Hace falta ocultarse
Escribo ahora en la biblioteca de un hotel de Lisboa, a salvo de ruidos insidiosos: los titulares del peri¨®dico y el guirigay neur¨®tico de las redes
"Il faut cacher sa vie¡±, dice Montaigne. Hay que ocultarse. Lo dice citando a su maestro Epicuro y pensando en la realidad del mundo en torno suyo. Montaigne era un hombre perezoso y pac¨ªfico en una ¨¦poca de guerras civiles, un hombre esc¨¦ptico en medio de las matanzas y los anatemas desatados por el fanatismo religioso, un aficionado a los placeres sensuales y a la franca celebraci¨®n de lo corporal en una cultura cat¨®lica que reduc¨ªa el cuerpo a envoltorio innoble del esp¨ªritu. En el largo desorden sanguinario de las guerras entre cat¨®licos y protestantes en Francia, Montaigne vio su vida en peligro m¨¢s de una vez, y hasta se encontr¨® huyendo con su familia durante meses, errando sin destino a trav¨¦s de una desolaci¨®n de campos arrasados por el hambre, la peste y la guerra.
Pero para Montaigne ocultarse no solo significaba ponerse a salvo, en la medida de lo posible, del peligro f¨ªsico. Hombre sociable y conversador como era, defend¨ªa sin embargo un grado de ocultamiento ¨ªntimo que no puede lograrse m¨¢s que en la soledad. Uno tiene que poder retirarse a una trastienda de s¨ª mismo, una arri¨¨re-boutique, dice Montaigne, en la que quede cancelada o en suspenso la presi¨®n del mundo exterior, donde no se escuche ese ruido permanente que nos acosa sin que nos demos cuenta. El ruido de los motores, de las sirenas, de las alarmas, de los anuncios, de las canciones y las charlataner¨ªas de la radio en los taxis, el ruido de las voces y la m¨²sica en los locales llenos de gente, el ruido de los mensajes y los timbres de llamada y los soliloquios de los viajeros en los trenes, el ruido de las opiniones fervientes.
Quiero estar plenamente solo y en la compa?¨ªa de quien va conmigo. He viajado con un libro de Henry James y otro de Simone Weil
Hubo un tiempo en que el ruido era progresista. Vivir en el centro de Madrid en los a?os noventa y quejarse del estruendo de la m¨²sica en los bares, del clamor de las multitudes beodas los fines de semana y de los cl¨¢xones de los coches atrapados en una doble fila a las cinco de la madrugada era considerado una se?al bochornosa de reaccionarismo. El silencio era de derechas. El silencio y la m¨²sica no amplificada brutalmente y las conversaciones en voz baja y el sosiego que hace habitable la vida. Guardo el recuerdo bastante entra?able del due?o de un bar de lo que entonces se llamaba ¡°de ambiente¡± que permanec¨ªa cada noche abierto con gran ¨¦xito hasta las tantas de la madrugada en la planta baja de nuestro edificio. Nosotros viv¨ªamos en la segunda planta, pero el estruendo de los bajos era tan poderoso que hac¨ªa temblar nuestra cama. Un d¨ªa baj¨¦ a quejarme educadamente, y a solicitar, si fuera posible, que el volumen de la m¨²sica no pusiera en peligro la estructura del edificio, cuanto m¨¢s nuestra salud mental. El hombre me mir¨® de arriba abajo y dej¨® caer la sospecha de que mi queja en realidad ten¨ªa un motivo m¨¢s s¨®rdido: la homofobia.
Dice Franz Kafka en una carta: ¡°Un silencio como el que yo necesito no existe en el mundo¡±. Manuel de Falla se fue a Granada en busca de un silencio imposible en Par¨ªs o en Madrid, y al principio crey¨® haberlo encontrado en un carmen modesto del barrio de la Antequeruela, a la orilla de la Alhambra. Falla buscaba un silencio que era el del recogimiento religioso y el de la concentraci¨®n necesaria para la tarea creativa, que para ¨¦l formaban parte de un mismo impulso. Pero descubri¨® con dolor que al retiro granadino en el que escond¨ªa su vida tambi¨¦n llegaba la estridencia reci¨¦n inventada de los gram¨®fonos y de los aparatos de radio. Para Falla esconderse result¨® tan imposible como para Montaigne. Peor que la radio y que los gram¨®fonos, que el esc¨¢ndalo de los cohetes y las atracciones en la Feria del Corpus, fueron en las noches de verano de 1936 los ruidos de los camiones que sub¨ªan las cuestas del cementerio cercano cargados de condenados a muerte y las descargas cerradas de fusiler¨ªa, y luego los golpes secos de los tiros de gracia.
El exilio de Falla en el oto?o de 1939 puede entenderse como un episodio m¨¢s en su huida in¨²til e incesante de los ruidos que lo acosaban hasta en los lugares que le hab¨ªan parecido refugios m¨¢s seguros. Falla se fue de Espa?a y de Europa justo cuando acababa de empezar el estruendo monstruoso de la II Guerra Mundial. Se instal¨® en Alta Gracia, en Argentina, en los paisajes serranos de la provincia de C¨®rdoba, y all¨ª pudo recobrar algo del silencio perdido, aunque no una paz de esp¨ªritu que apaciguara en su memoria el clamor de los muertos, el eco de las r¨¢fagas de disparos en las noches frescas de agosto en Granada.
Escribo ahora mismo delante de un gran ventanal que da al Tajo, en la biblioteca de un hotel de Lisboa que tiene algo de vivienda particular, de residencia y casa de retiro en la que no se oye a los otros hu¨¦spedes, con los que si acaso se cruza uno murmurando un saludo a la hora del desayuno. Veleros deportivos surcan en un gran silencio la corriente color de acero del r¨ªo en un atardecer nublado. Vine apenas ayer y me habr¨¦ ido ma?ana, pero la sensaci¨®n de silencio y refugio es perfecta. La lejan¨ªa y los dobles cristales de las ventanas me a¨ªslan del ruido exterior, pero en la trastienda donde me he cobijado a la manera de Montaigne tambi¨¦n estoy temporalmente a salvo de otros ruidos m¨¢s insidiosos, contra los que es m¨¢s dif¨ªcil defenderse porque no tienen consistencia ac¨²stica: el ruido de los titulares del peri¨®dico, el chantaje de la actualidad, el guirigay neur¨®tico de las redes sociales, el tumulto interior que provoca en uno mismo la impaciencia de compartir o de contestar, de atacar o defenderse, de emitir una opini¨®n tajante cada pocos minutos. Quiero estar plenamente solo y en la compa?¨ªa de quien va conmigo. He viajado con un libro de Henry James y otro de Simone Weil: La lecci¨®n del maestro, La gravedad y la gracia, dos cimas de claridad de esp¨ªritu y depuraci¨®n de escritura. Ma?ana ser¨¢ otro d¨ªa. Hoy todav¨ªa me quedan horas para disfrutar de las cosas que exigen un fondo de silencio: la conversaci¨®n verdadera, la lectura de tal intensidad que me parece que escucho a ratos la voz de Henry James, a ratos la de Simone Weil. Cada frase de cada uno de los dos requiere una atenci¨®n suprema. Es el secreto y la exigencia de su radicalismo.
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