El libro que no escrib¨ª
Las librer¨ªas no son solo libros. Son gente. Centenares de voces que esperan en los estantes. Y cuando sacas uno y lo abres est¨¢s mirando a alguien
Todo lo que puede suceder en el mundo est¨¢ en esta librer¨ªa. Y lo que no puede suceder, tambi¨¦n. Mi t¨ªo parece hablarme desde un lugar lejano. Como si su voz se hubiera quedado pegada en aquellos estantes que tan bien conoc¨ªa. Es mi cerebro, claro. Que quiere calmarse. Que le busca para tranquilizarse. O quiz¨¢ le busca para echarle en cara que no me contara los secretos que guardaban los pasillos de su laberinto. ?Qu¨¦ quieres? Lo preguntar¨ªa con su tono de medio gallego. Se habr¨ªa re¨ªdo despu¨¦s.
Quiz¨¢ fue por coquetear con los recuerdos pero con mi rid¨ªcula linterna a cuestas, intentando salir del vientre de la ballena de papel, evitando el golpe en el pie que nos espera paciente en una esquina, se me vino a la cabeza un libro de la infancia. Jugadas po¨¦ticas de ajedrez para infantes expatriados de Vlad¨ªmir Nabokov. Habr¨ªa sido la lectura favorita de un Luzhin por crecer. Era uno de esos tomazos que invitan a colarte en sus p¨¢ginas: formato gigante para un cr¨ªo de seis a?os, ilustraciones abigarradas y aquellas explicaciones sobre los peones y los caballos y las defensas que te hac¨ªan parecer un genio rusito cuando tu madre sacaba el tablero y nadie necesitaba contarte c¨®mo enrocar.
Ahora me daba cuenta de que jam¨¢s hab¨ªa vuelto a verlo. Nunca en otra edici¨®n. Nunca en otra librer¨ªa. Aquella rareza solo estaba entre los ejemplares de mi t¨ªo. Pod¨ªa apostar algo a que me esperaba en la estanter¨ªa de donde ahora hu¨ªa para atender la llamada de la puerta. Donde estaban los libros que nunca se publicaron. Y estuve a punto de volver a buscarlo. Habr¨ªa hecho bien. Me habr¨ªa ahorrado una sorpresa m¨¢s.
Me llam¨® la atenci¨®n el pelo tan blanco del cliente que acababa de llamar. Era lo ¨²nico que mis ojos pudieron distinguir al salir del pasadizo de estantes. Un penacho rebelde como hecho de un fulgor a contraluz. Luego identifiqu¨¦ las gafas negras. La sonrisa de turista feliz con una buena American Express. La voz cavernosa y divertida. Aquel abuelo risue?o y gesticulante hablaba en ingl¨¦s.
-Vengo a por el libro que no escrib¨ª.
Lo peor es que no me pareci¨® raro lo que dec¨ªa. Era m¨¢s inquietante que aquel se?or de manitas regordetas y cadencia algo asfixiada me recordara tanto a Ray Badbury. Tanto como para no plantearme si era ¨¦l. Porque era ¨¦l. Aunque hab¨ªa muerto en 2012. Y entonces lo cuadr¨¦. El fin de la Literatura explicado en el ¨²ltimo libro que se escribi¨®, RB. Me pareci¨® todo de una l¨®gica irrefutable. Como si fuera lo m¨¢s normal que un autor muerto entrara a las doce del mediod¨ªa a pedir un libro que jam¨¢s se hab¨ªa publicado. Como si no le extra?ara a nadie que estuviera en mi estanter¨ªa del fondo. Como si a m¨ª me pareciera tan normal que Bradbury (repito, Brad-bu-ry) supiera que el libro estaba all¨ª.
-Me lo cont¨® tu t¨ªo cuando me llev¨¦ el otro. Aquella fabulita criptomedieval de mis veinte a?os. Pones cara de sorpresa. Veo que el viejo no te ense?¨® los secretos de este lugar. Seguro que tampoco te cont¨® lo del almac¨¦n. Ver¨¢s, las librer¨ªas no son solo libros. Son gente. Centenares de voces que esperan en los estantes. Y cuando sacas uno y lo abres est¨¢s mirando a alguien. Al autor. Y en cierta manera te conviertes en ¨¦l. Y en cierta manera tambi¨¦n te descubres a ti mismo. As¨ª que ve y busca mi novela, que me quiero convertir en m¨ª cuando ten¨ªa veinte a?os. Quiero sentir ese p¨¢lpito de la vida, esa furia arrebatada sobre la m¨¢quina. Quiero volver a ser por un momento aquel joven que empezaba a escribir.
Me emocion¨® lo que dec¨ªa. Porque le entend¨ª. Y me sent¨ª agradecido porque me hubiera permitido mirar dentro de la cabeza de d¨®nde hab¨ªan salido Cr¨®nicas marcianas o Fahrenheit. No dej¨¦ que me pagara. Tampoco habr¨ªa sabido qu¨¦ cobrar. El libro era m¨¢s suyo que m¨ªo. Le pareci¨® bien, pero cuando se desped¨ªa me pidi¨® que vendiera mucho. Como si fueras un soldado del ej¨¦rcito de la palabra, dijo. Solo as¨ª podr¨¢s evitar aquello que escrib¨ª. Ya sabes, que no hace falta quemar libros para destruir la cultura. Basta con que nadie los lea. Que los lean es tu misi¨®n.
Cuando se fue, volv¨ª a la estanter¨ªa de los prodigios buscando el manual de ajedrez de Nabokov. Pero no estaba. Me pregunt¨¦ si tambi¨¦n habr¨ªa pasado por all¨ª reclamando su obra el viejo Vlad¨ªmir.
Babelia
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