Catalu?a-Espa?a: la conversaci¨®n interminable
La promiscuidad cultural de los escritores nos ha salvado de los prejuicios de los nacionalismos. Autores como Pere Gimferrer o Terenci Moix han sido un puente entre catal¨¢n y castellano
Las literaturas no tienen deber alguno de respetarse y mucho menos de quererse o admirarse mutuamente. Los escritores tampoco tienen deber alguno, por supuesto, de respetar o querer a esta o aquella literatura, sea suya o ajena. Un escritor bonaerense puede obsesionarse con la literatura anglosajona y no leer m¨¢s que esa literatura con ol¨ªmpico desprecio de la suya propia, mientras un ruso totalmente ruso puede no ser capaz de salir de la fascinaci¨®n de la literatura francesa y aprenderla hasta la saturaci¨®n. El efecto literario es hiperproductivo si ese lector argentino se parece a Jorge Luis Borges o a Julio Cort¨¢zar o si ese lector ruso se parece a Toslt¨®i y a Turgu¨¦niev. Habr¨¢ sido tan fecundo menospreciar la propia literatura como hacer lo contrario.
La ley del amor a la lengua y la literatura propia no es mandato ni democr¨¢tico ni divino ni existe fuera de la contingencia individual. El lector nacido en Espa?a que obvia ol¨ªmpicamente la literatura espa?ola en catal¨¢n y en castellano podr¨ªa llamarse tambi¨¦n Javier Mar¨ªas y fabricar su biblioteca de escritor con todas las lenguas imaginables menos las que tiene m¨¢s cerca. Pero pod¨ªa ser tambi¨¦n un lector como Javier Cercas, criado en Catalu?a y obstinadamente concentrado en entender a la vez a Cervantes, a Borges, a Gabriel Ferrater, a Flaubert, a Barthelme y a Bioy Casares, a la vez que traduce a Valent¨ª Puig y su dietario Bosc endins, o los Ochenta y seis cuentos, de Quim Monz¨®. O incluso un lector nacido en Catalu?a como Pere Gimferrer puede ser el m¨¢s apabullante lector de la tradici¨®n moderna en las lenguas mayores, y sobre todo ingl¨¦s y franc¨¦s, para hacerse escritor, incluidas en su caso las lenguas catalana y castellana, sin raz¨®n de amor o de patriotismo sino por razones est¨¦ticas de calidad literaria.
No hay juicio condenatorio posible para toda versi¨®n potencial de un escritor porque la pasi¨®n de leer y escribir ni es nacional ni es nacionalista. Carece de leyes de obligado cumplimiento: no hay c¨®digo civil, no hay jurisprudencia, no hay penalizaci¨®n por formarse como catal¨¢n leyendo a prosistas ilustrados del XVIII franc¨¦s o por concentrarse como lector espa?ol exclusivamente en el g¨¦nero negro n¨®rdico. El nacionalismo no pinta nada en la literatura como oficio y vocaci¨®n aunque pinte mucho en la construcci¨®n de un ideal can¨®nico de historia literaria nacional. Es una herencia vigente del romanticismo y aun imperturbable. Con el final de la Ilustraci¨®n se acab¨® el ideal de una formaci¨®n universalista donde tan tuyo pod¨ªa ser Catulo y sus vergas descomunales como Horacio y sus sermones civiles, tan cerca pod¨ªa sentirse el lector de Shakespeare como de Montaigne, tan apasionado pod¨ªa ser de Cervantes un lector nacido en Cervera como apasionado de Tirant lo Blanch un escritor cetrino y hablador nacido en Per¨², como Mario Vargas Llosa. A nadie se le pasaba ni se le pasa por la cabeza poner frontera alguna basada en el sentimiento de pertenencia radical, racial o gen¨¦tica como instrumento de medici¨®n de calidad.
Los mejores escritores siguen siendo as¨ª, por supuesto. Nazcan donde nazcan leen lo que quieren, sin sentirse presionados por el lugar de pertenencia ni por un deber de patria y entra?amiento, aunque su escolarizaci¨®n los habr¨¢ impregnado preceptivamente desde el siglo XIX y la construcci¨®n fuerte del Estado, en los m¨¢s altos valores de la lengua del Estado, que es quien impone los planes de estudio para formar ciudadanos patriotas. En realidad, las man¨ªas desobedientes de los grandes escritores nos han salvado a todos de los prejuicios excluyentes de los nacionalismos y la impureza de las lenguas como instrumentos del poder. Ellos y sus est¨²pidos prejuicios desinformados o sus obstinadas criminalizaciones caprichosas entran en el cap¨ªtulo de la morfolog¨ªa inagotable de la que nacen los grandes escritores, y es su mejor virtud transgresora y oxigenante. Nada nunca se sujeta a ley alguna: unos cambian de lengua a la primera de cambio, por inter¨¦s o por c¨¢lculo o porque s¨ª, y se hacen como Joseph Conrad o como Jorge Sempr¨²n; otros jam¨¢s cambiar¨¢n de lengua aunque a la suya le caiga encima el diluvio universal.
Javier Cercas se obstinaba en entender a Gabriel Ferrater y a Bioy Casares mientras traduc¨ªa a Quim Monz¨®
A las lenguas minoritarias o con comunidades peque?as de hablantes las cosas se les complican m¨¢s, y el catal¨¢n es entre ellas una lengua aut¨¦nticamente afortunada. Ha sido en la era moderna, con un largo lapso de m¨¢s de dos siglos, una literatura potente y homologable a cualquiera de su entorno europeo, a pesar de ser su escasez de hablantes, a pesar de hablarse en pa¨ªs tan peque?o. La primera constataci¨®n deber¨ªa ser la plenitud literaria del catal¨¢n en la ¨¦poca medieval y hasta el siglo XVI, pero, sobre todo, la inaudita resurrecci¨®n en cantidad y calidad que ha vivido desde finales del siglo XIX y hasta la inmediata actualidad. Es una haza?a poco menos que ¨²nica en t¨¦rminos comparativos con el Occidente europeo. Est¨¢ por explicar todav¨ªa en su singularidad como fen¨®meno estrictamente literario, sobre todo si nos resistimos a creer en atavismos operativos como un presunto volgeist catal¨¢n que hubiese vencido, contra viento y marea, a las fuerzas devastadoras de la historia y la opresi¨®n impura de otras lenguas.
Es posible que la explicaci¨®n tenga algo que ver con la proximidad y el constante mestizaje cultural y literario con otra lengua de una potencia cuantitativa y cualitativa tan probada y sostenida como el espa?ol. Esa literatura, no s¨®lo espa?ola sino en espa?ol, ha funcionado como acicate y vivificadora de la literatura catalana, no por ser vecina sino por ser rica, exploradora y estimulante, por ser tambi¨¦n canal de otras literaturas en traducciones mejores o peores, pero en todo caso puente usual de acceso a la literatura universal. Por eso algunos vemos el cong¨¦nito biling¨¹ismo cultural de Catalu?a como un capital intelectual formidable y, hasta hoy, extremadamente rentable.
La existencia misma de una literatura como la latinoamericana al menos desde el siglo XX, abiertamente superior a la espa?ola, ha sido otro regalo no s¨®lo para el lector espa?ol, sino para el lector catal¨¢n. Ambos han vivido el privilegio de enfrascarse como lectores y sociedades en los mundos de Rub¨¦n Dar¨ªo y Pablo Neruda ¡ªsin los cuales no existir¨ªa la mitad de la poes¨ªa espa?ola y catalana del siglo XX¡ª, y lo mismo vale para una narrativa que pod¨ªa entrar en casa sin pagar peaje alguno desde los a?os sesenta, firmada por extraordinarios escritores dispuestos a cambiarlo, empezando por Borges y acabando por Gabriel Garc¨ªa M¨¢rquez. Incluso si uno quer¨ªa pod¨ªa, como se puede todav¨ªa, leer Cien a?os de soledad en catal¨¢n, si ese era su capricho.
La existencia misma de la literatura latinoamericana ha sido un regalo para el lector catal¨¢n
Josep Pla hubiese matado por ser un escritor menor franc¨¦s pero se conform¨® con ser el mejor escritor catal¨¢n del siglo XX, mientras Joan Fuster se hubiese amputado cervantinamente la mano izquierda por tener la alta ocasi¨®n de rechazar la invitaci¨®n de la Academia francesa a integrarse en su seno. A cambio, fue uno de los grandes ensayistas catalanes de todos los tiempos y de los m¨¢s le¨ªdos en el resto de Espa?a gracias a una mir¨ªada de buenos lectores ajenos a su lengua, desde Antonio Mart¨ªnez Sarri¨®n hasta Andr¨¦s Trapiello. Los escritores de calidad no han sido nunca seguidores sumisos de las consignas de Estado y menos a¨²n de la instrumentalizaci¨®n indecente de las lenguas en detrimento de su literatura. En Catalu?a tampoco, por supuesto: que la met¨®dica devastaci¨®n del franquismo usase el espa?ol para perseguir al catal¨¢n no inculpa al espa?ol sino al franquismo. A mediados de los a?os sesenta se consolidaba la en¨¦sima resurrecci¨®n de la literatura en catal¨¢n con el apoyo de nuevos editores activamente biling¨¹es (como Josep M. Castellet y Edicions 62 / Pen¨ªnsula) y a la vez empezaba el trasvase de autores desde su castellano aprendido en la escuela hacia la pr¨¢ctica del catal¨¢n. Lo hicieron antes o despu¨¦s Terenci Moix, Pere Gimferrer y Joan Margarit. Ninguno de los tres tuvo nunca la menor aprensi¨®n al¨¦rgica contra Rub¨¦n Dar¨ªo, Pablo Neruda o Vargas Llosa porque las lenguas carecen de culpas pol¨ªticas e ideol¨®gicas.
Por eso mismo los tres, junto a much¨ªsimos otros, fueron y siguen siendo emblemas comunes de la inteligencia literaria y la honestidad moral. Ni las lenguas ni las ficciones ni los poemas cargan con las culpas que los nacionalismos, con Estado y sin Estado, quieren echarles encima. Ninguno de ellos ha pasado por el aro de creer que el catal¨¢n o el espa?ol llevan dentro un virus destructivo o redentor, una semilla aniquiladora o liberadora. Por eso Terenci no dej¨® nunca de escribir en castellano, haci¨¦ndolo tambi¨¦n en catal¨¢n; por eso Gimferrer no ha renunciado nunca al magisterio cruzado de J.?V. Foix y Octavio Paz, mientras sus poemas los ha traducido Justo Navarro; por eso Joan Margarit sigue teniendo sus cuadernos privado con los mejores poemas de Juan Ram¨®n Jim¨¦nez o de Gabriel Ferrater, y suele compartir sus horas y sus recitales con un granadino que lee catal¨¢n, tambi¨¦n, Luis Garc¨ªa Montero.
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