Y en ¡®Turandot¡¯ se hizo la luz
Robert Wilson impregna la ¨²ltima ¨®pera de Puccini de su inconfundible est¨¦tica teatral
El 1 de abril de 1924 Giacomo Puccini asisti¨® en Florencia a una interpretaci¨®n de Pierrot lunaire de Arnold Sch?nberg: aun situados en polos estil¨ªsticos casi antag¨®nicos, ambos compositores se dejaron constancia expl¨ªcita de su sincera admiraci¨®n mutua. Cuatro a?os antes, cuando viaj¨® a Viena para ver el estreno en la ciudad de varias de sus ¨®peras, el italiano declar¨® en una entrevista su gran inter¨¦s por conocer de primera mano la m¨²sica del compositor austriaco. Y pocas semanas despu¨¦s de aquel viaje iniciar¨ªa la laboriosa gestaci¨®n de Turandot, durante cuyo transcurso se estrenar¨ªa Wozzeck en Berl¨ªn y que la muerte de Puccini dejar¨ªa inconclusa el 29 de noviembre de 1924, como incompleta quedar¨ªa tambi¨¦n a?os despu¨¦s Moses und Aron de Sch?nberg, dos ¨®peras cuyos finales plantearon a uno y otro creador dilemas de muy diferente naturaleza, pero igualmente irresolubles. El g¨¦nero oper¨ªstico siempre ha suscitado, y m¨¢s que nunca en el siglo XX, desaf¨ªos e interrogantes desconocidos en otros ¨¢mbitos musicales.
Turandot qued¨®, pues, truncada, coja, varada en el mismo callej¨®n sin salida que hab¨ªa atenazado a Puccini en los ¨²ltimos meses de su vida y dej¨¢ndonos no solo la inc¨®gnita de c¨®mo habr¨ªa encajado finalmente su autor el rompecabezas del irrealizable d¨²o final, sino tambi¨¦n de en qu¨¦ direcci¨®n habr¨ªa seguido avanzando a continuaci¨®n su cat¨¢logo oper¨ªstico, porque Turandot podr¨ªa haber supuesto un punto de inflexi¨®n, un nuevo comienzo, o haberse quedado en un desv¨ªo moment¨¢neo, un experimento puntual. Y es esta indiscutible condici¨®n experimental, novedosa, la que la sit¨²a de manera natural en el radar de Robert Wilson, un director de escena que fagocita cuanto cae en sus manos y lo reviste, ahorm¨¢ndolo con m¨¢s o menos esfuerzo, con ocurrencias m¨¢s o menos brillantes, de sus propias se?as de identidad, a las que se mantiene, d¨¦cada tras d¨¦cada, f¨¦rreamente fiel.
Turandot
M¨²sica de Giacomo Puccini. Ir¨¦ne Theorin, Gregory Kunde, Yolanda Auyanet, Andrea Mastroni y Joan Mart¨ªn-Royo, entre otros. Coro y Orquesta Titulares del Teatro Real. Peque?os Cantores de la JORCAM. Direcci¨®n musical: Nicola Luisotti. Direcci¨®n de escena: Robert Wilson. Teatro Real, hasta el 29 de diciembre.
La boh¨¨me, por ejemplo, no se presta a semejante metamorfosis, mientras que una ¨®pera como Turandot no es que se avenga mucho mejor al credo est¨¦tico y est¨¢tico del estadounidense, sino que parece casi reclamarlo, pedirlo a gritos incluso, para liberarse as¨ª de tanta hojarasca, de tanta huera adherencia orientalista y grandilocuente como ha quedado impregnada en ella a lo largo de su accidentada historia interpretativa desde que su estreno de 1926 quedara interrumpido en el momento exacto que se correspond¨ªa con el final de lo que Puccini hab¨ªa dejado concluido (aunque no revisado, y esta era una fase crucial de su proceso creativo). Tras hacerse bruscamente el silencio, as¨ª lo comunic¨® Arturo Toscanini al p¨²blico congregado en el Teatro alla Scala (aunque la decisi¨®n no fue suya, ni tomada sobre la marcha, como reza la leyenda, sino que ya lo hab¨ªa previsto as¨ª la editorial Ricordi desde muchos meses antes). Y el final ¡ªo los finales, porque Toscanini desde?¨® el primero¡ª ideado por Franco Alfano ha despertado menos simpat¨ªas que animadversiones: Wilson, quiz¨¢ por una vez con la mayor¨ªa, se alinea con el segundo bando.
Ir¨¦ne Theorin ha sustituido en el primer reparto (de los tres anunciados) a Nina Stemme, dos sopranos suecas en la estela de su compatriota Birgit Nilsson, que hizo de este papel una de sus grandes especialidades en el repertorio italiano, raramente frecuentado por ella. Theorin suena m¨¢s cre¨ªble antes que despu¨¦s de su deshielo y posee el volumen, los agudos y el car¨¢cter necesarios para encarnar a Turandot, si bien la voz no es especialmente atractiva. Lo peor es que sus virtudes quedan empa?adas por una pobr¨ªsima dicci¨®n italiana. Gregory Kunde, un profesional mod¨¦lico, se ha reinventado, con enorme m¨¦rito, al final de su carrera y ha llegado a los grandes papeles con que va a coronarla (Otello, Radam¨¨s, Grimes, Calaf) con un vasto acopio de experiencia y sabidur¨ªa, pero con la voz inevitablemente desgastada. De todos ellos es el de Calaf, un papel que se encarama con frecuencia a los agudos, el que mejor se aviene al estado actual de su voz, que sigue luciendo all¨ª en lo alto brillo y seguridad. Yolanda Auyanet empez¨® muy atenazada por los nervios, pero se repuso en el tercer acto, donde su canto limpio y nada efectista gan¨® muchos enteros. Todo apunta a que, aparcado el trago del estreno, su Li¨´ ganar¨¢ en lirismo y hondura.
Del resto del reparto debe destacarse a Joan Mart¨ªn-Royo, que es tan buen actor como cantante, y as¨ª lo demostr¨® en su Papageno de La flauta m¨¢gica de Barrie Kosky. Ahora eclipsa como Pong a sus dos compa?eros y verlo y o¨ªrlo se convierte, sin duda, en un atractivo de los momentos dram¨¢ticamente m¨¢s d¨¦biles del espect¨¢culo, a pesar de que el continuo zascandileo de estos Tweedledum y Tweedledee en versi¨®n oriental triplicada acaba resultando siempre cargante. Wilson permite al tr¨ªo inusuales dosis de movimiento, pero lo cierto es que Ping, Pang y Pong son personajes camale¨®nicos por antonomasia, distintos de cuantos lo rodean, y se merecen este trato diferenciado.
Nicola Luisotti es un director al que da gusto mirar. Tiene un gesto claro, pl¨¢stico, flexible y cabe imaginar la sensaci¨®n de comodidad y seguridad que deben de experimentar los m¨²sicos que toquen bajo su batuta. Lo que m¨¢s llama la atenci¨®n de su direcci¨®n es su sentido narrativo, la continuidad que sabe imprimir al discurso: todo fluye perfectamente engarzado, bien matizado, fraseado con enorme musicalidad, y se lo ve siempre atento a buscar el equilibrio y el buen entendimiento entre escenario y foso, donde deja cantar y tocar sin rigideces ni autoritarismos, casi con afabilidad. El ¨²nico reparo que cabe plantear es, quiz¨¢, que Turandot, y m¨¢s en esta abstracta plasmaci¨®n visual de Robert Wilson, admite una lectura m¨¢s cortante, m¨¢s violenta, m¨¢s agresiva, m¨¢s angulosa, como el vestido rojo y el tocado negro de la princesa: menos pucciniana, si se quiere, y algo m¨¢s sch?nberguiana, por volver a la dicotom¨ªa inicial. El extraordinario Coro del Teatro Real canta, en cambio, con arrojo, con aplomo y extremando los contrastes, rozando incluso el desafuero en su primera intervenci¨®n, y esta es una ¨®pera en la que el coro tiene un protagonismo desusado. Su mejor momento fue probablemente el m¨¢s delicado: el de la m¨²sica f¨²nebre tras la muerte de Li¨´.
Como es habitual en sus producciones, Robert Wilson ense?a sus cartas, exquisitamente perfiladas e iluminadas (y este ¨²ltimo participio debe entenderse en el doble sentido de envueltas en una luz cuidad¨ªsima y con unos personajes que parecen casi figuras inm¨®viles dibujadas y coloreadas sobre un terso pergamino), pero dej¨¢ndonos abierto y a nuestro arbitrio el abanico de posibles interpretaciones. Y no son pocos los temas que se apuntan, sin apenas desarrollo, en Turandot: las relaciones paternofiliales, la represi¨®n sexual, el amor como fuerza redentora y como pulsi¨®n destructiva, el deseo como subterfugio del amor, la condici¨®n infrahumana en que nos sume un r¨¦gimen autoritario, las m¨¢scaras como un s¨ªmbolo de alienaci¨®n, las fronteras difusas entre realidad e ilusi¨®n y, claro, el poder omn¨ªmodo y sus devastadoras consecuencias. Wilson apenas se moja, salvo en la poderosa simbolog¨ªa sexual del ¨²ltimo y afilado as luminot¨¦cnico que se saca de la manga en el cierre mismo de la ¨®pera. Prefiere dejarnos pensando c¨®mo desentra?ar tanto simbolismo, con una agitaci¨®n cerebral contrapuesta a este derroche de estatismo, porque ese ¡°Popolo di Pekino¡± al que apela exclamativamente el mandar¨ªn al comienzo mismo de la ¨®pera, no lo olvidemos, somos todos.
Babelia
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