Jos¨¦ Luis Perales y la pasi¨®n templada
El cantante y compositor canta sus cr¨®nicas sentimentales de la vida cotidiana en el Teatro Real
Ni alto ni bajo, ni gordo ni flaco, ni feo ni guapo. Espartanos pantal¨®n y camisa azul noche, como queri¨¦ndose confundir con el escenario. La ant¨ªtesis del ¨ªdolo de masas, de la estrella del pop, del amante latino. La viva estampa del tipo corriente, del espa?olito medio de hace tres d¨¦cadas, el hombre de la calle en persona. As¨ª, como no queriendo llamar la atenci¨®n m¨¢s de lo imprescindible, llen¨® anoche Jos¨¦ Luis Perales el Teatro Real de Madrid de un p¨²blico fidel¨ªsimo que aprecia en el alma sus sentid¨ªsimas cr¨®nicas del amor, el desamor, los celos, las soledades, las nostalgias y los anhelos de la vida cotidiana. Canciones grabadas en el hipot¨¢lamo de tres generaciones y media, aunque la media del respetable no bajara de los 55, tirando por lo bajo. No hubo terremotos ni tsunamis ni desmayos. Pero qui¨¦n m¨¢s, qui¨¦n menos, sali¨® del c¨¢lido recital a la t¨®rrida noche con el coraz¨®n templado por la tibia pasi¨®n del rapsoda de Cuenca.
A ver, exquisitos, que deje de leer estas l¨ªneas quien no haya escuchado y cantado alguna vez en su vida Un velero llamado libertad, Y c¨®mo es ¨¦l, el Creo en ti de Miguel Bos¨¦, el Marinero de luces de Isabel Pantoja, o el inmarcesible Por qu¨¦ te vas de Jeanette. Ya sea solo o en compa?¨ªa de otros. Sobrio o ayudado por la suficiente ingesta et¨ªlica. En el karaoke de las fiestas del curro, en las radiof¨®rmulas nost¨¢lgicas, o en las cintas de casete de sus padres en los interminables viajes al pueblo de los abuelos en verano. Pues bien, todos esos himnos de exaltaci¨®n de la vida, el amor y la amistad han salido de la pluma de Perales. El compositor en espa?ol m¨¢s versionado del mundo. Uno de los m¨¢s prol¨ªficos. De los m¨¢s solicitados por sus clientes. Y, en consecuencia, uno de los m¨¢s ricos. Pero tambi¨¦n uno de los menos ostentosos. En todos los sentidos.
¡°Ya s¨¦ que dicen por ah¨ª que este Perales es un poco triste¡±, admiti¨® el propio interesado desde el escenario, consciente de que probablemente no pasar¨¢ a la historia como la alegr¨ªa de ning¨²n huerto, aunque sea urbano. Sabedor, sospecho, de que sus letras transitan en el filo entre el genuino sentimiento y la cursiler¨ªa hipergluc¨¦mica. De que ese tajo es delgado y lleno de peligros para la verg¨¹enza propia y ajena. Y de que a veces sale airoso de la traves¨ªa (¡°Creo en ti / y tu esencia pasa a ser mi eternidad¡±) y otras (¡°Te quiero / y eres el centro de mi coraz¨®n / te quiero, como la lluvia al sol) desangr¨¢ndose a chorro. Aun as¨ª, insisto, el que no se sepa de pe a pa alguno de esos versos, aunque sea con el arrebol del placer culpable, que tire la primera piedra.
Admit¨¢moslo: todos hemos pecado alguna vez, hermanos. Ya sea con el himno de la liberaci¨®n de la mujer burlada: (¡°Y te has pintado la sonrisa de carm¨ªn / y te has colgado el bolso que te regal¨¦ / y aquel vestido que nunca estrenaste / lo estrenas hoy / y sales a la calle / buscando amor). Ya sea con el del marido astado: (Y qui¨¦n es ¨¦l / en qu¨¦ lugar se enamor¨® de ti). Ya sea el de la viuda anhelante del calor m¨¢s ¨ªntimo (¡°Marinero de luces de alma de fuego y [ejem* espalda morena¡±) de su marido muerto.
En la platea, ya se ha dicho, desatadas sesentonas con vista cansada -?guapo, guapo!, acosaban al artista- , maridos resignados acompa?ando a sus entusiastas santas y, que se viera, una duquesita ya no tan duquesita transportada por sus palmeros como la celebridad m¨¢s c¨¦lebre del evento. Ah¨ª va la Eugenia Montijo¡±, dec¨ªan, queriendo decir Mart¨ªnez de Irujo. Daba igual. Entre arist¨®cratas de sus respectivos oficios andaba el juego.
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