La ¨®pera y sus transformaciones
El Festival de Aix-en-Provence se reafirma como un inagotable campo de pruebas para revitalizar el g¨¦nero.
En su despedida de Aix-en-Provence, Bernard Foccroulle se ha mostrado fiel a los principios que han guiado su programaci¨®n durante los a?os en que ha estado al frente del festival provenzal. De entrada, el que puede que sea el ejemplo m¨¢ximo de una ¨®pera dentro de una ¨®pera, Ariadna en Naxos, de Richard Strauss, en una nueva producci¨®n confiada a la brit¨¢nica Katie Mitchell, una presencia asidua aqu¨ª en los ¨²ltimos a?os y triunfadora incontestable con sus brillantes propuestas esc¨¦nicas de Alcina, Written on Skin y Pell¨¦as et M¨¦lisande. A continuaci¨®n, una rareza, como sigue si¨¦ndolo poder ver El ¨¢ngel de fuego, de Sergu¨¦i Prok¨®fiev, que hubo de esperar hasta 1991 para llegar incluso a su pa¨ªs; la reposici¨®n de uno de esos montajes nacidos bajo su ¨¦gida que, en la entrevista concedida a este peri¨®dico, el propio Foccroulle sit¨²a entre los mejores de estos ¨²ltimos a?os: La flauta m¨¢gica ideada por Simon McBurney; un t¨ªtulo barroco, Dido y Eneas de Henry Purcell, casi un locus classicus en todas las programaciones del gestor belga, que, como organista profesional, vive permanentemente con un pie en los siglos XVII y XVIII; y, por ¨²ltimo, una ¨®pera experimental e intercultural, Seven Stones, que se dar¨¢ a conocer el pr¨®ximo s¨¢bado. Todo esto deparar¨¢n los cuatro primeros e intensos d¨ªas del festival.
Katie Mitchell parece haber le¨ªdo con cuidado la extraordinaria carta que Hugo von Hofmannsthal envi¨® a un Richard Strauss todav¨ªa indeciso sobre la fisonom¨ªa y la viabilidad de la Ariadne auf Naxos en que ambos estaban trabajando en julio de 1911, una ¨®pera que, afirmaba el escritor austr¨ªaco, ¡°trata de un sencillo y tremendo problema vital: el de la fidelidad. Bien aferrarse a lo que se ha perdido, obstinarse eternamente, hasta la muerte, bien vivir, seguir viviendo, sobreponerse, transformarse, sacrificar la integridad del alma y, sin embargo, preservar tu esencia en esta transformaci¨®n, seguir siendo un ser humano y no hundirse al nivel de un animal desprovisto de memoria¡±. Es imposible no relacionar esto con lo dicho por Foccroulle el jueves por la ma?ana en su ¨²ltima comparecencia p¨²blica como director del Festival de Aix-en-Provence: ¡°Si la ¨®pera se museiza, muere¡±. El viejo g¨¦nero debe, pues, reinventarse incesantemente si quiere, sin perder su ser, conservar su vigencia y continuar no solo entreteniendo, sino tambi¨¦n aportando sentido y reflexi¨®n a nuestras vidas.
En Aix hemos asistido en las dos jornadas inaugurales a una transformaci¨®n, si no perfecta, s¨ª muy lograda, y a otra, por el contrario, absolutamente fallida. Desde la primera nota del preludio, el sal¨®n del ¡°hombre m¨¢s rico de Viena¡±, la transmutaci¨®n temporal del Monsieur Jourdain de El burgu¨¦s gentilhombre de Moli¨¨re, sufre una metamorfosis casi permanente. Por sus cuatro puertas entran y salen personajes con una extraordinaria precisi¨®n temporal hasta que, finalmente, se escinde en dos mitades para acoger en una de ellas a esa ¨®pera dentro de una ¨®pera y convertir la otra mitad en un espacio para sus espectadores o para que el Compositor dirija con entusiasmo infatigable su supuesta partitura (la Ariadna en Naxos ficticia dentro de la Ariadna en Naxos real).
El Pr¨®logo de la ¨®pera es, como debe ser, un traj¨ªn constante, un ir y venir de ideas y personas en un ¨¢gil tono conversacional, una imaginativa sucesi¨®n de cambios de iluminaci¨®n que traducen a la perfecci¨®n el frenes¨ª argumental, con esa mezcla sorprendente de lo culto y lo popular, lo c¨®mico y lo tr¨¢gico, lo elevado y lo intrascendente. Y el ¨²nico pero en esta primera parte procedi¨® del foso, donde Marc Albrecht no logr¨® en ning¨²n momento que la m¨²sica fluyera con la agilidad y la sustancia teatral de cuanto acontec¨ªa en el escenario. Fue la suya una direcci¨®n sin poso y sin peso, poco idiom¨¢tica, que no supo sacar partido de las filigranas que supo obrar Strauss con los 36 instrumentos a los que decidi¨® circunscribirse. Vocalmente, en cambio, todo estaba en su sitio, aunque el personaje que recibe el tratamiento m¨¢s generoso y emp¨¢tico por parte de Strauss, el del Compositor, su evidente ¨¢lter ego, tuvo en Angela Brower una traductora m¨¢s entusiasta que otra cosa: tambi¨¦n a ella le cost¨® dar al personaje la entidad y traducir con sutileza sus vaivenes psicol¨®gicos. Tiene pocos minutos para hacerlo y no siempre supo aprovechar sus oportunidades.
En la segunda parte, con la mitad del sal¨®n transformada en la playa de Naxos, brillaron con luz propia la Ariadne de Lise Davidsen y la Zerbinetta de Sabine Devieilhe, esta ¨²ltima tambi¨¦n f¨ªsicamente gracias a su sensacional vestido luminot¨¦cnico, que puede encenderse en su parte frontal como un eficac¨ªsimo recurso c¨®mico. Estrenaba la soprano francesa el personaje y lo hizo con sobrados recursos vocales (a pesar de las temibles exigencias t¨¦cnicas de su gran aria de coloratura) y un enorme desparpajo esc¨¦nico: Francia parece haber encontrado a la digna sucesora de Natalie Dessay. A un nivel parejo o incluso superior estuvo la Ariadne de Lise Davidsen, una cantante de un apabullante poder¨ªo, con graves, con agudos, con un timbre rico y homog¨¦neo, con una musicalidad de primer orden. Por su talla tanto f¨ªsica (la soprano noruega es alt¨ªsima) como art¨ªstica (parece nacida para cantar), le llover¨¢n papeles wagnerianos: ojal¨¢ no arruinen, como tantas veces ha sucedido tristemente en el pasado, sus extraordinarias condiciones.
Mitchell ha decidido que Teseo no solo abandona a Ariadna en Naxos, sino que la deja tambi¨¦n embarazada, y el beb¨¦ que nace ante nuestros ojos casi al final de la ¨®pera se convierte en el destinatario de las palabras que Ariadna destina a Baco, una transposici¨®n muy pillada por los pelos y una vuelta de tuerca un tanto audaz que no funciona como debiera. Tampoco aportan nada las intervenciones habladas del mayordomo (puramente c¨®mica y autorreferencial) y del Jourdain vien¨¦s (autocr¨ªtica con la ¨®pera, probablemente un reflejo de lo que piensa Mitchell sobre el arriesgado experimento de Strauss y Hofmannsthal) al principio y el final de la segunda parte, pero est¨¢s m¨¢culas quedan compensadas m¨¢s que de sobra por el acierto con que se amalgaman tragedia y comedia, Ariadna y Zerbinetta, las tres ninfas y los cuatro personajes de la commedia dell¡¯arte, pertrechados de globos, confetis y gorros festivos para sacar a Ariadna de su pertinaz af¨¢n de morir (las bengalas que enciende Jourdain, trasunto de los fuegos artificiales que se hab¨ªan anunciado tras el espect¨¢culo esc¨¦nico, son otro peque?o gran golpe teatral). Cuando aflora, por cierto, ese impulso tan¨¢tico de la protagonista, no lleg¨® a o¨ªrse nunca con claridad el armonio, esencial en la instrumentaci¨®n de estos pasajes, un peque?o detalle m¨¢s a apuntar en el debe de la direcci¨®n superficial y poco detallista de Albrecht. Dentro de un reparto que ray¨® a un gran nivel global, merecen destacarse el Baco juvenil y expansivo de Eric Cutler y el Eco siempre delicado y preciso de Elena Galitskaia.
El jueves, en cambio, pintaron bastos en El ¨¢ngel de fuego, que Prok¨®fiev no logr¨® ver nunca representada y al que, de haberlo hecho ahora en Aix, le habr¨ªa costado reconocer en lo que aqu¨ª se ha visto a su propia creaci¨®n, su ¡°animal¡±, como le gustaba llamar a esta ¨®pera malhadada al compositor ruso, no tanto por la prestaci¨®n orquestal ?correcta y muy poco m¨¢s? comandada muy as¨¦pticamente y sin el necesario desafuero por Kazushi Ono, como por el terrible montaje perpetrado por Mariusz Treli¨½ski.
El ¨¢ngel de fuego admite m¨²ltiples lecturas, todas interesantes. Nada de lo que propone Treli¨½ski lo es ni ayuda al p¨²blico a comprender el enrevesado desarrollo de este amor obsesivo a tres bandas en el que confluyen la posesi¨®n demon¨ªaca, la pulsi¨®n sexual, los celos, la histeria, las visiones. Valeri Briusov, el autor de la novela en que Prok¨®fiev se inspir¨® para redactar ¨¦l mismo el libreto, quiso exorcizar con su escritura el amor triangular compartido con otro poeta simbolista ruso, Andr¨¦i Bely, y la aparentemente irresistible Nina Petrovskaia. Por regla general, la acci¨®n, en lugar de explicarse, se enmara?a a¨²n m¨¢s. Los tres esqueletos que niegan las pretensiones cient¨ªficas de Agrippa von Nettenheim al final del segundo acto, por ejemplo, se convierten en tres m¨²sicos psicod¨¦licos que empu?an guitarras blancas y visten como en los a?os setenta, imposible adivinar el porqu¨¦. Heinrich (aqu¨ª ciego) y el Inquisidor son indistinguibles, el duelo entre Ruprecht y el primero es literalmente grotesco, un figurante de pantal¨®n corto hace fotos con su m¨®vil de vez en cuando sin ton ni son, mientras que otros personajes aparecen doblados o triplicados asimismo sin motivo aparente, aparece y desaparece el inevitable travesti, Fausto y Mefist¨®feles resultan risibles o vemos a los protagonistas convertidos en ni?os que visten como ellos. Se riza el rizo en el ¨²ltimo acto, donde la consecuencia o la secuela de todo lo acontecido hasta entonces (el ingreso de Renata en el convento, el contagio de sus visiones al resto de las monjas y su condena a morir en la hoguera pronunciada por el Inquisidor) se muda absurdamente en una precuela, con una Renata adolescente en lo que parece ser un internado. La pirueta psicoanal¨ªtica es tan confusa, y encaja tan mal con el libreto y con la m¨²sica, que se queda en un salto en el vac¨ªo.
Aus?in? Stundyt? fue una Renata entregada esc¨¦nicamente, pero en general muy poco audible. Es cierto que se trata de un papel con un tremendo desgaste f¨ªsico, pero solo se la oy¨® cantar sin el freno puesto en algunos pasajes del tercer acto. Presente en todas las escenas de la ¨®pera excepto dos (las menos convincentes, por cierto), Renata exige ser interpretada por una cantante superdotada y con una reserva de energ¨ªa casi inagotable, algo que no parece poseer Stundyt?. El Ruprecht de Scott Hendricks se qued¨® incluso por debajo, tambi¨¦n por falta de recursos vocales suficientes y, en su caso, por una pobre encarnaci¨®n del protagonista, que semeja un pobre paria desnortado. Treli¨½ski convierte este drama simbolista exacerbado, este ejercicio de ¡°amor mist¨¦rico¡± (el adjetivo es de Andr¨¦ Bely), en un banal divertimento de camiseta blanca de tirantes (¨¦l) y combinaci¨®n lila (ella), iluminado por rancias luces de ne¨®n y plagado de no menos trasnochados clich¨¦s, feos est¨¦ticamente y hueros conceptualmente.
El p¨²blico aplaudi¨® con una complacencia y una persistencia igualmente incomprensibles el engendro de Treli¨½ski, sobre todo porque el arriesgado mecanismo de orfebrer¨ªa teatral de Mitchell no hab¨ªa sido premiado como merec¨ªa la noche anterior. Por m¨¢s que los fieles de Aix tengan unas tragaderas tremendas con todo lo que huela a nuevo ?aunque en realidad sea viejo, muy viejo? y suelan mostrar una generosa condescendencia con los experimentos con gaseosa, sobre todo si proceden del este (como pas¨® con Il trionfo del tempo e del disinganno de Handel deconstruido aqu¨ª por otro polaco, Krzysztof Warlikowski, hace dos a?os), es imposible entender por qu¨¦ algo tan pobre de ideas, tan est¨¦ticamente falaz, logra pasar como una propuesta rica y reflexiva. Si transformar significa profundizar, enriquecer, iluminar zonas de sombra, revivir (el mejor verbo para El ¨¢ngel de fuego), bienvenidas sean las metamorfosis oper¨ªsticas. Si, por el contrario, se traduce ¨²nicamente en emborronar, confundir, vulgarizar, empeque?ecer, mejor quedarnos como est¨¢bamos.
Babelia
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