La estanter¨ªa de los prodigios
Por un momento pens¨¦ que si yo era el lector del fin de la Literatura y me largaba, el apocalipsis tendr¨ªa que esperar. Y el demonio tambi¨¦n
Lo m¨¢s extra?o es que siguieran llegando cartas. Los viejos clientes del t¨ªo escrib¨ªan con su caligraf¨ªa de otro tiempo, con sus m¨¢quinas gastadas, con sus circunloquios imposibles. Tan imposibles que la mayor¨ªa de las veces no pod¨ªa entender lo que ped¨ªan. Mencionaban t¨ªtulos de los que no hab¨ªa o¨ªdo hablar. El m¨¢s esforzado de todos era un tal ?scar Agust¨ªn Alejandro, que a pesar de tener tres nombres firmaba con un cuarto. Al principio le contestaba dando muchas explicaciones. Casi pidiendo disculpas por no conocer mi trabajo tan bien como deb¨ªa. No tengo noticia del ejemplar que me menciona. No hay referencias de ese t¨ªtulo en particular. Cansado de mis respuestas sin respuesta, en una de sus cartas dej¨® el dibujo de un mapa. Minucioso y casi infantil. O algunas cosas hab¨ªan cambiado mucho o hac¨ªa demasiado que aquel hombre no ven¨ªa desde el delta donde se hab¨ªa retirado, dec¨ªa que a crear. En su plano hab¨ªa menos estanter¨ªas, aunque a ¨¦l solo le importaba una en el ¨²ltimo rinc¨®n. Sosten¨ªa que en los confines de mi trastienda esperaban los libros que no hab¨ªan llegado a existir.
Si algo as¨ª era posible, ?scar Agust¨ªn Alejandro, tambi¨¦n conocido como OAA, ten¨ªa que referirse a aquella estanter¨ªa que quedaba retranqueada antes de llegar a la puerta del almac¨¦n. En una esquina que una bombilla siempre parpadeante apenas alcanzaba a iluminar. En ese recodo rec¨®ndito del mundo, la librer¨ªa respiraba como un animal mitol¨®gico. Y yo temblaba dentro como un maldito Jon¨¢s. El mapa del tesoro me hab¨ªa llevado hasta el lugar por el que hab¨ªa pasado tantas veces sin fijarme. Las letras de los lomos, desva¨ªdas. Un poco m¨¢s de polvo de lo normal. La bombilla como el gato de Schr?dinger, que ni se fund¨ªa ni terminaba de alumbrar. El escrupuloso orden alfab¨¦tico. Uno tras otro, me esperaban t¨ªtulos que no hab¨ªa visto jam¨¢s.
Encontr¨¦ una novela amorosa de Charles Dickens y una obrita de teatro de Jean Austen. Un guion cinematogr¨¢fico de Zelda y Scott. El verdadero tratado de apicultura de Sherlock Holmes. Una colecci¨®n de relatos er¨®ticos de Lewis Carroll firmada con su nombre real. Un poemario de Keynes. El libreto que Da Ponte nunca lleg¨® a terminar sobre c¨®mo Cherubino se convierte en Don Giovanni. El ensayo sobre la risa de Arist¨®teles por el que el padre Jorge mat¨®. La poes¨ªa completa de David John Moore Cornwell.
Y una serie de t¨ªtulos que resultaban inquietantes porque era imposible determinar si pertenec¨ªan a la ficci¨®n o a la realidad. Vi una biograf¨ªa de un presidente de Estados Unidos apellidado Bieber. Un atlas de los Desiertos del Norte, en el que se explicaba que todo el hemisferio hab¨ªa sido arrasado por algo llamado La Plaga de la Conectividad. Un cat¨¢logo de las novelas prohibidas por la Liga de la Correcci¨®n Textual. La historia ilustrada del ¨²ltimo cine que funcion¨® en el pa¨ªs. Dos tomos sobre las nuevas relaciones sin relaci¨®n.
Me atormentaba no poder distinguir si eran textos que hab¨ªan quedado en estado larvario en alguna imaginaci¨®n o eran historias verdaderas que estaban por escribirse. Hasta que en el ¨²ltimo estante, en la esquina m¨¢s oculta, en la base misma de la librer¨ªa le¨ª el t¨ªtulo que m¨¢s impresion¨®: el fin de la Literatura explicado en el ¨²ltimo libro que se escribi¨®, RB. Descansaba amenazante, agazapado en aquel ¨¢ngulo sombr¨ªo donde hasta la luz de la linterna se quer¨ªa morir. Parec¨ªa la piedra fundamental sobre la que se hab¨ªa construido lo dem¨¢s. Tem¨ª retirarlo con la absurda creencia de que si sacaba aquella pieza se derrumbar¨ªa el mundo. Se caer¨ªan sobre mi cabeza todos y cada uno de los libros, de los estantes, de los mitos y las ara?as. Y tan solo me atrev¨ª a pasar la mano por el lomo como un aprendiz de nigromante que acariciara por primera vez una bola de cristal.
Pero fui cobarde. Prefer¨ª no saber. Porque cre¨ª que ignorando podr¨ªa evitar. Evitar que se acabara la Literatura. Como si eso fuera posible. O como si no supiera que la ¨²nica forma de conjurar el destino es conocerlo. Conocer la historia para no repetirla. La que hab¨ªa pasado y la que estaba por pasar.
Y cuando mis dedos empezaron a coquetear con la idea de sacar el libro, son¨® la campanilla de la puerta. Me levant¨¦ como si el diablo me hubiera pillado curioseando en su diario. Porque cuando Sat¨¢n te sorprende pecando es mejor disimular. Lo pens¨¦ como excusa para dejar aquel libro donde estaba: en la base del mundo. Por un momento pens¨¦ que si yo era el lector del fin de la Literatura y me largaba, el apocalipsis tendr¨ªa que esperar. Y el demonio tambi¨¦n. Al menos, por hoy.
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