Vuelta a los placeres sint¨¦ticos
Una legi¨®n de m¨²sicos del 'folk indie' se pasan a sintetizadores, saxofones y 'vocoders', instrumentos y ambientaciones que acunaron su infancia en los ochenta
Reinventarse o morir. Regenerarse o quedarse estancado. Son tantos los caminos en los que se bifurca el revivalismo ¨Co revisionismo¨C hoy en d¨ªa, y tan distinta la ¨®ptica desde la que observamos algunos estilos que en su momento parec¨ªan caducos ¨C y ahora gozan de legitimaci¨®n¨C que es dif¨ªcil que cualquier m¨²sico de renombre haga un juramento de sangre para apostatar de cualquier tratamiento sonoro, por extra?o que parezca. Pocas generaciones lo encarnan mejor que los renovadores del folk en el siglo XXI. Muchos de ellos emergieron releyendo las ense?anzas del mejor soft rock y el m¨¢s satinado folk rock de hace cuatro d¨¦cadas: los ecos de los discos que Joni Mitchell, Jackson Browne o The Eagles alumbraron en plena resaca del hippismo. Pero conforme ha ido pasando el tiempo, han abrazado con entusiasmo tratamientos sonoros que les sit¨²an ya casi a a?os luz de las brisas ac¨²sticas de las guitarras de palo. Y todos ellos, en mayor o menor medida, lo han hecho refugi¨¢ndose en esos instrumentos y sonidos que marcaron su infancia: s¨ª, la interminable sombra de los a?os ochenta, esa d¨¦cada cuyo revival pr¨¢cticamente ya duplica su propia existencia. La madre de todos los retrofuturismos habidos y por haber.
El estupendo nuevo disco del propio Jonathan Wilson, Rare Birds (2018), en el que se explaya en el uso del vocoder, apuntalando melod¨ªas anegadas por sintetizadores invasivos de filiaci¨®n ochentera, no supone m¨¢s que uno de los ¨²ltimos botones de muestra de ese tr¨¢nsito. El tambi¨¦n californiano Bart Davenport se olvida ya por completo de hacer fingerpicking con las cuerdas de su guitarra y abandona los arrullos folk o los efluvios de bossa nova con un nuevo ¨¢lbum, Blue Motel (2018), que se parece mucho a c¨®mo sonar¨ªa una versi¨®n actualizada de los Prefab Sprout m¨¢s policromados y comerciales, aquellos que se dejaban fascinar por los opulentos EE UU y su fastuosa cultura de las celebridades en el espl¨¦ndido From Langley Park To Memphis (1987).
En ambos, por cierto, al igual que ya ocurr¨ªa con los ¨²ltimos trabajos de Dan Bejar y sus Destroyer ¨Cacudan a ken, uno de los grandes ¨¢lbum del pasado ejercicio¨C, esgrime especial protagonismo el saxof¨®n, instrumento proscrito en el rock independiente (y no tan indie) durante a?os, que ahora recobra sin complejos todo su poder de seducci¨®n en producciones tan bru?idas y lustrosas que reconocen sus deudas con Trevor Horn o Thomas Dolby. No es de extra?ar, pues, que ya se hable tambi¨¦n de la revalorizaci¨®n del ostentoso yacht rock de los ochenta. O que los nombres de Peter Gabriel, Kate Bush o Fleetwood Mac hayan dejado hace tiempo de ser anatema para la modernidad recalcitrante.
Puede decirse que esta mudanza, lejos de ser anecd¨®tica, ha devenido en tendencia. Y no precisamente minoritaria. Es el mismo camino emprendido, con sus peculiaridades, por la m¨²sica de John Grant, Bear's Den, Iron & Wine, Bon Iver o The War On Drugs, y que en nuestro pa¨ªs han recorrido en los ¨²ltimos tiempos Tulsa, Russian Red, T¨®rtel, Lori Meyers, Alondra Bentley y tantos otros. Hablamos de m¨²sicos que, en su mayor¨ªa, tienen entre 35 y 49 a?os. Como si se tratara de ese gran ¨²tero materno al que todos, consciente o inconscientemente, acaban volviendo ¨Cya se habl¨® de eso cuando irrumpi¨® el pop hipnag¨®gico¨C. La d¨¦cada de los ochenta es como una gran ameba que acaba infectando y acogi¨¦ndoles a todos. Al menos, todos cuentan con una ventaja generacional de la que carec¨ªan sus viejos mentores: el tr¨¢nsito lo resuelven con mucha m¨¢s naturalidad que la que se gastaban Neil Young, Bob Dylan o los Rolling Stones en sus producciones sintetizadas de mediados de los ochenta.
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