Presencia de Falla
Como Stravinski, depur¨® los elementos de la m¨²sica popular hasta levantar una especie de riguroso esquematismo cubista
Manuel de Falla ocupa en la posteridad un papel tan discreto como el que ocup¨® durante su vida. En un siglo de egos megal¨®manos en la literatura y en las artes, en un pa¨ªs de palabrer¨ªas y aspavientos, Manuel de Falla es un hombre peque?o de estatura y sigiloso de ademanes del que nadie dir¨ªa, por su aspecto exterior, que estaba componiendo algunas de las m¨²sicas m¨¢s originales, m¨¢s hondamente perturbadoras de su tiempo y del nuestro. En el siglo XX la idea rom¨¢ntica del genio se hipertrofia hasta el exceso y la caricatura. El genio es un monstruo que se cree con derecho a todo y al que se le permite todo. Las c¨¦lebres vanguardias, tan r¨¢pidamente canonizadas en ortodoxias, conceden al genio una autoridad a la vez tir¨¢nica y liberadora, como si esa conjunci¨®n fuera posible. El genio puede permitirse ser un monstruo, un payaso, un actor dedicado las 24 horas del d¨ªa a interpretarse a s¨ª mismo, y a producir a gran velocidad obras que tengan en el mercado el valor de una marca de lujo, y a alimentar una leyenda que al envolver las obras en un aura de hero¨ªsmo o de disipaci¨®n multipliquen su precio.
En un panorama as¨ª, Manuel de Falla es una rareza. Al genio, por antonomasia var¨®n, le vienen bien las borrascas pasionales, el desarreglo vital, la promiscuidad tumultuosa. Manuel de Falla era un hombre menudo y pulcro que permaneci¨® casto y soltero toda su vida, un cat¨®lico de misa diaria que viv¨ªa con su hermana Mar¨ªa del Carmen y se sentaba con ella todas las tardes a rezar el rosario. Tambi¨¦n Stravinski era menudo y religioso, pero en las fotos tiene ademanes de una elocuencia de hombre mucho m¨¢s alto, cuando alza los brazos en el podio de la orquesta o se sube las gafas a la frente para examinar una partitura con un ce?o de ¨¢guila. Stravinski se mov¨ªa en los salones de la aristocracia de Par¨ªs y en las villas de la Costa Azul, y cuando abandon¨® Europa huyendo de la guerra se instal¨® en California y supo moverse con la misma destreza entre las celebridades de Hollywood. Manuel de Falla se retir¨® a un carmen diminuto en Granada buscando sosiego y silencio, y cuando le lleg¨® a ¨¦l tambi¨¦n el momento de marcharse, en 1939, encontr¨® refugio no en la California del cine y los exiliados europeos de lujo ¡ªStravinski, Thomas Mann, Sch?nberg, Brecht¡ª, sino en una peque?a ciudad del interior de Argentina, Alta Gracia, en la provincia de C¨®rdoba, donde pas¨® sus ¨²ltimos a?os en un aislamiento casi absoluto, con una modestia extrema, como si hubiera llevado consigo al otro lado del mundo la austeridad de celda de monje de su estudio en Granada.
Era un cat¨®lico ferviente, pero no un reaccionario: en su catolicismo hab¨ªa una calidez de justicia evang¨¦lica. Quiso salvar a Lorca de sus verdugos en los d¨ªas de la gran cacer¨ªa humana al principio de la guerra, y acab¨® zarandeado e injuriado por los falangistas y los chupatintas del Gobierno Civil de Granada. Alguien, en medio del tumulto de los taconazos militares y las m¨¢quinas de escribir que copiaban listas de futuros ejecutados, vio a aquel hombrecillo inoportuno e impecable y pregunt¨® con fastidio qui¨¦n era. ¡°Uno que dice que hace m¨²sica¡±, le contest¨® otro de aquellos forajidos.
Uno mira sus fotos y escucha su m¨²sica y le parece que entre unas y otra hay una discordancia. No fue un compositor f¨¦rtil, pero cada una de sus obras mejores es plenamente original de una manera distinta a todas las otras, como si en cada caso se hubiera impuesto un desaf¨ªo que una vez resuelto le permitiera comenzar de nuevo, sin deuda consigo mismo ni con nadie. Como Stravinski, a quien le un¨ªa una admiraci¨®n mutua, depur¨® los elementos de la m¨²sica popular hasta levantar a partir de ellos una especie de riguroso esquematismo cubista. Falla es un maestro de la sustracci¨®n, del despojamiento transmutado en vehemencia expresiva. Igual que la pintura del pasado se la desfigura cubri¨¦ndola de barnices, la m¨²sica de Falla llega a veces envuelta en brillos falsos de exotismo espa?olista: bien interpretada, es seca, arrebatada, el¨¦ctrica, con asperezas y oscuridades de cante jondo, con una desnudez como de Jan¨¢cek o de B¨¦la Bart¨®k; tambi¨¦n con una dulzura simple de tonada popular.
Ando enardecido estos d¨ªas con don Manuel de Falla porque voy escuchando el disco que ha grabado el Perspectives Ensemble, dirigido por ?ngel Gil-Ord¨®?ez, poniendo juntos El amor brujo en la versi¨®n de 1915 y El retablo de Maese Pedro. El amor brujo fue luego una suite orquestal y un ballet, y perdi¨® muchas de sus aristas. En 1915, compuesto para la cantaora Pastora Imperio, para una orquesta reducida y con piano, para un teatro popular casi de suburbio, el teatro Lara de Madrid, es una partitura de una fuerza r¨ªtmica que est¨¢ entre Stravinski y el taconeo flamenco, de una textura como de collage, en la que se unen el habla y el canto, en este caso con la voz delicada de Esperanza Fern¨¢ndez. La consagraci¨®n de la primavera influy¨® sin duda a Falla en esta obra. Pero cuando, en los a?os siguientes, Stravinski compuso Petrushka y La historia del soldado, tambi¨¦n ¨¦l estaba recibiendo la influencia de El amor brujo.
Cuesta creer que en tan poco tiempo quepa tanta m¨²sica. El amor brujo y El retablo de Maese Pedro duran en esta grabaci¨®n 62 minutos escasos. Me hace pensar en esos cuentos de Ch¨¦jov o de Alice Munro que abarcan duraciones de muchos a?os en unas pocas p¨¢ginas. Falla parece que comprime la m¨²sica al extremo en El retablo, como el propio Maese Pedro comprime una narraci¨®n legendaria en las figuras diminutas de barro de su tinglado ambulante. En El amor brujo la materia prima era el melodrama y la canci¨®n popular. En El retablo es la prosa de Cervantes. Falla la convierte en una secuencia sinuosa de m¨²sica a la manera de Debussy en Pell¨¦as et M¨¦lisande, explorando sus propios ritmos naturales y acentos, la cadencia misma de la escritura de Cervantes, tan empapada de habla, tan flexible en la dicci¨®n elocuente, o par¨®dica, o humor¨ªstica, con entonaciones de salmodia de iglesia y de cantar de ciegos. En interludios que pueden no llegar a un minuto, Manuel de Falla, y con ¨¦l Gil-Ord¨®?ez, se recrea en demoradas extensiones mel¨®dicas, paisajes breves pintados en el tel¨®n de un teatrillo de t¨ªteres. Entonces uno comprende, con asombro y gratitud, que est¨¢ escuchando la mejor prosa y la mejor m¨²sica espa?ola, las dos juntas, al mismo tiempo.
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