Los gorrones del siglo XXI
Seg¨²n Chris Ruen, el principio del presente siglo fue la D¨¦cada de la Disfunci¨®n, por lo que respecta al negocio musical. El mismo concepto ¨C¡°negocio musical¡±- era vituperado; se anunciaba con deleite su pronta extinci¨®n.
Se asum¨ªa que todo lo que hab¨ªa en Internet era gratuito y, para la m¨²sica, se difundieron argumentos que iban desde la maldad intr¨ªnseca de la industria hasta el supuesto apoyo de las descargas a los directos: los artistas deb¨ªan girar y, uh, vender camisetas.
Qui¨¦n se opon¨ªa al dictamen de los deterministas digitales era sometido a escarnio y pod¨ªa sufrir agresiones f¨ªsicas (recuerden, Ramonc¨ªn en Vi?a Rock). La carrera de Metallica estuvo a punto de hundirse cuando el grupo puso nombres y apellidos a 317.377 fans que se bajaron su m¨²sica en Napster.
Esa d¨¦cada tampoco fue el momento m¨¢s gallardo de los medios: generalmente celebraron la humillaci¨®n de artistas y discogr¨¢ficas, sin entender que la exigencia de gratuidad de los contenidos les empujaba hacia su propio San Mart¨ªn. Tampoco se lucieron los gestores del copyright, tanto discogr¨¢ficas como editores de m¨²sica, empe?ados en ignorar la realidad.
La realidad pasaba por un cambio radical en el modo de consumo de la m¨²sica, propulsado por una oferta infinitamente mayor que la propuesta por las disqueras. S¨ª, la calidad sonora era menor pero eso no resultaba tan importante como la accesibilidad. Imposible desinventar Internet, con sus asombrosas posibilidades.
Chris Ruen se sit¨²a en una trinchera ¨¦tica: su libro se titula #gorrones, en la versi¨®n espa?ola de Ediciones Quinto 20. Dado que esta guerra se desarrolla mediante conceptos simples y eufemismos ¨C¡°compartir¡± en vez de ¡°robar¡±- se niega a usar la palabra ¡°pirata¡±, por sus connotaciones rom¨¢nticas, y prefiere lo de ¡°gorrones.¡± Las novedades de Ruen son la incorporaci¨®n de la dimensi¨®n moral y su perspectiva indie.
De estudiante, Ruen se bajaba discos sin complejos. A?os despu¨¦s, escribiendo en un blog, comprueba la extraordinaria hostilidad que despierta reflexionar que convendr¨ªa pagar por ese servicio. Como camarero en Brooklyn, descubre que muchas de las estrellaslocales pasan tantos apuros como ¨¦l. Kyp Malone, de TV on the Radio, vive de alquiler. Craig Finn, de The Hold Steady, se pregunta por qu¨¦ las decisiones profesionales de los m¨²sicos son fiscalizadas por fans y periodistas: ¡°nadie discute Juego de tronos por el hecho de que lo emita HBO¡±.
Ruen intenta desmontar los argumentos de profetas digitales como Lessig, Doctorow, Masnick, Anderson, Kurzweil etc. Resulta sencillo, ya que casi todos han reculado o, caso de David Bowie, hicieron justo lo contrario de lo que predicaban. Destapa hipocres¨ªas, como el pacto soterrado de Pitchfork con empresas de mercadotecnia. Sugiere que el apag¨®n de 2012 en contra de la estadounidense Stop Online Piracy Act, supuestamente espont¨¢neo, fue financiado por empresas tecnol¨®gicas.
Con igual vigor, Ruen denuncia la insensata prolongaci¨®n del derecho de protecci¨®n de la propiedad intelectual: se recorta el ¡°dominio p¨²blico¡± cuando, en la pr¨¢ctica, todo est¨¢ al alcance de todos. Realmente, los disqueros no aprenden: ignoran la coartada cultural y siguen defendiendo los contratos despiadados que tan mala fama dieron a la industria musical. Como explicaba el escorpi¨®n a la rana: ¡°no puedo evitarlo, es mi naturaleza.¡±
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