Jazz, martinis y sombreros blancos
Nueva York es un g¨¦nero literario que se adapta al estado de ¨¢nimo del viajero, y que le acercan a Truman Capote, Dorothy Parker, Andy Warhol, Tom Wolfe y a Woody Allen
Nueva York fue el lugar donde a inicios del siglo XX se instalaron los nuevos dioses con sus modernos cacharros, el autom¨®vil Ford T, la radio, el cinemat¨®grafo y el aeroplano, los cuatro destinados a anular el tiempo y el espacio bajo la m¨²sica de jazz y el fervor del Martini seco, el trago que agitaba el barman como unas maracas detr¨¢s de la barra. El alcohol prohibido por la Ley Seca era el espejo en el que los escritores hermosos y malditos se miraban. Scott Fitzgerald era entre todos el m¨¢s guapo, el m¨¢s borracho. Con los primeros d¨®lares que le pagaron por uno de sus cuentos en una revista de modas se compr¨® unos pantalones blancos de tres pliegues y un sombrero de ala blanda, dispuesto a comerse el mundo que no era sino la aceituna verde que flotaba en la copa c¨®nica de ginebra con verm¨² y unas gotas de amargo de angostura. Scott Fitzgerald, sobrio o bebido, consigui¨® dotar de intensidad y consistencia a la pompa de jab¨®n que se estableci¨® en el Nueva York, Par¨ªs y la Costa Azul de entreguerras dentro de la cual bailaban y beb¨ªan criaturas vanas en fiestas que eran la cima de todos los sue?os. M¨¢s all¨¢ no hab¨ªa nada, salvo la derrota.
Existe un Nueva York de Scott Fitzgerald y otro de Dorothy Parker, enhebrados con un mismo hilo del alcohol del Martini seco. ¡°Bebe y baila, r¨ªe y miente, ama, toda la tumultuosa noche, porque ma?ana habremos de morir¡±, hab¨ªa escrito Dorothy Parker, aunque ella no consegu¨ªa morirse pese a haberlo intentando dos veces: una cort¨¢ndose las venas con una cuchilla de afeitar de su marido y otra con una sobredosis de Veronal. Era la reina de un grupo de exquisitos y privilegiados intelectuales, periodistas, cr¨ªticos literarios y actores neoyorquinos que en los a?os veinte ten¨ªa asiento en la Mesa Redonda del hotel Algonquin, en el 59 de la calle 44, Oeste, en un almuerzo diario seguido de una tertulia hasta media tarde, donde ella hizo famosa su lengua mordaz. Parker termin¨® por vivir all¨ª en una suite en la que sus amantes entraban y sal¨ªan como si se tratara de una oficina de Correos. No tanto sufrir como dejar de disfrutar, se dec¨ªa viendo el final reflejado en el fondo de la copa. ¡°?Qu¨¦ va a tomar?¡±, le pregunt¨® el camarero de un garito. ¡°No m¨¢s cat¨¢strofes, por favor¡±, respondi¨® ella.
Existe tambi¨¦n el Nueva York de Truman Capote, de Dashiell Hammett, de Andy Warhol, de Tom Wolfe, de Woody Allen. Despu¨¦s de todo Nueva York es una ficci¨®n, un g¨¦nero literario que se adapta a cualquier estado de ¨¢nimo del viajero. En 1979 se estren¨® la pel¨ªcula Manhattan, en blanco y negro, con la que Woody Allen convenci¨® a muchos cuarentones de que a¨²n pod¨ªan enamorar a una adolescente como Mariel Hemingway. Bien es cierto que en ninguna ciudad de Espa?a hab¨ªa un banco para contemplar el atardecer sobre el puente de Brooklyn. Pero bastaba con so?ar que uno paseaba en Nueva York con un botell¨ªn de agua mineral y una manzana al lado de una chica molona por Central Park, por una galer¨ªa de arte del Soho, entrando y saliendo en peque?as tiendas de vitaminas y comida macrobi¨®tica con una m¨²sica de swing al fondo. Los viajeros m¨¢s iniciados sab¨ªan que Woody Allen tocaba el clarinete con unos amigos los lunes en el Michael¡¯s Pub. Siempre hab¨ªa alguien que juraba haberlo visto y escuchado all¨ª en persona. A los dem¨¢s nos suced¨ªa que, si de paso por Nueva York, te acercabas al 211 de la calle 55, Oeste, y preguntabas por ¨¦l, precisamente ese lunes Woody Allen no estaba, te dec¨ªa el conserje. El fracaso se repet¨ªa cuando a?os despu¨¦s el grupo se traslad¨® al caf¨¦ del hotel Carlyle. Para compensar, no pude resistir la tentaci¨®n de tomarme un Martini en el River Caf¨¦, como Woody, contemplando el skyline de Manhattan. Era el rito ineludible que hab¨ªa que cumplir para ser moderno.
En cada viaje encontrabas un Nueva York distinto, unas veces limpio, otras sucio, unas veces violento y peligroso, otras seguro, sofisticado e ¨ªntimo. Reci¨¦n llegado llamabas a los amigos y en un restaurante de moda frente a una ensalada macrobi¨®tica cada uno se inventaba una experiencia neoyorquina distinta, gal¨¢ctica o esot¨¦rica. Por mi parte en uno de los viajes solo pude aportar a la mitolog¨ªa de Nueva York que en el bar Polo del hotel Westbury donde me hospedaba hab¨ªa visto a Gregory Peck tom¨¢ndose un Martini mientras se tamborileaba con los dedos una rodilla. Y en otra ocasi¨®n desde el hotel Chelsea vi salir de una alcantarilla a un hombre rata. Poca cosa.
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