Poeta sentado en un sill¨®n celeste
Juan Gil-Albert era un valenciano de zapato blanco y caf¨¦, de pantal¨®n color barquillo y polo azul claro
El poeta Juan Gil-Albert era un valenciano de zapato blanco y caf¨¦, de pantal¨®n color barquillo y polo azul claro, el bigote blanco de escobilla y la piel un poco encendida. As¨ª lo recuerdo de una tarde de verano en su casa, sentado en el mismo sill¨®n celeste en el que hab¨ªa esperado durante tantos a?os la gloria literaria.
¡ªAndo un poco abatido estos d¨ªas ¡ªme dijo¡ª. ?ltimamente he ca¨ªdo en unas depresiones tremendas, tengo extra?os mareos, me he hecho analizar por mi m¨¦dico y parece que despu¨¦s de todo me ha tra¨ªdo una buena noticia. Me ha dicho que no pase cuidado, que la m¨ªa es una enfermedad elegant¨ªsima. Se trata de una alergia, tal vez de una alergia al polen de las rosas amarillas.
Su padre era un gran industrial de Alcoy. Gil-Albert se recuerda en los a?os veinte, camino de Alicante a tomar los ba?os, vestido de marinerito en un Hispano-Suiza color gris verdoso descapotable y a su lado las se?oras con pamelas de frutas con gasas anudadas en la barbilla. Cuando la familia se traslad¨® a Valencia, Gil-Albert iba al colegio de los escolapios en un carruaje tirado por una yegua que se llamaba Clavellina y all¨ª su primer ¨¦xito fue el ser designado para entregar el anillo al cardenal Benlloch, sufragado entre los colegiales con los duros de plata de sus padres. Primero recit¨® un poema que ensalzaba a aquella eminencia valenciana y luego coloc¨® en su dedo inflado el anillo pastoral. El cardenal Benlloch era un huertano orondo, barroco, enjoyado de pectorales, que causaba gran admiraci¨®n en las mujeres.
Juan Gil-Albert se matricul¨® en Filosof¨ªa y Letras cuando era un dandi aprendiz de poeta, cliente habitual del bar restaurante Ideal-Room, de ¨²ltima moda, donde tomaba refrescos de est¨¦tica floral. Por aquel tiempo sufri¨® un leve vah¨ªdo de amor y se hizo novio de la hija del rector de la universidad, aunque la alucinaci¨®n femenina dur¨® muy poco. Pero muy pronto fue inoculado literariamente por Gabriel Mir¨®. El futuro escritor se propuso conocerlo y para ello se traslad¨® a Madrid.
¡ªYo ten¨ªa apenas veinte a?os. Me instal¨¦ en el Savoy. Llam¨¦ a Gabriel Mir¨® por tel¨¦fono, o¨ª su voz timbrada, ligeramente pastosa, de las que resuenan en la b¨®veda del paladar. La cita fue para la tarde. Yo llevaba sombrero duro, traje negro, abrigo ingl¨¦s semientallado de color canela, botas de charol con suela de ant¨ªlope, bast¨®n claro y, colgado de una cintilla de moar¨¦, un mon¨®culo inservible montado en una circunferencia de oro.
En casa de Gabriel Mir¨® hab¨ªa muebles robustos, nogales y caobas, nada espectacular ni atildado. Ol¨ªa a sahumerio. Mir¨® ten¨ªa el f¨ªsico, el rostro natural de su prosa, los rasgos cincelados y la mirada azul, vestido de negro, la mano blanca, los dedos alargados pero no esquel¨¦ticos. Me acogi¨® dici¨¦ndome: ¡°?Qu¨¦ hace usted aqu¨ª? V¨¢yase de Madrid, aqu¨ª se pierde el tiempo, v¨¢yase al campo, a su Alcoy y escriba¡±. Parec¨ªa un desplazado.
Gil-Albert rompi¨® de pronto a escribir en prosa y luego, en 1934, public¨® el primer libro de versos. Contra todo pron¨®stico, cuando lleg¨® la Rep¨²blica, aquel joven dandi tom¨® el partido del pueblo, de aquellos extra?os seres que en su dorada ni?ez hab¨ªa visto moverse dentro de una nube de borra en Alcoy; sigui¨® a su lado durante la revoluci¨®n de Asturias y al llegar la guerra se alist¨® en la Alianza de Intelectuales Antifascistas, fue secretario de la revista Hora de Espa?a y sali¨® saltando barrancos hacia el exilio.
¡ªEn M¨¦xico, un d¨ªa, me cruc¨¦ por la calle con el poeta Le¨®n Felipe. Se detuvo a saludarme. ¡°?C¨®mo vas as¨ª. Pareces un mendigo?¡±, me dijo. ¡°Ven ma?ana a casa¡±. Un grupo de escritores norteamericanos hab¨ªa girado fondos para remediar situaciones lastimosas entre los refugiados y Le¨®n Felipe era el encargado de administrarlo. Me dio un cheque. Y, en seguida, con el hambre encima, me fui a una elegant¨ªsima tienda inglesa. Me arm¨¦ de valor y entr¨¦. Eleg¨ª un su¨¦ter, y para llevarlo con ¨¦l, una leve corbata de foulard, color humo, con peque?as motas blancas; ped¨ª tambi¨¦n productos Yardley, jab¨®n de afeitar, polvos de talco, loci¨®n y sales. Luego pagu¨¦ las compras con un gesto desprendido que hab¨ªa olvidado.
De regreso a Espa?a, en 1947, despu¨¦s de ocho a?os exilio en M¨¦xico, de pronto se vio como el ¨²nico var¨®n vivo de toda la familia y tuvo que asumir la responsabilidad de dirigir el negocio de casa. Los amigos se echaron las manos a la cabeza. Un poeta herm¨¦tico, de alma quebradiza como Gil-Albert, cortando el bacalao en el consejo de administraci¨®n de un gran negocio de ferreter¨ªa, era cosa de ver. Un esteta que iba por la vida de anarquista grecolatino, firmaba letras de cambio como endecas¨ªlabos. Y as¨ª hasta llegar a la quiebra en un rapto de inspiraci¨®n. El poeta contempl¨® la llegada de la ruina con impasibilidad est¨¦tica.
Juan Gil-Albert se sent¨®, como si nada hubiera pasado, en este sill¨®n celeste y sigui¨® tejiendo un labrado de sensaciones esfumadas, de siluetas reflejadas en un cristal helado. Veinte a?os sumergido en el silencio y de pronto un d¨ªa la nueva juventud descubri¨® a este dulce ¨¢crata y el ¨¦xito llen¨® de j¨²bilo su jubilaci¨®n.
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