario Vargas Llosa escribi¨® para el tomo de Alfaguara que recopila sus cuentos y novelas breves, afirmaba que los escritores pod¨ªan diferenciarse en dos tipos: unos a quienes cada novela les sirve para explorar asuntos y preguntas diferentes, y otros que vuelven una y otra vez, de manera insistente, sobre temas similares. A pesar de que Vargas Llosa se inclu¨ªa en ese primer grupo, un recorrido por algunos fragmentos de su extensa obra demuestra que cada nuevo libro le ha servido para explorar ciertas preguntas u obsesiones (demonios, los llama el escritor) que han conformado un mundo de personajes y tem¨¢ticas claramente identificable.
Durante su primera etapa literaria, la que va de La ciudad y los perros a Conversaci¨®n en La Catedral, el gran dilema existencial que sirve de engranaje a sus distintas novelas son las tensiones entre personajes que intentan desarrollar su individualidad y cultivar principios morales, y un medio corrupto y autoritario que los aplasta.
Veamos, por ejemplo, lo que ocurre en el Colegio Militar Leoncio Prado, escenario de La ciudad y los perros en el que j¨®venes cadetes recurren a la violencia y a la mentira para sobrevivir en un medio sin ley. Los padres creen que sus hijos est¨¢n recibiendo una buena educaci¨®n, cuando en realidad inculcan los vicios de una sociedad machista, clasista y corrupta. En este entorno, quien intenta defender principios morales, como el teniente Gamboa, acaba mal. S¨®lo sobrevive quien se adapta y aprende el arte de la hipocres¨ªa, como Alberto Fern¨¢ndez, o quien hace suyo el c¨®digo primitivo de la lealtad y la venganza, caso del Jaguar. Para vengar una delaci¨®n, el Jaguar mat¨® ¡ªo parece que mat¨®¡ª al Esclavo Arana. El teniente Gamboa, ¨²nico oficial honesto, intenta esclarecer el crimen y el resultado es su expulsi¨®n. El Ej¨¦rcito no quiere que se enlode su imagen.
¡°¡ªMi teniente ¡ªdijo el Jaguar; qued¨® un segundo con la boca abierta y repiti¨®¡ª: Mi teniente.
¡ªEl caso Arana est¨¢ liquidado ¡ªdijo Gamboa¡ª. El Ej¨¦rcito no quiere saber una palabra m¨¢s del asunto. Nada puede hacerlo cambiar de opini¨®n. M¨¢s f¨¢cil ser¨ªa resucitar al cadete Arana que convencer al Ej¨¦rcito de que ha cometido un error.
¡ª?No me va a llevar donde el coronel? ¡ªpregunt¨® el Jaguar¡ª. Ya no lo mandar¨¢n a Juliaca, mi teniente. No ponga esa cara, ?cree que no me doy cuenta de que usted se ha fregado por este asunto? Ll¨¦veme donde el coronel¡±.
Otro personaje que se ha fregado, o jodido, y por razones similares, es Zavalita, el protagonista de Conversaci¨®n en La Catedral. La frase m¨¢s famosa de Vargas Llosa se encuentra en la primera p¨¢gina de esta monumental novela:
¡°?En qu¨¦ momento se hab¨ªa jodido el Per¨²?¡±. Pocas l¨ªneas despu¨¦s, a?ade: ¡°?l era como el Per¨², Zavalita, se hab¨ªa jodido en alg¨²n momento¡±.
Volvemos al Per¨² de los a?os cincuenta, corrompido hasta la m¨¦dula por la dictadura del general Odr¨ªa, y nos encontramos con un personaje similar a los cadetes de Leoncio Prado. Zavalita no quiere reproducir los vicios de la burgues¨ªa lime?a. Los ve. Sabe que su padre es rico gracias a los favores de Odr¨ªa; lo aborrece todo y lo rechaza todo, pero su falta de convicciones lo deja ante una ¨²nica alternativa moral: el fracaso. Es preferible joderse a triunfar en una sociedad putrefacta.
¡°A lo mejor te hab¨ªa jodido la falta de fe, Zavalita. ?Falta de fe para creer en Dios, ni?o? Para creer en cualquier cosa, Ambrosio. (¡) Cerrar los pu?os, apretar los dientes, Ambrosio, el Apra es la soluci¨®n, la religi¨®n es la soluci¨®n, el comunismo es la soluci¨®n, y creerlo. Entonces la vida se organizar¨ªa sola y uno ya no sentir¨ªa vac¨ªo, Ambrosio¡±.
En el otro extremo de Zavalita se encuentran los personajes que creen en algo, y que creen en ello con tal vehemencia que su car¨¢cter se hace insensible a las complejidades de la realidad. Si en los a?os sesenta Vargas Llosa mostraba en sus novelas c¨®mo la sociedad pod¨ªa asfixiar al individuo, en los ochenta descubrir¨¢ c¨®mo ciertos individuos, guiados por ideas fan¨¢ticas, se convert¨ªan en un peligro para la sociedad. Galileo Gall, por ejemplo, un anarquista escoc¨¦s que aparece en La guerra del fin del mundo, adapta la realidad a los esquemas que tiene en la cabeza y confunde el levantamiento milenarista de un grupo de fan¨¢ticos religiosos con el sue?o libertario y ¨¢crata que bulle en su imaginaci¨®n.
¡°Estos hermanos¡±, le escribe a sus compa?eros anarquistas, ¡°con instinto certero, han orientado su rebeld¨ªa hacia el instinto nato de la libertad: el poder. ?Y cu¨¢l es el poder que los oprime, que les niega el derecho a las tierras, a la cultura, a la igualdad? ?No es acaso la Rep¨²blica? ?Y que est¨¦n armados para combatirla muestra que han acertado tambi¨¦n en el m¨¦todo, el ¨²nico que tienen los explotados para romper sus cadenas: la fuerza? (¡) El Consejero los ha convencido de que mientras m¨¢s cosas posea una persona menos posibilidades tiene de estar entre los favorecidos el d¨ªa del Juicio Final. Es como si estuviera poniendo en pr¨¢ctica nuestras ideas, recubri¨¦ndolas de pretextos religiosos, por una raz¨®n t¨¢ctica, debido al nivel cultural de los humildes que lo siguen¡±.
?Qu¨¦ ser¨ªa del ser humano sin esta posibilidad de adaptar la realidad a sus fantas¨ªas? Pero ?cu¨¢nto dolor se causa cuando s¨®lo se ve lo que se quiere ver? La evoluci¨®n de Roger Casement, en El sue?o del celta, muestra c¨®mo un mismo principio moral puede convertir a un hombre en un defensor de los derechos humanos y en un cerril nacionalista, dispuesto a inmolar a toda una generaci¨®n con tal de hacer encajar la realidad en sus convicciones.
¡°Antes dabas razones, Roger¡±, le reprocha Herbert Ward. ¡°Ahora s¨®lo vociferas con odio contra un pa¨ªs que es el tuyo tambi¨¦n, el de tus padres y hermanos¡
¡ª?Deber¨ªa volverme un colonialista en agradecimiento? ¡ªlo interrumpi¨® Casement¡ª ?Deber¨ªa aceptar para Irlanda lo que t¨² y yo rechazamos para el Congo?
¡ªEntre el Congo e Irlanda hay una distancia sideral, me parece. ?O en las pen¨ªnsulas de Connemara los ingleses est¨¢n cortando las manos y destrozando a chicotazos las espaldas de los nativos?
¡ªLos m¨¦todos de colonizaci¨®n en Europa son m¨¢s refinados, Herbert, pero no menos crueles¡±.
El desp¨®tico general Trujillo, protagonista de La fiesta del Chivo, tambi¨¦n es un redentor fan¨¢tico a quien, cree ¨¦l, Dios puso sobre sus hombros una gran misi¨®n. Lo entendemos al ver c¨®mo reacciona a un discurso que pronuncia Joaqu¨ªn Balaguer, ¡°Dios y Trujillo: una interpretaci¨®n realista¡±, en el que dice:
¡°La Rep¨²blica Dominicana sobrevivi¨® m¨¢s de cuatro siglos ¡ªcuatrocientos treinta y ocho a?os¡ª a adversidades m¨²ltiples (¡) gracias a la Providencia. La tarea fue asumida hasta entonces directamente por el Creador. A partir de 1930, Rafael Leonidas Trujillo relev¨® a Dios de esta ¨ªmproba misi¨®n¡±.
A Trujillo, ese discurso ¡°lo llev¨® a preguntarse muchas veces si no expresaba una de esas insondables decisiones divinas que marcan el destino de los pueblos¡±.
En el mundo de Vargas Llosa, cuando el fanatismo se lleva al campo pol¨ªtico y los delirios de un individuo se convierten en trampas colectivas, el resultado es la hecatombe. Pero tambi¨¦n hay otra forma de fanatismo, o al menos otra estrategia para rechazar la realidad y fugarse a la ficci¨®n, menos perniciosa e incluso positiva. Es el fanatismo del artista que busca la obra maestra, como Paul Gauguin en El para¨ªso en la otra esquina; la exuberancia imaginativa del erot¨®mano que busca el placer de los sentidos, como Don Rigoberto en Elogio de la madrastra; o la insatisfacci¨®n que lleva a fantasear vidas distintas y a vivirlas, como Otilita en Las travesuras de la ni?a mala.
¡°¡ª(¡) El corruptor, el que jodi¨® mi carrera de burgu¨¦s, fue el buen Schuff¡±, dice Gauguin. ¡°Para el buen Schuff, los artistas eran seres de otra especie, medio ¨¢ngeles, medio demonios, distintos en esencia de los hombres comunes. Las obras de arte constitu¨ªan una realidad aparte, m¨¢s pura, m¨¢s perfecta, m¨¢s ordenada, que este mundo s¨®rdido y vulgar. Entrar en la ¨®rbita del arte era acceder a otra vida, en la que no s¨®lo el esp¨ªritu, tambi¨¦n el cuerpo se enriquec¨ªa y gozaba a trav¨¦s de los sentidos¡±.
¡°La felicidad existe¡±, se repiti¨® [Don Rigoberto]. ¡°S¨ª, pero a condici¨®n de buscarla donde ella era posible. En el cuerpo propio y en el de la amada, por ejemplo; a solas y en el ba?o; por horas o minutos y sobre una cama compartida con el ser tan deseado. Porque la felicidad era temporal, individual, excepcionalmente dual, rar¨ªsima vez tripartita y nunca colectiva, municipal. Ella estaba escondida, perla en su concha marina, en ciertos ritos o quehaceres ceremoniosos que ofrec¨ªan al humano r¨¢fagas y espejismos de perfecci¨®n. Hab¨ªa que concentrarse en esas migajas para no vivir ansioso y desesperado, manoteando lo imposible¡±.
¡°¡ªT¨² eres buena gente¡±, le dice la ni?a mala a Ricardo Somocurcio, su persistente enamorado, ¡°pero tienes un terrible defecto: tu falta de ambici¨®n. Est¨¢s contento con lo que has conseguido, ?no? Pero eso es nada, ni?o bueno. Por eso no podr¨ªa ser tu mujer. Yo nunca estar¨¦ contenta con lo que tenga. Siempre querr¨¦ m¨¢s¡±.
Estos son los m¨¢rgenes en los que se mueven los personajes de Vargas Llosa. Los esc¨¦pticos que no creen y los fan¨¢ticos que no dudan, los personajes que no sue?an y los so?adores que m¨¢s tiempo pasan en la fantas¨ªa que en la realidad, los utopistas que buscan transformar el mundo y los individualistas que quieren cambiar su vida.
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