Simulacro aventurero

Resignados a la imposibilidad de que en los tiempos que corren (casi) nadie se atreva a construir una pel¨ªcula de aventuras adulta, que plantee dilemas de mayores que sorprendan a los cr¨ªos, que no recurra a la acci¨®n como el arte de una eterna lucha de patadas ejercitada a golpe de bot¨®n, hay que conformarse con subproductos como Dioses de Egipto. Pero subproductos, simulacros de cart¨®n piedra, ahora en forma digital, ha habido toda la vida. E incluso las pel¨ªculas disparatadas pueden ser tan malas que, llegado un punto de locura y de falta de rigor, de espontaneidad y de efervescencia, se conviertan en ese placer culpable que para algunos fueron, por ejemplo, los peplums italianos de Vittorio Cottafavi. No es el caso.

La pel¨ªcula de Alex Proyas, otrora esperanza de la ciencia ficci¨®n comercial con toques de trascendencia en trabajos como Dark city (1998), se toma demasiado en serio a s¨ª misma: en el metraje, 127 minutos que caen como 127 mojones; en el presupuesto, unos 125 millones de euros; en la convicci¨®n de que los efectos digitales son el camino hacia la credibilidad y el espect¨¢culo cuando en determinados planos son tan falsos como una columna j¨®nica de cart¨®n. En ciertos aspectos, por la reuni¨®n de dioses y mortales, y por su estructura a base de continuas pruebas y encuentros con seres a medio camino entre lo animal y lo monstruoso, Dioses de Egipto puede recordar a una joya de la serie B: Jas¨®n y los argonautas (Don Chaffey, 1963), y no ser¨ªa extra?o incluso que la hubieran tomado como referente. Pero la comparaci¨®n, que suena a sacrilegio, es la demostraci¨®n de lo que separa la artesan¨ªa entusiasta de la aparatosa nader¨ªa.