Las diabluras del l¨¢piz
Elogio de la lectura
No concibo la lectura si no tengo un l¨¢piz a la mano. Esta man¨ªa me produjo durante largo tiempo mala conciencia. De acuerdo, me dije entonces en tono conciliador, puedes utilizar el l¨¢piz para subrayar algunas ideas y, desde luego, las conclusiones de un libro de ensayo, de un tratado, de un estudio. Utilizarlo, sin embargo, a la hora de leer unos poemas o una novela, de eso ni hablar. Hasta ah¨ª podr¨ªamos llegar.
As¨ª que, durante mis a?os mozos, tuve perfectamente divididas las lecturas. En aquellos libros que iban a ense?arme algo me permit¨ª utilizar el l¨¢piz. Tuve, en cambio, radicalmente prohibido servirme de ¨¦l si me sumerg¨ªa en lecturas destinadas simplemente a deleitarme.
Un d¨ªa la cabra se fue al monte. Quiero decir que, frente a toda prudencia, superando todo decoro, ebrio de audacia y absolutamente desentendido de la menor correcci¨®n, cog¨ª el l¨¢piz fuera cual fuera la lectura, decidido con el mayor de los corajes a intervenir.
Desplegu¨¦ la infanter¨ªa, coloqu¨¦ sobre una colina a los artilleros, dispuse a la aviaci¨®n para que acudiera presta en cuanto iniciara las primeras maniobras, incluso exig¨ª la movilizaci¨®n de la armada, nunca iba a estar de m¨¢s su apoyo en momentos oportunos. Y me lanc¨¦. Los libros se convirtieron de pronto en campos de batalla, y tuve que cuidar todos mis flancos. Iba decidido a ganar. El l¨¢piz se convirti¨® en una pieza esencial. Fui marcando el territorio, se?al¨¦ los puntos fr¨¢giles del enemigo, localic¨¦ sus defensas, subray¨¦ las claves de su estrategia en cuanto las hube descubierto, apunt¨¦ sus t¨¢cticas. Lleg¨® un punto en que la lectura se convirti¨® en un combate cuerpo a cuerpo. No iba a permitirme nunca una derrota, me tom¨¦ antes de empezar un caf¨¦, los sentidos despiertos al m¨¢ximo, al menor ruido se me erizaban los vellos de los brazos, lanc¨¦ mis tanques al ataque. El l¨¢piz fue, en todo momento, un utensilio esencial. ?Ojo!, apunt¨¦ aqu¨ª y all¨ª; ?atenci¨®n!, escrib¨ª en un margen. Por aqu¨ª no, ?esto importa!, as¨ª, toma ya.
Otras veces, en cambio, antes de coger esta o aquella novela, una colecci¨®n de versos, un estudio de gram¨¢tica, qui¨¦n sabe, una obra filos¨®fica, prefer¨ª acicalarme. C¨®mo iba a presentarme con estas gre?as. Me mir¨¦ al espejo, no tard¨¦ en darme una ducha r¨¢pida, les di m¨¢s de una vuelta a los contados cabellos que me quedan para conseguir un aire de seductor, me afeit¨¦, eleg¨ª el traje m¨¢s decente y, si me apuran, hasta le compr¨¦ un ramo de rosas. El l¨¢piz intervino para servirme como un secreto acompa?ante que iba sugiri¨¦ndome los requiebros. Ol¨¦. ?Qu¨¦ belleza! ?C¨®mo me gusta esto! La lectura se hab¨ªa convertido en un cortejo. No te me vas a escapar, pensaba; qu¨¦date conmigo, le dec¨ªa, a ratos con m¨¢s pudor, t¨ªmido incluso, pero tambi¨¦n supe lanzarme a ratos a muerte, como perdi¨¦ndome el respeto, loco, derretido, entregado por completo. Perdido. S¨ª, tengo el cuerpo lleno de magulladuras, heridas en el alma, roto mil veces el coraz¨®n, mil veces recompuesto.
La guerra y la seducci¨®n. El campo de batalla y el lecho donde se confunden los amantes. Pero la lectura ha sido, y seguramente las m¨¢s de las veces, un lugar de conversaci¨®n o un breve e intenso encuentro, una llamarada. A veces sacaba unas patatas fritas y unos refrescos, otras veces preparaba un t¨¦ con pastas o, simplemente, serv¨ªa dos whiskies. Tambi¨¦n he paseado, vamos al monte, cojamos un tren, volvamos al parque, tomemos aquel sendero. El l¨¢piz aparec¨ªa entonces para subrayar una broma, enmarcar unas an¨¦cdotas, conectar un recuerdo con otro, atrapar una idea perdida, una discreta observaci¨®n, un cotilleo. Tengo los libros llenos de signos de admiraci¨®n y de c¨ªrculos, de notas apresurada e ilegibles con el tiempo, de p¨¢ginas dobladas en una esquina.
Perm¨ªtanme confesarlo, la lectura es un ejercicio f¨ªsico devastador. Subes parajes escarpados y recorres infinitos desiertos, caminas y caminas, te levantas a primera hora del d¨ªa, a veces tienes que ir corriendo, incluso a velocidad de v¨¦rtigo, p¨¢ginas y p¨¢ginas. Bueno, tambi¨¦n hay tiempo para la morosidad y la lentitud. Y el l¨¢piz es un bast¨®n en el que te apoyas, un remo con el que impulsarte con m¨¢s fuerza, una flecha que lanzas y de la que te amarras para sobrevolar el mundo.
Les dec¨ªa que, de joven, tuve mala conciencia cuando acud¨ªa a los libros con un l¨¢piz. Hubo veces, cuando alguien irrump¨ªa all¨ª donde estuviera leyendo, que me sent¨ªa como sorprendido en un acto pecaminoso, y escond¨ªa el l¨¢piz, lo tiraba a un rinc¨®n, lo guardaba en el bolsillo, lo desaparec¨ªa bajo la manga de la camisa. Hoy, en cambio, exhibo los restos de mis l¨¢pices, mis compa?eros m¨¢s fieles, mis herramientas de disecci¨®n, las cuerdas de las que me he valido para bajar al infierno y las p¨¦rtigas de las que me he valido para proyectarme al cielo, como un trofeo. Son trozos min¨²sculos, ya casi resulta dif¨ªcil agarrarlos, pero cr¨¦anme que mantienen el porte, el orgullo del deber cumplido. Soldados de mil batallas, compa?eros del alma.
Fue seguramente la lectura de un libro de George Steiner, el gran cr¨ªtico literario, el que termin¨® de quitarme todos los complejos. En el primer cap¨ªtulo de Pasi¨®n intacta se dedica a comentar un cuadro, Le philosophe lisant (El fil¨®sofo leyendo), de Jean Sim¨¦on Chardin. Es el retrato de un hombre al que se ve profundamente sumergido en un voluminoso libro. Hay en su porte una inmensa calma, como si el mundo se hubiera detenido delante de ¨¦l para observar sus ademanes, para procurarle el silencio que reclama, para dejarlo hacer rendido ante su porte distinguido y su elegancia. Cierto, viste un hermosa pelliza de color rojo con las bocamangas y el cuello de piel negra. Y tiene un sombrero. Dice Steiner que va as¨ª vestido porque en aquella ¨¦poca se entend¨ªa la lectura como ¡°un encuentro cort¨¦s¡±. En cuanto al sombrero, comenta que en la tradici¨®n hebraica y en la greco-romana, tanto el adorador como el que consultaba el or¨¢culo o el iniciado llevaban siempre la cabeza cubierta al acercarse al texto sagrado o al augurio. Algo importante, acaso excepcional, est¨¢ sucediendo all¨ª, nos dice Steiner, nos cuenta Chardin en su hermosa obra.
El hombre tiene el brazo derecho apoyado en la mesa junto al libro, y con la mano izquierda ha cogido la esquina de una p¨¢gina, y la ha levantado ligeramente, como para ayudarse a entrar mejor en su interior. Toda la atenci¨®n est¨¢ fijada en ese lugar, como si ah¨ª estuviera empezando el agua a removerse, como si en ese punto se fueran enganchando las piezas de un mecanismo, de un motor, que va arrancar ya y emprender el vuelo. El hombre lee, el mundo se ha detenido.
Steiner se fija entonces en algunos objetos que est¨¢n muy pr¨®ximos al libro al que est¨¢ entregado aquel elegante caballero ¡ªal parecer el que pos¨® fue el pintor Aved, gran amigo de Chardin¡ª. Hay un reloj de arena, que lleva a aquel reducto privado e ¨ªntimo la maldita marcha de las horas, y que seguramente revela que hay un tiempo para los libros y que hay un tiempo para los hombres. Tambi¨¦n se pueden distinguir tres discos de metal y, dentro de un recipiente, el esbelto tallo de un c¨¢lamo. La atm¨®sfera del lugar transmite una envidiable calma, como si un invisible director de orquesta rebajara el ritmo alocado y fugaz de las calles a la majestuosa lentitud de un adagio. ¡°Leer, seg¨²n el retrato de Chardin, es un acto silencioso y solitario¡±, escribe Steiner. ¡°Es un silencio vibrante y una soledad poblada por la vida de la palabra¡±.
Un alambique, una calavera: todav¨ªa Steiner se entretiene en otros elementos que aparecen en el cuadro, pero hay uno que ha centrado su atenci¨®n, y la nuestra. El c¨¢lamo, la pluma de ave o de metal que los antiguos utilizaban para escribir. Vaya, el l¨¢piz. Si Chardin hubiera pintado hoy a su philosophe lisant lo que hubiera puesto cerca del libro que lo tiene abducido es simplemente un l¨¢piz. ¡°Este objeto¡±, apunta, ¡°define la lectura como acci¨®n. Leer bien es contestar al texto, ser equivalente al texto, una ¡®equivalencia¡¯ que contiene los elementos cruciales de respuesta y de responsabilidad. Leer bien es participar en una reciprocidad responsable con el libro que se lee, es embarcarse en un intercambio total¡±.
As¨ª que, en esa ¡°soledad poblada por la vida de la palabra¡±, no estamos en realidad solos. Tratamos con los ausentes y nos implicamos en una relaci¨®n con las sombras, respondemos. ¡°El c¨¢lamo se utiliza para escribir las notas marginales¡±, explica Steiner. ¡°Las notas marginales pueden, en extensi¨®n y densidad de organizaci¨®n, llegar a rivalizar con el texto mismo, y apoderarse no s¨®lo de los m¨¢rgenes propiamente dichos, sino de la parte superior e inferior de la p¨¢gina y de los espacios interlineales¡±. ?C¨®mo me suena todo esto!, me dec¨ªa. Las diabluras del l¨¢piz.
Subrayo entonces en las p¨¢ginas de Pasi¨®n intacta, el libro de George Steiner que tengo en mis manos. Apoyo el volumen sobre una mesa, y procuro que el trazo que marco con el l¨¢piz sea lo m¨¢s limpio posible. Leer: copiar, apunto en el margen superior, como un aviso para alg¨²n remoto tiempo venidero. ¡°Con su c¨¢lamo, le philosophe lisant transcribir¨¢ del libro que est¨¢ leyendo¡±, dice Steiner. ¡°Este ejercicio de copia ten¨ªa m¨²ltiples prop¨®sitos: la mejora del estilo personal. El almacenamiento consciente de ejemplos de argumentaci¨®n o persuasi¨®n, el fortalecimiento de una memoria certera (un punto esencial)¡±. A un lado de la p¨¢gina escribo con letra menuda: estilo personal, ejercicio de persuasi¨®n, fortalecer memoria.
Sigo con Steiner: ¡°En cada acto de lectura completo late el deseo de escribir un libro en respuesta. El intelectual es, sencillamente, un ser humano que cuando lee un libro tiene un l¨¢piz en la mano¡±. ?El intelectual?, vuelvo a garrapatear en una esquina, ?solo el intelectual? ??nicamente el philosophe, ese amigo de Chardin, el hombre que se ha vestido con sus mejores galas y que se ha puesto un sombrero para abrir un libro, contener por un momento la respiraci¨®n, y empujar entonces la puerta para empezar a bajar las escaleras que han de conducirnos a ese lugar donde, acaso por un instante, vamos a ver un fugaz rel¨¢mpago que ilumine alguno de nuestros m¨¢s ¨ªntimos secretos? Tan secretos hasta que, s¨®lo con la lectura, de pronto descubrimos algo que desde siempre hab¨ªamos sabido, pero que estaba perdido, ido, no dicho, oculto en alguna parte.
Es verdad que Chardin pint¨® a un philosophe y que Steiner explica que es el intelectual el que lee con un l¨¢piz. Perm¨ªtanme discrepar con humildad, y es que, aunque yo est¨¦ tratando de l¨¢pices reales, de mis l¨¢pices en realidad, l¨¢pices concretos y algunos ya machacados por el uso, como jubilados a un rinc¨®n donde disfrutan del tiempo que les queda bajo la luz del sol que entra por una ventana, y otros nuevos y dispuestos ya a seguir los pasos de sus predecesores, s¨ª estoy hablando de ellos, pero creo que todo lector lleva siempre consigo un l¨¢piz imaginario y que, a su manera, tambi¨¦n act¨²a sobre el libro, dialoga con ¨¦l, le va contando sus cosas a trav¨¦s de una secreta e ¨ªntima conversaci¨®n. No hay lectura, en realidad, si no hay ese encuentro f¨ªsico, corporal, a ratos desgarrador y a ratos jubiloso, entre uno y otro, entre el que lee y el que alguna vez escribi¨® esas palabras.
El fot¨®grafo h¨²ngaro Andr¨¦ Kert¨¦sz reuni¨® en un peque?o volumen las fotograf¨ªas que hab¨ªa ido haciendo de distintas personas atrapadas en el acto de leer entre 1915 y 1970. Hay de todo. Un elegante caballero que va leyendo un peque?o libro mientras camina al lado de un muro donde se lee una pintada a favor de la Unidad Popular de Chile, y otro que en cambio tiene en las manos uno bastante voluminoso y que tambi¨¦n va andando por una calle, seguramente de una ciudad del centro o del norte de Europa, lo digo por su gorro negro y su voluminoso abrigo. Hay una se?ora que se ha sentado en mitad de un bosque para sumergirse en la lectura y hay otra a la que se la a trav¨¦s de la ventana de su casa, ensimismada. Un anciano se ha sentado en la calle para leer y un hombre estira sus piernas sobre una silla mientras sentado en otra pasa las p¨¢ginas de un peri¨®dico en un parque. Tres ni?os: el del medio tiene el libro sobre sus rodillas, pero todos leen concentrados, cada cual en su mundo, como si hubieran despegado juntos camino a otra parte pero estuvieran en el fondo estrictamente solos. S¨ª, leer es tambi¨¦n un viaje, soltar amarras, salir a explorar lo desconocido, aprender a mirar, construir tu propio estilo.
Kert¨¦sz fotografi¨® a j¨®venes leyendo acomodados en el c¨¦sped de un parque, algunos apoyados en los troncos de los ¨¢rboles. Un viejo lee en la azotea de un edificio; una mujer lo hace en una cafeter¨ªa; un actor, tendido sobre un banquillo, en un camerino; una se?orita lo hace en una biblioteca; otra, en la esquina de una calle, de cuclillas sobre el asfalto tiene en sus manos unos papeles que devora, desentendida de todo lo dem¨¢s. Leen los ancianos y los adolescentes, los estudiosos y los vagos, las se?oras curiosas, tumbados o caminando, con el tronco r¨ªgido frente a una mesa o medio despanzurrados en una terraza, con las manos abiertas sobre las p¨¢ginas de los libros para que se mantengan abiertas, concentrados, idos, perdidos, arrastrados hacia qui¨¦n sabe d¨®nde. Lo mismo en Park Avenue que un claustro trapense, en un canal de Venecia que en una calle de Tokio, en los Jard¨ªnes de las Tuller¨ªas o en El Havre, en Buenos Aires.
No he encontrado que ninguno tuviera un l¨¢piz en las manos, pero s¨ª he imaginado que sus ojos subrayaban un pasaje, que su mirada apuntaba en el margen una idea, que su memoria marcaba con un c¨ªrculo el adem¨¢n de la protagonista. Lo mismo que la vida, los libros son una v¨ªa de conocimiento. Pero al leer no aprendemos s¨®lo contenidos e ideas, aprendemos sobre todo que no hay ninguna f¨®rmula para llenar de sentido nuestras experiencias. Que no lo habr¨¢ nunca, que no queda otra que probar. Kafka lo expres¨® as¨ª en uno de sus cuadernos: ¡°Me extrav¨ªo¡±, escribi¨®. ¡°El verdadero camino pasa por una cuerda, que no est¨¢ tendida en el vac¨ªo, sino casi a ras de suelo. Parece m¨¢s bien destinada a hacer tropezar que a ser recorrida¡±.
Cuando lees, como cuando vives, nunca sabes por d¨®nde van a ir las cosas. Por eso lo de las diabluras del l¨¢piz, no hay manera de imaginar d¨®nde va a aplicarse, qu¨¦ va a se?alar, d¨®nde quiere intervenir. Cada libro es cada libro. ?Y si esta vez solo me fijara en los hombres y en las mujeres y se me fuera de pronto una parte de sus historias, fascinado tan solo por su aspecto o su personalidad? En El c¨ªrculo se ha cerrado, la ¨²ltima novela que escribi¨®, el escritor noruego Knut Hamsun presenta as¨ª a Olga, y ya quedas atrapado por su inquietante encanto: ¡°Lo primero que ve de ella no es que est¨¢ sentada leyendo un libro y que abre un par de ojos desmesuradamente so?adores, sino que lleva el pelo corto, un cigarrillo en la mano, un mono y las u?as pintadas de rojo. Somos muy modernas y con la cabeza muy vac¨ªa, tenemos un cuello muy fino y no tenemos pecho¡±.
No quisiera referirme ahora a grandes h¨¦roes, a tipos como el capit¨¢n Ahab que sale a perseguir obsesivamente a la ballena blanca, sino a gente como Olga. Se pint¨® las u?as de rojo, ten¨ªa seguramente estudiado cada gesto, la pose, el libro como una peque?a excusa, ten¨ªa ganas de gustarle a Abel como le hab¨ªa gustado cuando eran ni?os, ahora que hab¨ªa regresado al peque?o pueblo despu¨¦s de tantos a?os de haber vivido fuera. Quiz¨¢ quer¨ªa atrapar ese tiempo de la infancia que ya se les hab¨ªa ido, pero ¨¦l era de pronto un extra?o y ten¨ªa que conocerlo de nuevo. Se arregl¨®, lo esper¨®. No sab¨ªa ni siquiera lo que quer¨ªa. Salvo gustarle de nuevo.
Somos pobres de solemnidad, pobres de vidas y de aventuras, pobres de poder, no nos dio tiempo en esta vida a ser pr¨ªncipes ni a ser cuatreros, nuestro amores a veces parecen p¨¢lidos reflejos cuando escuchamos las palabras de otros amores, versos certeros que te crujen el alma: tambi¨¦n a m¨ª me toc¨® esa pasi¨®n, tambi¨¦n yo acarici¨¦ un cuerpo as¨ª. Eso nos decimos, p¨¢gina tras p¨¢gina.
En su Cuaderno gris Josep Pla, ese inmenso escritor catal¨¢n que sab¨ªa mirar las cosas en su m¨¢s dr¨¢stica desnudez, recog¨ªa la observaci¨®n de un parroquiano de Palafrugell, su pueblo, que consideraba que precisamente porque somos pobres no nos queda otra que escuchar a los dem¨¢s. Ah¨ª estamos, como qui¨¦n dice sin nada, dispuestos a recogerlo todo. Otro apunte de Kafka: ¡°No es necesario que salgas de casa. Qu¨¦date junto a tu mesa y escucha atentamente. No escuches siquiera, espera s¨®lo. No esperes siquiera, qu¨¦date totalmente en silencio y solo. El mundo se te ofrecer¨¢ para que le quites la m¨¢scara, no tendr¨¢ m¨¢s remedio, ext¨¢tico se retorcer¨¢ ante ti¡±.
As¨ª ocurre con los libros. Ah¨ª estamos y, de pronto, entra el mundo para retorcerse ante nosotros. As¨ª que yo tambi¨¦n puedo decir que tuve al rey Lear en casa, lleg¨® abatido, era un anciano que ya no escuchaba bien del todo, con la piel oscura, como si descendiera directamente de un noble inca, andaba ligeramente inclinado hacia adelante, se sent¨®, o m¨¢s bien se derrumb¨® en un sof¨¢ de mi sal¨®n, y entonces dijo: ¡°(...) Que insondables heridas por esta maldici¨®n de padre / se abran en todos tus sentidos. Ojos viejos e ilusos, / si volv¨¦is a llorar por esta causa, yo os arrancar¨¦ / y os tirar¨¦ junto a las aguas que vert¨¦is / para ablandar la arcilla. ?A esto hemos llegado? (...)¡±.
?A esto hemos llegado?, me preguntaba a m¨ª aquel viejo en el sal¨®n. O se lo preguntaba a s¨ª mismo, poni¨¦ndome como testigo de sus desventuras. S¨ª, el personaje que Shakespeare llev¨® a un escenario para contar las desventuras de ser padre y los errores y la fragilidad terrible de encontrarte abandonado de pronto por tus hijas. ?A esto hemos llegado? S¨ª, a esto. Siempre llegamos nada m¨¢s que a esto. A esto.
No hay consuelo, no hay manera de encontrarlo, voy leyendo lo que el rey Lear me cuenta y s¨¦ que nada puedo hacer por ¨¦l, ni siquiera por m¨ª mismo, como ocurre tambi¨¦n en la vida, donde nos gustar¨ªa devolver el agua a su cauce, tener el volante, evitar el golpe; pero no, tambi¨¦n en los libros nos est¨¢ vedado todo consuelo.
As¨ª que cojo el l¨¢piz y subrayo fren¨¦tico sobre las palabras del rey Lear, como si quisiera decirle: calla ya, ven y acomoda tu cabeza sobre mi hombro, observa ah¨ª lejos, ya cae el sol, est¨¢ dibujando los colores rojos porque el mundo se ha cargado de sangre, querido rey Lear, y ma?ana tendremos tarea, as¨ª que descansa, cierra los ojos, duerme esas pocas horas que todav¨ªa nos quedan de noche.
Y, es verdad, del mismo modo que el rey Lear irrumpe en casa a trav¨¦s de la lectura llegan tambi¨¦n esos atardeceres salvajes y furiosos, el estallido de los colores rojos, descansa rey Lear, descansa.
Otras veces, fig¨²rense que me sucedi¨® lo que le ocurre a aquel Stevens, el mayordomo de Darlington Hall de la novela Los restos del d¨ªa, de Kazuo Ishiguro. Cuenta que iba a salir de viaje para recorrer el suroeste de Inglaterra. Hab¨ªa llegado a Salisbury, continu¨® su camino. ¡°Supongo que el sentimiento de desasosiego unido a la emoci¨®n con que algunos describen el momento en que, desde un barco, se pierde de vista la costa es muy similar al que yo he experimentado en el coche al comprobar que el paisaje que me rodeaba me resultaba cada vez m¨¢s extra?o, sobre todo cuando, tras una curva, fui a parar a una carretera que rodeaba una colina¡±, cuenta.
Desasosiego y emoci¨®n, as¨ª tambi¨¦n me ocurr¨ªa al ir avanzando por el libro. Stevens fren¨® su autom¨®vil. Yo tambi¨¦n me detuve. Baj¨® a dar una vuelta, vio ¡°un sendero que sub¨ªa y se perd¨ªa entre los matorrales¡±. Descubri¨® a un lugare?o cerca, le dijo que subiera a la colina. ¡°No hay nada igual en toda Inglaterra¡±, a?adi¨®. As¨ª que yo tambi¨¦n decid¨ª acompa?arlo. Y vaya: ¡°Delante de m¨ª se extend¨ªa una sucesi¨®n de campos que se perd¨ªan en la lejan¨ªa. La tierra parec¨ªa ligeramente ondulada y los campos estaban bordeados de ¨¢rboles y setos. En algunos de los m¨¢s alejados vislumbr¨¦ unas manchas que supuse que eran ovejas, y a mi derecha, casi perdida en el horizonte, me pareci¨® ver la torre cuadrada de una iglesia¡±. E Ishiguro escribe a trav¨¦s de la voz de aquel singular mayordomo que ¡°fue en aquel preciso momento cuando por primera vez sent¨ª energ¨ªa y entusiasmo para afrontar los d¨ªas venideros, los cuales, con toda seguridad, me ten¨ªan reservadas interesantes experiencias¡±.
El l¨¢piz subraya aquella descripci¨®n. Ha apuntado ¡°desasosiego y emoci¨®n¡±. Ha marcado ¡°interesantes experiencias¡±. La tierra ondulada, las ovejas, la iglesia: los deslumbrantes paisajes que veo desde esa colina. Otras veces, en cambio, no es la naturaleza lo que tenemos enfrente sino la civilizaci¨®n.
El arquitecto ¡°tom¨® de los palacios del Renacimiento italiano los principales elementos de su monumental edificio¡±, cuenta el escritor alem¨¢n W. G. Sebald en su novela Austerlitz, ¡°pero hab¨ªa tambi¨¦n reminiscencias bizantinas y moriscas, y quiz¨¢ hubiera visto yo al llegar las redondas torrecillas de granito blanco y gris, cuyo ¨²nico fin era despertar en el viajero asociaciones medievales¡±. Est¨¢ hablando de la Estaci¨®n Central de Amberes, en la que se pretendi¨® que al entrar en la sala sinti¨¦ramos ¡°como si, m¨¢s all¨¢ de todo lo profano, nos encontr¨¢semos en una catedral consagrada al comercio y al tr¨¢fico mundiales¡±.
Mil veces he apuntado Amberes en mis cuadernos para no olvidar que deb¨ªa visitar esa estaci¨®n de la que habla Sebald, que cuando se construy¨® por encargo del rey Leopoldo en el siglo XIX deb¨ªa conseguir reunir el pasado y el futuro: los m¨¢rmoles de las escaleras con los techos de acero y el cristal de las plataformas. ¡°En el lugar m¨¢s alto¡±, explica, ¡°estaba el tiempo, representado por aguja y esfera¡±. Un reloj, ¨²nico elemento barroco de todo el conjunto. Escribe Sebald: ¡°Desde el punto central que ocupaba el mecanismo del reloj en la estaci¨®n de Amberes se pod¨ªa vigilar los movimientos de todos los viajeros y, a la inversa, todos los viajeros deb¨ªan levantar la vista hacia el reloj y ajustar sus actividades por ¨¦l¡±.
Nunca he estado en Amberes, pero s¨ª he estado con Sebald ah¨ª, ante ese reloj, mir¨¢ndolo desde abajo. Cierto es que, f¨ªsicamente, cuando le¨ª Austerlitz por primera vez me encontraba en una tumbona al lado de una piscina en un peque?o pueblo de la costa de C¨¢diz, pero eso era irrelevante. Estaba ah¨ª, fascinado por aquella c¨²pula que se hab¨ªa inspirado en el Pante¨®n de Roma, y comprendiendo que no somos, todos, sino min¨²sculas motas de polvo sacudidas por la historia.
El reloj de la Estaci¨®n Central de Amberes, el reloj de arena del philosophe lisant que pint¨® Chardin y coment¨® George Steiner. El tiempo de los hombres, el tiempo de los libros. Uno est¨¢ siempre abierto, el otro se consume en la duraci¨®n de la lectura. Lees para descubrir la presencia real de los personajes que habitan las novelas, lees para viajar y descubrir otros paisajes, lees y escuchas al fondo ese tic tac monocorde, incansable, que te susurra que cada vez queda menos tiempo. El l¨¢piz, ay las diabluras del l¨¢piz, te conduce por este o aquel camino, ?hac¨ªa d¨®nde? ?Qui¨¦n sabe? Y a ratos no tienes m¨¢s remedio que levantarte y decir ?qu¨¦ pasa aqu¨ª?, ?pero qu¨¦ diablos pasa aqu¨ª? Maldita la hora. Y cierras entonces el libro, contagiado de una congoja ajena, acaso, de una abrumadora melancol¨ªa, o lo cierras simplemente para conservar esa risa, para mantenerla cuando regresas ya al mundo de las personas, de vuelta a la calle, al ruido. Como alguien ya distinto que ha dejado de ser ¨¦l mismo, como al que le han ocurrido muchas cosas que todav¨ªa tiene que digerir.
¡°Con su c¨¢lamo, le philosophe lisant transcribir¨¢ del libro que est¨¢ leyendo¡±, dice George Steiner. As¨ª que si hay un l¨¢piz a la mano es que tambi¨¦n va a utilizarse simplemente para copiar. ?Copiar o escribir de nuevo? Si leer tiene a la postre que ver con la tarea de ir pasando las palabras del libro a las palabras que escribo en un cuaderno, iguales unas a las otras, id¨¦nticas, ?lo que queda al final en el cuaderno es lo mismo que hay en el libro o es otro libro?
Hay un relato de Jorge Luis Borges, incluido en El jard¨ªn de los senderos que se bifurcan. Cuenta la historia de Pierre Menard, un poeta de principios del siglo XX influido por el simbolismo, fascinado de manera contradictoria por la obra de Paul Valery, que escribi¨® textos sobre el ajedrez y sobre aspectos concretos del lenguaje, sobre la eficacia de la puntuaci¨®n, y que se interes¨® tambi¨¦n por la l¨®gica simb¨®lica de George Boole, por Raimon Llull, por las litograf¨ªas de Carolus Hourcade. Borges explica, adem¨¢s, que tuvo otra obra: ¡°la subterr¨¢nea, la interminablemente heroica, la impar¡±, escribe. ¡°Tambi¨¦n, ?ay de las posibilidades del hombre, la inconclusa. Esa obra, tal vez la m¨¢s significativa de nuestro tiempo, consta de los cap¨ªtulos noveno y trig¨¦simo octavo de la primera parte del Quijote y de un fragmento del cap¨ªtulo veintid¨®s¡±. Y a?ade, para explicarse: ¡°Yo s¨¦ que tal afirmaci¨®n parece un dislate; justificar ese ¡®dislate¡¯ es el objetivo primordial de esta nota¡±.
En toda la nota, en todo el relato, Borges no se molesta en explicar de qu¨¦ tratan esos dos cap¨ªtulos y pico de la magna obra de Cervantes, y que luego, ese poeta franc¨¦s, Pierre Menard, escribi¨® de nuevo trescientos a?os despu¨¦s de la publicaci¨®n original del Quijote. Una obra secreta, y para Borges, ¡°tal vez la m¨¢s significativa de nuestro tiempo¡±. ?C¨®mo? ?Dos cap¨ªtulos y pico de una novela de principios del siglo XVII, convertidos gracias a un poeta franc¨¦s, en la obra m¨¢s significativa del siglo XX?
En el cap¨ªtulo noveno de la primera parte el Quijote, el narrador (pongamos que el propio Cervantes) anda un tanto trastornado porque no sabe qu¨¦ ha pasado en el duelo que ha entablado aquel singular personaje con un valeroso vizca¨ªno. Acaba de confesar que no encontr¨® nada m¨¢s escrito sobre las aventuras de Don Quijote y s¨®lo espera que por tratarse de ¡°tan buen caballero¡± no ¡°le hubiese faltado alg¨²n sabio que tomara a cargo escribir sus nunca vistas haza?as¡±. En ¨¦sas anda, abrumado, curioso por conocer el desenlace del lance, cuando en Alcan¨¢ de Toledo se encuentra con un muchacho que quiere vender ¡°unos cartapacios y papeles viejos a un sedero¡±. Escribe Cervantes: ¡° y como yo soy aficionado a leer aunque sean los papeles rotos de las calles, llevado de esta mi natural inclinaci¨®n tom¨¦ un cartapacio de los que el muchacho vend¨ªa y vile con caracteres que conoc¨ª ser ar¨¢bigos¡±.
Por ir directo al grano: el narrador advierte en un margen una referencia a Dulcinea del Toboso (alguna diablura de un remoto l¨¢piz), as¨ª que adquiere el material, contrata a un tipo que, ¡°en poco m¨¢s de mes y medio¡±, se lo traduce entero y, efectivamente, encuentra el lance entre don Quijote y el vizca¨ªno. Lo relevante, en cualquier caso, es que justo a partir de ese momento lo que vamos a leer en el libro de Cervantes es la traducci¨®n de la Historia de don Quijote de la Mancha, escrita por Cide Hamete Benengeli, historiador ar¨¢bigo.
Perd¨®nenme, pero conviene se?alarlo antes de continuar. Pierre Menard escribi¨® de nuevo un par y pico cap¨ªtulos de un libro de Cide Hamete Benengeli que, a su vez, hab¨ªa escrito de nuevo Miguel de Cervantes.
El cap¨ªtulo trig¨¦simo octavo es el que trata del curioso discurso que hizo don Quijote de las armas y las letras; en cuanto al cap¨ªtulo veintid¨®s, del que Pierre Menard s¨®lo escribi¨® un fragmento, dejando de esa manera inconcluso su magno desaf¨ªo, es el que se ocupa de aquella valiente intervenci¨®n de don Quijote cuando ¡°vio que por el camino que llevaba ven¨ªan hasta doce hombres a pie, ensartados como cuentas en una gran cadena de hierro por los cuellos, y todos con esposas en las manos¡±. ?Los galeotes condenados a galeras! Pero dejemos aqu¨ª a Cervantes y volvamos a Menard.
Borges recoge en su relato una carta escrita por el poeta franc¨¦s en la que habla de su tit¨¢nica tarea: ¡°Mi complaciente precursor no rehus¨® la colaboraci¨®n del azar: iba componiendo la obra un poco ¨¤ la diable, llevado por inercias del lenguaje y de la invenci¨®n. Yo he contra¨ªdo el misterioso deber de reconstruir literalmente su obra espont¨¢nea¡±. Luego explica: ¡°Componer el Quijote a principios del siglo diecisiete era una empresa razonable, necesaria, acaso fatal; a principios del siglo veinte, es casi imposible¡±.
¡°Dedic¨® sus escr¨²pulos y vigilias a repetir en un idioma ajeno un libro preexistente. Multiplic¨® los borradores; corrigi¨® tenazmente y desgarr¨® miles de p¨¢ginas manuscritas¡±. Borges pinta as¨ª el gigantesco esfuerzo de Pierre Menard. Antes se ha pronunciado sobre sus impresionantes logros. Reconoce, para empezar, que el Quijote de Menard es m¨¢s sutil que el de Cervantes. ¡°El texto de Cervantes y el de Menard son verbalmente id¨¦nticos¡±, comenta, ¡°pero el segundo es casi infinitamente m¨¢s rico. (M¨¢s ambiguo, dir¨¢n sus detractores; pero la ambig¨¹edad es una riqueza)¡±.
Hay un momento en que compara uno de los fragmentos que escribi¨® Cervantes y que, palabra a palabra, volvi¨® a escribir Menard:
¡°...la verdad, cuya madre es la historia, ¨¦mula del tiempo, dep¨®sito de las acciones, testigo de lo pasado, ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir¡±.
¡°Redactada en el siglo diecisiete, redactada por el ¡®ingenio lego¡¯ de Cervantes, esa enumeraci¨®n es un mero elogio ret¨®rico de la historia¡±. escribe Borges. Lo que quiere decir Menard es, en cambio, radicalmente diferente. ¡°La historia, madre de la verdad; la idea es asombrosa. Menard, contempor¨¢neo de William James, no define la historia como una indagaci¨®n de la realidad sino como su origen. La verdad hist¨®rica, para ¨¦l, no es lo que sucedi¨®; es lo que juzgamos que sucedi¨®. Las cl¨¢usulas finales --¡®ejemplo y aviso de lo presente, advertencia de lo por venir¡¯-- son descaradamente pragm¨¢ticas¡±.
Yo tambi¨¦n estoy copiando en este momento a Borges. Quiz¨¢, con un poco m¨¢s de timidez, de tanto en tanto agrego un ¡°dice¡±, ¡°explica¡±, ¡°escribe¡±. Copio a Borges porque al ir haci¨¦ndolo voy trasladando a la p¨¢gina lo que yo quiero decir. Leer es copiar porque lo que alguien escribi¨® lo volvemos a decir cada uno de nosotros en otro mundo, en otras circunstancias, con otra biograf¨ªa detr¨¢s, con otras preocupaciones. Pierre Menard, el personaje que invent¨® Borges era un poeta simbolista de principios de siglo. Borges escribe su relato en 1939 y lo que est¨¢ diciendo, aquello de ¡°la historia, madre de la verdad¡±, lo est¨¢ diciendo despu¨¦s de la II Guerra Mundial, donde el partido nazi se arrog¨® la tarea de conquistar el mundo tras haberle inventado al pueblo alem¨¢n una historia gloriosa que justificaba su af¨¢n expansionista. Ahora, en este instante, el l¨¢piz que utilizo ha marcado entre signos de admiraci¨®n esta frase: ¡°Menard, contempor¨¢neo de William James, no define la historia como una indagaci¨®n de la realidad sino como su origen¡±. Y lo que yo estoy intentando decir, o sugerir, o barruntar, o apuntar, es que en este momento los nacionalismos est¨¢n volvi¨¦ndose a despertar en Europa. Y por eso, seguro, saco de nuevo a la luz esa terrible perversi¨®n que ha conducido a tantas cat¨¢strofes: la de aquellos que se inventaron una historia propia para sentirse distintos a los dem¨¢s y que, por tanto, los autorizaba a levantar fronteras.
El l¨¢piz sigue ah¨ª. Debo sacarle punta a estas alturas. Cierro un momento el libro. Cojo un tajador que tengo a mano, procuro no salirme de madre y que no se me rompa la punta, como me pasa tantas veces. Vuelvo a la p¨¢gina en la que andaba. En el margen de arriba escribo: ¡°contra los nacionalismos¡±. Luego le doy la vuelta y apunto en el margen lateral y con todas las letras may¨²sculas: ?qu¨¦ bueno Borges! ?qu¨¦ bueno este Menard! ?qu¨¦ bueno Cervantes! Alguien me llama. Regreso al mundo.
Texto le¨ªdo en la gala inaugural de la Feria Internacional del Libro de la Universidad de Carabobo, en Ciudad Banesco, Caracas, el 26 de octubre.
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