A la esposa del general Custer no le gustaban los indios
Libbie vivi¨® en las Grandes Llanuras con su marido, que hab¨ªa dado orden de matarla si los pieles rojas trataban de atraparla
A Libbie Custer, la mujer del famoso general George Armstrong Custer, le daban mal rollo los pieles rojas. Incluso ya antes de que los sioux, cheyennes y arapajos mataran en Little Bighorn a su marido y a buena parte del S¨¦ptimo de Caballer¨ªa que comandaba. En sus memorias, en las que relata su vida en Kansas y Dakota junto al c¨¦lebre y controvertido militar h¨¦roe de la Guerra Civil y acreditado luchador contra los indios, narra la aprensi¨®n que le produc¨ªa visitar sus poblados -como el del jefe Perro Loco (!), donde Custer la hizo participar, ellos dos solos, en un consejo de jefes en el que no estaban permitidas las mujeres-, o incluso el mero hecho de estar en presencia de un grupo de prisioneros, incluidos squaws y ni?os, encerrados en un corral en Fort Hays por el general tras la batalla del Washita: Libbie describe el miedo y la repugnancia que le producen, cree que esconden cuchillos para matarla, su ¡°peculiar olor a indios¡± la repele y la obliga a ponerse un pa?uelo ante la nariz y las pobres ancianas le parecen ¡°encorvadas y repulsivas viejas brujas¡±.
Esa actitud poco emp¨¢tica, llena de clich¨¦s sobre los ¡°salvajes¡±, tiene explicaci¨®n si se piensa no solo en el abismo que separaba a una dama del Este de entonces de la cultura nativa de las praderas sino en otras circunstancias como que Custer, en un ejemplo contundente de doble moral pues ¨¦l tuvo de amante a la hija de un jefe cheyenne, hab¨ªa dado orden a sus soldados de que dispararan inmediatamente contra su esposa en la eventualidad de que pudiera caer prisionera en manos de pieles rojas hostiles.
La bella cheyenne y el sexo
"Una inusual historia de amor". As¨ª describe la relaci¨®n de Libbie y Custer Louise Barnett en su cl¨¢sica y apasionante biograf¨ªa del general Touched by Fire (1996) que en realidad es un libro sobre la pareja. La autora recalca c¨®mo se necesitaban el uno al otro hasta el punto de que ella, que viv¨ªa muy mal las separaciones, le segu¨ªa en sus destinos militares desde la Guerra Civil (fue la ¨²nica mujer autorizada por el general Sheridan a permanecer en su campamento) y ¨¦l lleg¨® a ser llevado ante un consejo de guerra por abandonar su puesto para estar junto a su mujer. Todo lo cual se muestra bien en el filme de Raoul Walsh Murieron con las botas puestas, con Olivia (Livvie) de Havilland y Errol Flynn.
No obstante, Barnett recalca que tuvieron sus problemillas. No tener hijos fue uno. Custer se neg¨® a adoptar a su sobrino, Autie Reed (muerto tambi¨¦n en Little Bighorn), como quer¨ªa ella, atormentada por la falta de frutos matrimoniales. Barnett sugiere que Libbie pensaba que era la culpable, quiz¨¢ porque en la ¨¦poca se cre¨ªa que la masturbaci¨®n femenina causaba infertilidad; la vida de la esposa de un militar de caballer¨ªa en la frontera era muy dura y con muchas ausencias, aguardando siempre a volver a o¨ªr el ruido de las botas del marido en el umbral y ¡°el alegre tintinear de su sable¡±. Libbie hubo de afrontar asimismo el vicio del juego de Custer (que en cambio, a diferencia de la inmensa mayor¨ªa de los soldados, no beb¨ªa) y sus infidelidades, probadas en numerosas cartas pidiendo perd¨®n a su mujer. La historiadora admite que todo ¨Cincluida la tradici¨®n oral india- apunta a que es cierto lo de la amante cheyenne, Monahseetah, hija del jefe Peque?a Piedra. La propia Libbie reconoce t¨¢citamente en sus memorias que la bella nativa ¡°hizo muchos servicios¡± al vanidoso general aparte de servirle de traductora.
Lo cuenta ella misma en Boots and saddles (1885), el primer tomo de sus memorias (tengo una maravillosa primera edici¨®n regalo de Javier Mar¨ªas en la que parece que oigas galopar los mustangs, silbar las flechas y sonar Garry Owen), y dice que el pensamiento del ¡°doble peligro¡± siempre estaba en su cabeza cuando hab¨ªa una amenaza. Ese era, por otro lado el procedimiento est¨¢ndar de los militares ¨Cy de Buffalo Bill- para evitar que las respetables mujeres blancas (sobre todo las suyas) sufrieran outrage, un destino ¡°mil veces peor que la muerte¡± (que las violaran los guerreros indios y las guardaran cautivas para su recreo). Estamos en territorios, claro, de Centauros del desierto. Es comprensible, pues, que a Libbie se le acelerara el pulso y tuviera ataques de ansiedad cada vez que aparec¨ªa un indio en lontananza y observaba c¨®mo el general o cualquier subordinado que le daba escolta echaba mano a la cartuchera. Para ser justos, hay que decir que los soldados veteranos siempre se guardaban una ¨²ltima bala para s¨ª mismos cuando combat¨ªan contra los pieles rojas, a los que despertaba lo peor de su tortuosa imaginaci¨®n coger a un Cuchillo Largo vivo (nadie lo ha recreado mejor que Robert?Aldrich en La venganza de Ulzana).
Chica sensible y alma impresionable que se calificaba a s¨ª misma de muy cobarde, Libbie, que perdi¨® a su madre y a sus hermanos de ni?a, tambi¨¦n ten¨ªa crisis de ansiedad cuando hab¨ªa tormentas -cosa frecuente, como los indios, en las Grandes Llanuras-, y se met¨ªa indefectiblemente debajo de la cama. Hay que reconocerle el valor de, con esos miedos, seguir la bandera de su esposo y el S¨¦ptimo por tierras salvajes y afrontar incomodidades y peligros sin cuento.
Elizabeth Bacon Custer (Monroe, Michigan, 1842-Nueva York, 1933) no es una mujer que caiga precisamente simp¨¢tica, aunque en su vejez lleg¨® a reconocer p¨²blicamente que los indios ten¨ªan raz¨®n en Little Bighorn. La fragilidad y la belleza de la pizpireta y rom¨¢ntica hija del juez Beacon, la m¨¢s cortejada de Monroe (Michigan), escond¨ªan un car¨¢cter fuerte y una voluntad y una ambici¨®n extraordinarias. Tambi¨¦n mal genio, como prob¨® al no gustarle la estatua que le dedicaron a Custer en Monroe.
Fue una importante fuerza motora tras la exuberante personalidad de George Armstrong Custer, al que consagr¨® con incre¨ªble entrega sus 12 a?os de matrimonio (se hab¨ªan casado en 1864 tras un impetuoso cortejo por parte de ¨¦l) y los 57 de viudez. Desde que, con 34 a?os, se enter¨® de la muerte de su marido en Little Bighorn (la batalla tuvo lugar el 25 de junio de 1876, pero la funesta noticia, que dejaba 24 viudas en el fuerte y un mont¨®n de hu¨¦rfanos, no lleg¨® a Fort Lincoln hasta el 5 de julio), Libbie se entreg¨® con cuerpo y alma a la defensa de su legado y a la glorificaci¨®n de Custer como s¨ªmbolo ic¨®nico del gran h¨¦roe ca¨ªdo. Lo hizo a trav¨¦s de conferencias y tres libros, recorriendo todo EE UU y convirti¨¦ndose en una especie de viuda de Am¨¦rica al estilo de Jacqueline Kennedy, aunque en su caso no hubo un Onassis: no volvi¨® a casarse y permaneci¨® fiel a la memoria de su amado Autie, como familiarmente se conoc¨ªa a Custer (no los sioux, imagino, que lo denominaban Pelo Largo y, seg¨²n Libbie en Following the Guidon, Pantera Sigilosa; imagino que tambi¨¦n cosas peores). ¡°Una se siente sola¡±, dec¨ªa, ¡°pero siempre he pensado que estar¨ªa cometiendo adulterio si me levantara una ma?ana y viera otra cabeza que la de Autie en la almohada a mi lado¡±.
Para ella, que lo hab¨ªa dado todo por el general, la memoria de este no pod¨ªa quedar olvidada en un rinc¨®n de Montana junto con su cuerpo tendido (desnudo y con una flecha jocosamente clavada por los indios en sus partes, detalle que se obvi¨® en el informe oficial para no herir la sensibilidad de Libbie). Durante m¨¢s de medio siglo, casi hasta que Hitler lleg¨® al poder, luch¨® con absoluta devoci¨®n para que se recordara a Custer y defendi¨® a brazo partido, ante los muchos custer¨®fobos, su cuestionado papel aquel d¨ªa en la batalla (cuando el impetuoso general crey¨® que pillaba a los sioux haciendo la siesta: ¡°Hurrah, boys, we¡¯ave got them!¡±). Haci¨¦ndolo, Libbie adquiri¨® una popularidad y una independencia (gan¨® mucho dinero) que ella misma, educada en la m¨¢s pura Victorian fashion (que no Victoria¡¯s secret), hubiera considerado imposibles. Fue recibida por la Reina de Inglaterra, viaj¨® hasta la India (aunque nunca quiso pisar el campo de batalla de Little Bighorn) y se convirti¨® en neoyorquina de adopci¨®n. Custer no le dej¨® nada m¨¢s que deudas, recuerdos y un coraz¨®n roto (y unas botas que cedi¨® al Museo de Historia de Kansas), pero Elizabeth demostr¨® un enorme coraje reinvent¨¢ndose en aras de su memoria y trascendiendo el simple papel de, como dice otra popular canci¨®n del S¨¦ptimo de Caballer¨ªa, ¡°la chica que dejamos atr¨¢s¡±.
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