Philip Roth, escritor hasta la m¨¦dula
La autora de 'Dientes blancos' habla de su relaci¨®n con el autor estadounidense que tan certeramente profundiz¨® en la belleza y brutalidad de EE UU

Una vez estuve hablando con Philip Roth de nataci¨®n, una actividad que casualmente a los dos nos gustaba, aunque ¨¦l pod¨ªa nadar mucho m¨¢s y mucho m¨¢s r¨¢pido. Me pregunt¨®: ¡°?En qu¨¦ piensas mientras haces un largo en la piscina?¡±. Confes¨¦ la insulsa verdad: ¡°Pienso, primer largo, primer largo, primer largo, y luego, segundo largo, segundo largo, segundo largo. Y as¨ª sucesivamente¡±. Eso le hizo re¨ªr. ¡°?Quieres saber en qu¨¦ pienso yo?¡±. Quise, c¨®mo no. ¡°Elijo un a?o. 1953, por ejemplo. Entonces pienso en lo que pas¨® en mi vida o en mi peque?o c¨ªrculo ese a?o. Luego me pongo a pensar en lo que pas¨® en Newark, o en Nueva York. Luego en Estados Unidos. Y entonces, si sigo nadando, tal vez empiezo a pensar en Europa, tambi¨¦n. Y as¨ª sucesivamente¡±. Eso me hizo re¨ªr. La energ¨ªa, el alcance, la precisi¨®n, la amplitud, la curiosidad, el af¨¢n, la inteligencia. Roth en la piscina no era distinto de Roth delante de su escritorio. Era escritor hasta la m¨¦dula. No se dilu¨ªa con otras cosas como ?menos mal!¨D nos ocurre al resto. Era escritura a palo seco, y todo lo que hac¨ªa estaba al servicio de la escritura. A una edad inusitadamente temprana aprendi¨® a no escribir para que la gente pensara bien de ¨¦l, ni para exponer, a trav¨¦s de la ficci¨®n, ideas respetables y que as¨ª lo consideraran una persona respetable. ¡°La literatura no es un concurso de belleza moral¡±, dijo una vez. Para Roth, la literatura no era una herramienta de ninguna clase. Era en s¨ª misma el objeto de veneraci¨®n. Amaba la ficci¨®n y (a diferencia de muchos escritores que no llegan a entregarse a fondo) nunca se avergonz¨® de ella. La amaba en su irresponsabilidad y en su comedia, en su vulgaridad y en su divina independencia. Nunca la confundi¨® con otras cosas hechas de palabras, como las declaraciones de justicia social o rectitud personal, el periodismo o los discursos pol¨ªticos, todos esenciales y necesarios para la vida que vivimos fuera de la ficci¨®n pero que en ning¨²n caso son ficci¨®n, un medio que siempre debe permitirse, como esas otras formas a menudo no pueden, la posibilidad de expresar verdades ¨ªntimas e inoportunas.
Pura energ¨ªa: ese es el don fundamental del escritor y la cualidad que compart¨ªa con su propio pa¨ªs, su legado a la literatura, y siempre estar¨¢ ah¨ª
Roth siempre contaba la verdad, su propia verdad, subjetiva a trav¨¦s del lenguaje y a trav¨¦s de las mentiras, los motores gemelos que accionan el desconcertante coraz¨®n de la literatura. Desconcertante para otros, nunca para Roth. Identidades ap¨®crifas, identidades falsas, identidades fant¨¢sticas, identidades suced¨¢neas, identidades horripilantes, identidades c¨®micas, vergonzosas¡, todas las abrazaba. Como le ocurre a cualquier escritor, hab¨ªa asuntos e ideas que escapaban de su comprensi¨®n o espectro; ten¨ªa ¨¢ngulos muertos, prejuicios, identidades que pod¨ªa imaginar solo parcialmente, o identidades que confund¨ªa o extraviaba. Pero a diferencia de muchos escritores, no aspiraba a una visi¨®n perfecta. Sab¨ªa que eso era inalcanzable. La subjetividad est¨¢ limitada por la visi¨®n del sujeto, y la tarea de escribir consiste en sacar el m¨¢ximo de lo que tienes. Roth aprovechaba hasta el ¨²ltimo resto de lo que ten¨ªa. Nada se escatimaba o se proteg¨ªa de la escritura, nada se guardaba por si acaso. Escribi¨® todos y cada uno de los libros que se propuso escribir, y dijo todas y cada una de las cosas que quiso decir. No hay mayor aspiraci¨®n que esa para un escritor. Nadar los 85 largos de la piscina y luego salir sin mirar atr¨¢s.
Cuando conoc¨ª a Roth ya hab¨ªa dejado de escribir; se dedicaba a leer. Casi exclusivamente historia de Estados Unidos, y la cuesti¨®n que parec¨ªa interesarle por encima de todas era la esclavitud. En la mesa del sal¨®n de su casa se apilaban tratados sobre el tema ¨Dcan¨®nicos, especializados, y rec¨®nditos¨D y muchos relatos de esclavos, algunos famosos y que me resultaban conocidos, otros con los que nunca me hab¨ªa topado, y que a veces le ped¨ªa prestados, para devolv¨¦rselos un mes o dos m¨¢s tarde y comentarlos. Cuando le mencionaba esa vena lectora erudita de Roth a alguien parec¨ªa asombrarse, pero para m¨ª encajaba a la perfecci¨®n con el hombre y su obra. Roth era un escritor sumamente patri¨®tico, aunque el amor por su pa¨ªs nunca pesaba m¨¢s ni oscurec¨ªa la curiosidad que le suscitaba. Siempre quiso conocer Estados Unidos, en su belleza y su atroz brutalidad, y verla sin tapujos: los nobles ideales, la realidad sangrienta. No necesitaba que una cosa fuera perfecta para implicarse, y eso val¨ªa doblemente con las personas, que en el mundo de Roth a fin de cuentas se traduc¨ªan siempre en personajes. La amalgama de cuanto hay de admirable y perverso en la gente, de ideal y absurdo, de bello y feo, es lo que Roth sab¨ªa y comprend¨ªa y siempre perdonaba, aunque a ¨¦l no siempre lo perdonaran por plasmarla. Probablemente se pondr¨ªa como loco si le dijeran que hab¨ªa algo ancestral y rab¨ªnico en esa atracci¨®n por la paradoja y la imperfecci¨®n, pero voy a decirlo de todos modos. Pura energ¨ªa: ese es el don fundamental de Roth ¨Dy la cualidad que compart¨ªa con su propio pa¨ªs, su legado a la literatura, y siempre estar¨¢ ah¨ª, a punto para que alguien lo trasvase o lo mezcle con alg¨²n nuevo elemento. Ese esp¨ªritu rothiano¨Drebosante de gente y cuentos y risa e historia y sexo y furia ser¨¢ una fuente de energ¨ªa mientras haya literatura. Lo primero que pens¨¦ cuando muri¨® fue que era una de las personas m¨¢s vivas, m¨¢s conscientes que he conocido, hasta el final. ?La idea de que una conciencia como la suya pudiera dejar de existir! Y, sin embargo, queda salvaguardada en cada uno de sus libros, afortunadamente.
Copyright ? Zadie Smith 2018. Publicado originalmente en 'The New Yorker'. Traducci¨®n de Eugenia V¨¢zquez
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