Joy
Helene Joy Laville naci¨® en Inglaterra y se volvi¨® mexicana en el instante en que decidi¨® que su vida ser¨ªa proyectada en pinturas de acr¨ªlico o acuarelas de ensue?o
Durante muchos martes que se fueron haciendo a?os se me concedi¨® enamorarme de una maravillosa mujer inglesa. Ella pintaba y evocaba conciertos de Haydn donde se atrevi¨® a tocar el chelo y me contaba historias de Jorge, el escritor al que debe aspirar todo aquel que escriba como quien narra y narra como quien cuenta y cuenta como pinta la vida misma, sin m¨¢s chiste que el humor inteligente y la chispa del sarcasmo y la iron¨ªa que embonaban perfectamente con esa mujer inglesa que se llamaba Helene Joy Laville y que hoy me deja ba?ado en l¨¢grimas bajo un cielo azul pastel donde todos los colores parecen tenues y tiernos. H. Joy Laville naci¨® en Inglaterra en 1923 y se volvi¨® mexicana en el instante en que decidi¨® que su vida ser¨ªa proyectada en pinturas de acr¨ªlico o acuarelas de ensue?o como retratos de una mujer al filo de una ventana siempre abierta, sentada en silencio o recostada sobre los instantes entra?ables de la m¨¢s ¨ªntima y callada serenidad.
En alg¨²n martes que se alargaba sin tiempo ¡ªpor la confianza y porque nos dio por la tristeza¡ª?Joy se puso a hablar de cuando se fue Jorge, del avi¨®n que tom¨® en Par¨ªs y que no lleg¨® a Madrid, ni a Bogot¨¢ donde lo esperaban otros muchos escritores. Hablamos del vac¨ªo y del dolor sordo; hablamos del silencio y en realidad, de la Nada, pero hablamos tambi¨¦n de los libros de Jorge que nos hab¨ªan reunido como por agua de azar y de las portadas de sus libros ya totalmente identificables por las pinturas de ella misma y entonces, se nos ocurri¨® imaginar a dos voces que la muerte es en realidad un viaje. Un viaje misterioso que lamentable y dolorosamente no se puede compartir con nadie vivo, donde quien se va decide rondar libremente por el mundo, por los paisajes que decida o las calles por donde siempre anduvo, en diferentes ¨¦pocas que se eligen por placer y para cada d¨ªa de la eternidad que queda por delante.
Hablamos mucho durante a?os que lograron convertir domingos en martes y jueves en martes y martes todas las llamadas telef¨®nicas que se alargaban con referencias compartidas. Siempre de Jorge y de la rara sincron¨ªa con nuestras familias: la madre que vive con su hermana, mi padre y mis t¨ªos que iban a la escuela con ¨¦l hasta que se cambi¨® al colegio donde se cruz¨® con Manuel Felgueres; las t¨ªas hom¨®nimas, los t¨ªos afeminados, las comidas de domingo, el callej¨®n del Salto del Mono all¨¢ por el P¨ªpila, la casa de la Presa y una calle estrecha en Par¨ªs, los cuadros de El Prado y las novelas de detectives, una escuela de ni?as en la Rue Saint Didier y la siesta que Jorge anunciaba dici¨¦ndose a s¨ª mismo: ¡°Soy un ching¨®n¡± y la roja m¨¢quina de escribir y los soldaditos de plomo y las pinturas de Joy:
La mujer recostada sobre un div¨¢n en medio de un mar de sue?o, las tres divas que est¨¢n por entrar a una selva de verdes insinuados, el hombre que se para junto a un perro para mirar el atardecer en una duna, los muchos floreros que se abren lentamente en p¨¦talos como l¨¢grimas¡. Y un avi¨®n en silueta que cruza el lienzo sin tiempo y sin escalas.
Con estas l¨ªneas intento abrazar a Trevor su hijo que ya es para m¨ª, hermano; a Chabelita y Gloria, Juan Pablo y todos quienes cuidaron de Joy en su rinconcito alineado de cuadros y recuadros y recuerdos; a Enrique y Lupita que la procuraron tantos a?os y no caben todos los nombres que quisiera abrazar en tinta para que conste que me quedo profundamente enamorado de una mujer que me llen¨® de vida con su memoria en flor, sus recuerdos en ramo, sus cuadros en movimiento y su sonrisa imborrable.
Jorge Ibarg¨¹engoitia se fue de viaje en noviembre de 1993 y vive desde entonces en todos sus libros que nos son indispensables y entra?ables. Ha recorrido cada callej¨®n de Guanajuato y largas avenidas de Par¨ªs sin que lo reconozcan sus lectores o confundido con otros arc¨¢ngeles de Cu¨¦vano y alrededores que de pronto se detienen en una esquina para comprar unas flores pintadas con pinceles viejos, en colores que le dan varios tonos al azul sobre un leve fondo verde. Por la calle como una playa ocre viene caminando descalza la mujer que se llam¨® Joy por j¨²bilo y por esa sonrisa.
De lejos, veo que Joy y Jorge se vuelven a abrazar y se dan el mismo primer beso que se dieron en San Miguel de Allende hace medio siglo y es la misma ni?a que se visti¨® de uniforme durante la Segunda Guerra Mundial y la valiente mujer que viaj¨® con su hijo Trevor desde Canad¨¢ para empezar una nueva vida en M¨¦xico en la d¨¦cada psicod¨¦lica y volverse con el tiempo en la pintora de sue?os, la pareja de Jorge, la musa de los martes, la maravilla de un milagro que se me concedi¨® abrazar incluso desde lejos, por tel¨¦fono trasatl¨¢ntico, con tantas palabras que nos unen, tanto libro y tantas im¨¢genes que parecen diluirse por una ligera llovizna de agua salada en los ojos. Veo que se van caminando, que se aman como ejemplo y se me pierden ya en la memoria en un and¨¦n de neblinas donde una ni?a inglesa se esconde entre ba¨²les y maletas, carretillas con cajas para el vag¨®n-comedor y exclama al aire su nombre como si fuera un verbo de bienvenida y a m¨ª se me atraganta tanta tristeza por agradecerle cada trazo de su feliz y maravillosa vida.
Babelia
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