¡°Para hacerme ver leyendo¡±
Ricardo Piglia era un motor intelectual, un hombre sabio que adem¨¢s era educado
Ricardo Piglia se sentaba como si fuera a enredarse en sus pies chiquitos; y cuando ya estaba aposentado como es debido, como ¨¦l cre¨ªa estar m¨¢s c¨®modo, comenzaba a hablar, de Borges, de Musil, de Lugones o de Macedonio Fern¨¢ndez, de Kafka o de Pitol, sin una nota delante, sin otro instrumento que el de su palabra, como si estuviera leyendo (como Borges hac¨ªa) desde una sabidur¨ªa infinita hacia un espejo lleno de memoria que ¨¦l ordenaba a la vez que hablaba. Era un motor intelectual, un hombre sabio que adem¨¢s era educado, como alguien de Oxford o de Princeton, alguien aprendiendo aprendido.
Esa vez era cerca de Veracruz, en M¨¦xico, en un festival Hay, al aire libre; en aquel mundo abarrotado de j¨®venes que com¨ªan y hablaban como si el que se iba a subir al estrado fuera un cantante de rock, no hab¨ªa ni reverencia ni silencio. En ese inc¨®modo ensamblaje de expectaci¨®n aburrida empez¨® a hablar Ricardo Piglia de los mundos de Borges, por ejemplo, ensamblados con los mundos de Kafka, y de manera s¨²bita se fue ordenando aquella muchedumbre y ya parec¨ªa que hab¨ªa un hombre solo, una voz sola, una sola acentuaci¨®n: la de la sabidur¨ªa. Pod¨ªa pensarse, en efecto, que como le pasaba a Borges, al fin y al cabo uno de los principales padres de sus batallas, ten¨ªa ante s¨ª un min¨²sculo y poderoso espejo lleno de palabras que se iban ajustando a los periodos de su respiraci¨®n. Y delante s¨®lo hab¨ªa silencio, admiraci¨®n y silencio.
No era eso tan solo, era la inteligencia.
Despu¨¦s de ese encuentro cerca de Veracruz parecer¨ªa un milagro que eso ocurriera otra vez, que tanta perfecci¨®n, en el habla y en lo que hay dentro del habla, tuviera repetici¨®n. Y fue en Madrid, algunos a?os despu¨¦s, cuando estaba, de nuevo, ante un auditorio, en el C¨ªrculo de Bellas Artes, contando c¨®mo pintaba, mentalmente, sus diarios; era con ocasi¨®n de la exposici¨®n que hizo con su paisano, y amigo, Eduardo Stup¨ªa. Los diarios fueron el alimento de su escritura durante a?os, y en esa exposici¨®n se alternaba esa escritura personal, llena, la inteligencia de un hombre habitado por el fantasma de la cultura, con la pintura cl¨¢sica, casi ateniense, del pintor Stup¨ªa. Ya entonces, 2014, ten¨ªa Piglia los s¨ªntomas del mal que sigui¨®, y sigui¨® tan cruelmente, marcando su paso hacia la par¨¢lisis, que desafi¨® con una energ¨ªa emocionante. Alg¨²n tiempo antes, en Buenos Aires, en la casa del galerista Jorge Mara, los mismos Stup¨ªa y Piglia, el propio Mara, amigo de todos, el periodista Ricardo Kirschbaum¡, Piglia tom¨® cualquier asunto, una bagatela, y lo convirti¨® de pronto en el origen del mundo, de la pintura, de la literatura; relacion¨® todo con todo y al final parec¨ªa que hab¨ªa hecho, delante de todos nosotros, un libro, una conferencia, un recorrido mundial, como el Aleph, hasta por lo incomprensible que sirvi¨® n¨ªtido a los comensales.
Desde Jorge Luis Borges nunca hab¨ªa visto a alguien tan inteligente y tan menos ufano de lo que sab¨ªa; aquel d¨ªa de Madrid le ped¨ª que me dijera en una entrevista cu¨¢l era su primera imagen en la vida, aquella postal que viv¨ªa con ¨¦l. Quer¨ªa que explicara, en realidad, el origen de la potencia de su ansia de saber, que luego se plasm¨® en libros maravillosos a los que hay que regresar para entender por qu¨¦ lleg¨® a ser, y es, faro de todas nuestras letras, las inteligibles y las que no lo son.
En ese momento le estaba escociendo en el alma y en el cuerpo la enfermedad cruel que quiso inutilizarlo, pero que no lo logr¨®, porque ¨¦l impuso su inteligencia y su memoria al chasquido del mal. Su mano se resist¨ªa a alcanzar del todo las cosas que ten¨ªa cerca, y a su cara sub¨ªa de vez en cuando un sudor mon¨®tono, como si una mosca sin nombre pero con aliento posesivo lo estuviera rodeando sin darse a conocer.
Era tan inteligente como educado, pues ambas cosas no siempre se juntan. En su caso era as¨ª. Y habl¨® y habl¨®, parec¨ªa, otra vez, Piglia escribiendo, como hac¨ªa Borges, como tambi¨¦n hac¨ªa Paz. Ah¨ª desvel¨® su secreto: le¨ªa antes de leer, y siempre se ve¨ªa leyendo. Esta fue su primera postal, dec¨ªa. Estaba sentado cerca de la estaci¨®n, viendo llegar a la gente en los trenes, y ¨¦l estaba con un libro, haciendo que le¨ªa, ¡°para hacerme ver leyendo¡±. De pronto el ni?o a¨²n analfabeto ve a alguien desde arriba que le advierte: ¡°El libro est¨¢ al rev¨¦s¡±. De broma, me dijo cuando me cont¨® eso: ¡°?Pod¨ªa haber sido Borges aquel hombre!... Porque, ?a qui¨¦n otro se le puede ocurrir tener esa precisi¨®n pedag¨®gica? Ja ja ja¡±.
Siempre se ve¨ªa, desde esa edad, ¡°con un libro, regalado o comprado¡±. Y lo primero que ley¨®, hasta eso lo recordaba Piglia, fue la puerta de su casa. ¡°Era la casa de mis abuelos; ten¨ªa su nombre y ese nombre fue lo primero que aprend¨ª a leer¡±. La enfermedad lo paraliz¨® del todo, pero sus ojos y su inteligencia siguieron viviendo. Hasta el final. El lector Piglia, el escritor Piglia. El invencible lector. Nunca dijo por carta que sufr¨ªa. Leer lo mantuvo vivo, la rabia de lector lo hizo invencible.
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