A m¨ª, de adolescente, me prohibieron las novelas
Juan Jos¨¦ Mill¨¢s firma esta serie, que se basa en los beneficios innumerables de la lectura y resulta un muy gozoso grito de viva a la literatura
A veces me llaman profesores de ense?anza media para que acuda a sus centros de trabajo e intente convencer a sus alumnos de que lean.
-?De que lean qu¨¦? -pregunto.
-Cualquier cosa -dicen-. Novelas, por ejemplo.
A m¨ª, de adolescente, me prohibieron las novelas. Las le¨ªa debajo de las s¨¢banas, sujetando con los dientes la linterna con la que mi padre nos miraba la garganta cuando ten¨ªamos anginas. Mi padre no era m¨¦dico: nos ve¨ªa la garganta por vicio. Tampoco yo era un lector profesional. Me asomaba a la boca de los libros por una inclinaci¨®n morbosa. Jam¨¢s pens¨¦ que esa actividad formara parte de mi educaci¨®n, aunque m¨¢s tarde comprender¨ªa que se empieza a leer por las mismas razones por las que se empieza a escribir: para comprender el mundo.
Iremos por partes, pero perm¨ªtanme de entrada la afirmaci¨®n de que el lector, como el escritor, nace del conflicto. Sin conflicto no hay escritura ni lectura. Leemos y escribimos porque algo no funciona entre el mundo y nosotros. El conflicto no desaparece al leer o al escribir, pero se aten¨²a de manera notable. Dec¨ªa Blanchot que la p¨¢gina del libro (del libro literario, quiero decir, de la novela, del poema, del buen ensayo) tiene dos caras; en una se mira el escritor y en la otra el lector, aunque los dos buscan lo mismo: un espejo que les devuelva de s¨ª y de la realidad una imagen menos fragmentada que aquella que sufren a diario. Tanto el uno como el otro, tanto el escritor como el lector, son bichos raros, personas dif¨ªciles que sufren desacuerdos graves con lo que les rodea. Y esos dos bichos raros se encuentran ah¨ª, en el libro, que es tambi¨¦n un lugar oscuro, un callej¨®n, dir¨ªamos, all¨ª es donde se encuentran.
El libro ha tenido siempre algo de callej¨®n frecuentado por personas huidizas con tendencia, como dec¨ªamos, a la clandestinidad. Por eso, uno de los factores que m¨¢s da?o ha hecho a la lectura es el consenso respecto a sus virtudes. Cuando yo era peque?o, cuando yo era joven, la lectura no estaba muy bien vista. Los ni?os y los adolescentes lectores d¨¢bamos un poco de miedo a nuestros padres, a nuestros profesores. Ese miedo de los otros nos confirmaba que est¨¢bamos en el buen camino. Por haber, hab¨ªa incluso una lista, una bendita lista de libros prohibidos por el Vaticano, que eran, l¨®gicamente, los que con m¨¢s ansia busc¨¢bamos. Hoy, en cambio, todo el mundo asegura que leer es bueno. Lo dicen los padres, lo predican los profesores y lo corroborar¨ªa, si tuvi¨¦ramos la oportunidad de preguntarle, el ministro del Interior. Con franqueza, si yo fuera adolescente, ni me acercar¨ªa a una actividad ensalzada por mis padres, por mis profesores y por el ministro del Interior. Me entregar¨ªa a los videojuegos, que producen a¨²n mucha inquietud en las personas de orden.
Pero dec¨ªa que me llaman a veces de los institutos de ense?anza media y yo acudo, no siempre con el mismo ¨¢nimo, para explicar a los j¨®venes que la lectura es ya una de las pocas actividades transgresoras en una sociedad en la que pr¨¢cticamente todo est¨¢ permitido. O, peor a¨²n, en una sociedad que es muy permisiva con lo que se deber¨ªa prohibir y muy prohibitiva con lo que deber¨ªa permitir. Les explico que los lunes por la ma?ana, cuando salgo a pasear por el parque cercano a mi domicilio, veo indefectiblemente rotos los cristales de una o dos marquesinas de autob¨²s y tres o cuatro papeleras arrancadas de sus soportes. Son destrozos llevados a cabo durante el fin de semana por j¨®venes que no son capaces de expresar su malestar de otro modo. Odian el sistema y apedrean por tanto los s¨ªmbolos externos de ese sistema practicando un modo de delincuencia atenuada que les compensa moment¨¢neamente del dolor de vivir en un mundo sin salida, sin horizonte moral o laboral, en un mundo loco.
Intento explicarles que lo que ellos toman como un acto de rebeli¨®n fortalece al sistema hasta extremos que no podr¨ªan ni imaginar. La sociedad, les explico, puede prescindir de otras personas, pero no de los delincuentes. "El delincuente -dec¨ªa Octavio Paz en un ensayo de juventud -confirma la ley en el momento mismo de transgredirla". Les explico que cuando beben cuatro cervezas y arrancan de ra¨ªz ese sem¨¢foro con el que yo tropiezo el lunes por la ma?ana, est¨¢n haciendo gratis algo por lo que les deber¨ªan pagar. Estoy convencido, les digo, de que si un d¨ªa, de la noche a la ma?ana, desaparecieran los delincuentes, el Ministerio del Interior no tardar¨ªa ni 48 horas en convocar oposiciones para cubrir urgentemente todas esas vacantes.
El joven, pues, que el s¨¢bado por la noche se emborracha y que al amanecer, antes de regresar a casa, llena de silicona la ranura de un cajero autom¨¢tico para no irse a dormir sin haber contribuido a la liquidaci¨®n del sistema, no sabe hasta qu¨¦ punto est¨¢ contribuyendo a reproducir lo que detesta. Ese chico no es peligroso; en realidad, es un funcionario que trabaja gratis para el sistema. Destroza el mobiliario urbano con el mismo gesto de rutina con el que el funcionario de Hacienda nos dice que volvamos ma?ana.
Cuando digo esto en institutos dif¨ªciles, aunque tambi¨¦n en los de clase media, los chicos se quedan l¨®gicamente sorprendidos. Les explico a continuaci¨®n, porque as¨ª lo creo, que el joven verdaderamente peligroso es aquel que un viernes o un s¨¢bado por la noche se queda en casa leyendo Madame Bovary. Por lo general, no saben qui¨¦n es madame Bovary, pero he comprobado les suena bien, por lo que no suelo cambiar de t¨ªtulo.
Ese individuo que se queda a leer Madame Bovary, les aseguro, es una bomba. ?Por qu¨¦?, noto que me preguntan con la mirada. Porque la realidad, les explico, est¨¢ hecha de palabras, de modo que quien domina las palabras domina la realidad. Ellos dudan, claro, porque miran a su alrededor y no acaban de ver la relaci¨®n entre la realidad y las palabras. Entonces les recuerdo el cuento aquel de Andersen, El rey desnudo, o El traje nuevo del emperador, seg¨²n la traducci¨®n. Todos ustedes lo conocen. No me digan que no les resulta sorprendente el ¨¦xito de ese relato si consideramos que se narra en ¨¦l la historia de un pueblo que ve vestido a un se?or que va desnudo. Parece una historia inviable por inveros¨ªmil, pero lleva a?os cautivando a ni?os y a mayores de todas las nacionalidades. ?Por qu¨¦?, me pregunto en voz alta delante de los alumnos a los que intento convencer de las bondades de la lectura. Pues porque lo que ocurre en ese cuento, respondo tras unos segundos de tensi¨®n teatral, es lo que nos ocurre cada d¨ªa desde la noche a la ma?ana a todos y cada uno de nosotros: que salimos a la calle y vemos lo que nos dicen que veamos. Si la orden de ese d¨ªa es ver al Rey vestido, lo veremos vestido, aunque vaya en pelotas. En otras palabras, vemos lo que esperamos ver. Y esto es as¨ª de simple y as¨ª de espectacular. Las palabras son generadoras de realidad. Y la ausencia de palabras tambi¨¦n. Por eso invito siempre a los alumnos a preguntarse hasta qu¨¦ punto es real la realidad.
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