Gotemburgo se mueve

En verano, los festivales de m¨²sica proliferan como hongos por toda Escandinavia: el se?uelo de buenos conciertos celebrados en atractivos entornos naturales con (quiz¨¢s) buen tiempo anima a muchos aficionados a viajar hacia el norte. Gotemburgo ha decidido adelantarse a la llegada del verano y se ha inventado un nuevo festival, breve y comprimido, justo en los d¨ªas en que est¨¢n empezando aqu¨ª a asomar las flores en los parques, los bosques y las decenas de islas que se api?an junto a su costa: en el norte de Europa, la primavera se toma su tiempo para prodigar sus bienes.

La iniciativa para crear el festival ha surgido, curiosamente, de la Orquesta Sinf¨®nica de la ciudad, una formaci¨®n centenaria que disfruta desde hace d¨¦cadas de una fuerte proyecci¨®n internacional y que ha tenido siempre un muy buen olfato para elegir a sus directores titulares. No es, sin embargo, un festival orquestal, sino que ha decidido dar cabida a todo tipo de manifestaciones musicales, peque?as y grandes, formales e informales, tradicionales y transgresoras, todas ellas en su edificio de la G?taplatsen, una amplia plaza que comparte con el Museo de Bellas Artes, la gran Biblioteca Municipal y el principal teatro de la ciudad. Tampoco hay un tema o un hilo conductor, pero en los veinte conciertos que se han sucedido casi sin descanso en los ¨²ltimos cuatro d¨ªas s¨ª ha sido f¨¢cilmente constatable una presencia masiva de mujeres sobre los diferentes escenarios: instrumentistas, cantantes, compositoras, directoras, bailarinas, core¨®grafas. En la mejor tradici¨®n escandinava, el Point Festival, sin hacer gala de ello ni pregonarlo a los cuatro vientos, no ha hecho distingos entre sexos y, cuando eso sucede, el coprotagonismo femenino se reduplica.

Lo que s¨ª est¨¢ claro es que su director, el noruego Sten Cranner, ha querido apostar por la heterodoxia. Y pocos m¨²sicos la reflejan mejor actualmente que la violinista moldava Patricia Kopatchinskaja, incompatible con los r¨ªgidos y trasnochados esquemas tradicionales asociados a la m¨²sica cl¨¢sica, ya sea en la elecci¨®n del repertorio, en la manera de vestir o, incluso, en la propia interpretaci¨®n de un instrumento. Cuando se oye hablar a PatKop, como la llaman sus colegas para simplificar, es capaz de convencer al m¨¢s fiero tradicionalista de que las cosas tienen que cambiar, de que los m¨²sicos no pueden tocar lo de siempre, como siempre y vestir fracs o vestidos largos de gala. En un encuentro p¨²blico con ella, logr¨® poner de su lado a los m¨¢s reticentes, tal es tanto su convicci¨®n personal como su capacidad de persuasi¨®n, aderezadas ambas por un irresistible encanto personal que refuerza a¨²n m¨¢s la veracidad de sus palabras.

En el concierto inaugural sali¨® ataviada como lo que bien podr¨ªa describirse como un frac deconstruido y, en parte, descosido, con los hombros al aire, pespuntes visibles, camisa por fuera y, huelga decirlo, sin pajarita. Toc¨®, como siempre, descalza, y no ha sido la ¨²nica en hacerlo aqu¨ª estos d¨ªas. Su versi¨®n del Concierto n¨²m. 1 de B¨¦la Bart¨®k tuvo momentos extraordinarios junto a otros mucho m¨¢s farfulleros. Pero no es instrumentista a la que deban aplicarse tampoco los par¨¢metros cr¨ªticos al uso. Hace profesi¨®n te¨®rica y pr¨¢ctica de ¡°amor a la imperfecci¨®n¡± y en su manera de tocar prima siempre el esp¨ªritu sobre la letra. Aunque es capaz de tocar muy bien, no siempre lo hace, t¨¦cnicamente hablando, porque pueden m¨¢s sus ideas, su af¨¢n de comunicatividad y la inspiraci¨®n del momento. Como suele hacer al final, renunci¨® a la propina de lucimiento en solitario para tocarla junto al concertino de la orquesta: la poco conocida Balada y Danza de Gy?rgy Ligeti, para dos violines, una elecci¨®n perfecta tras la juvenil obra de Bart¨®k.

Tan solo cinco a?os antes del Concierto de Bart¨®k, en 1903, fue compuesta la segunda obra del programa, la Sinfon¨ªa dom¨¦stica de Richard Strauss, en la que quedaron de manifiesto las soberbias condiciones de Santtu-Matias Rouvali, la pen¨²ltima joya de la feraz f¨¢brica finlandesa de grandes directores (la ¨²ltima perla es Klaus M?kel?, que a sus 23 a?os se convertir¨¢ dentro de pocos meses en director titular de la Filarm¨®nica de Oslo). Estos mismos d¨ªas acaba tambi¨¦n de anunciarse que Rouvali, diez a?os mayor, suceder¨¢ en 2021 a su compatriota Esa-Pekka Salonen al frente de la Orquesta Philharmonia, un logro extraordinario en un director de su edad. Pero Gotemburgo se resiste a perderlo y le ha ampliado su contrato de titularidad hasta 2025. Su Strauss ?intenso y expresivo, pero siempre bajo su control¨C puso de manifiesto la sinton¨ªa existente entre ambos.

Dos d¨ªas despu¨¦s, Kopatchinskaja complet¨® su propio autorretrato como artista rebelde con una aut¨¦ntica recreaci¨®n de Pierrot lunaire, el visionario ciclo de canciones de Arnold Sch?nberg a partir de poemas cuajados de alucinaciones visuales del simbolista Albert Giraud. La moldava ha confesado que jam¨¢s ha recibido formaci¨®n vocal, a la vez que ha admitido que le ha resultado absolutamente natural abordar la parte solista ideada por Sch?nberg (a medio camino entre el habla y el canto), ya que cualquier instrumentista canta interiormente todo cuanto toca. Ataviada y maquillada como Pierrot, PatKop llena de efusividad los poemas, con gesticulaci¨®n constante y ocurrencias afortunadas: canta el s¨¦ptimo poema, La luna enferma, tumbada en el suelo, con el flautista sentado a su lado; en Canci¨®n del pat¨ªbulo, la duod¨¦cima, simula ahorcarse a s¨ª misma con una soga; para La mancha lunar, la decimoctava, camina por el escenario como un Pierrot anciano con bast¨®n y se cubre con una especie de chal negro con una luna blanca bordada en su espalda; y canta la siguiente canci¨®n, Serenata, sentada al borde del escenario, a un palmo del p¨²blico.

La acompa?aron, muy bien, instrumentistas de la Sinf¨®nica de Gotemburgo, con menci¨®n especial para el violonchelista Johan Stern, magn¨ªfico en sus solos. El ciclo se interpret¨® en tres bloques (el t¨ªtulo original de la obra es Tres veces siete poemas de ¡°Pierrot lunaire¡± de Albert Giraud). Antes del primero, todos los m¨²sicos aparecieron desfilando por el patio de butacas preludiando lo que resultar¨ªa ser luego el segundo de los Seis Caprichos para viol¨ªn solo de Salvatore Sciarrino; entre el primero y el segundo, Kopatchinskaja y Per Enoksson tocaron dos d¨²os de Bart¨®k; entre el segundo y el tercero, un movimiento de la Suite para viol¨ªn y clarinete de Darius Milhaud; y, en un golpe de genio, el ¨²ltimo verso de la ¨²ltima canci¨®n, ¡°Oh, antigua fragancia del tiempo de los cuentos¡±, con la voz y el piano en solitario, se enlaz¨® sin pausa ninguna con los primeros acordes del arreglo que realiz¨® el propio Sch?nberg del Vals del emperador de Johann Strauss. Todos estos extras tuvieron el respaldo visual de sombras chinescas en una peque?a pantalla blanca situada detr¨¢s del escenario que se utiliz¨® en Pierrot lunaire para proyectar la traducci¨®n sueca de los poemas. Semejantes ingenio y creatividad, tanto en la confecci¨®n del programa como en su recreaci¨®n sonora y visual, despertaron entre el p¨²blico una reacci¨®n entusiasta que hizo justicia a un concierto que demuestra que existe un amplio margen para sacar a la m¨²sica cl¨¢sica del anquilosamiento y la abulia en que se halla atrapada desde hace a?os.

Este justamente parece ser el norte que ha guiado los tres conciertos que ha protagonizado aqu¨ª estos d¨ªas, con desigual fortuna, la Orquesta de C¨¢mara Noruega. El primero, muy atractivo sobre el papel, result¨® ser el m¨¢s decepcionante. Un arreglo de las Variaciones Goldberg de Bach con el tr¨ªo del pianista de jazz noruego Bugge Wesselstoft realizado por el concertino y director art¨ªstico de la agrupaci¨®n noruega, Terje T?nnesen. Cab¨ªa augurar un concierto largo, pero acab¨® siendo todo lo contrario: muy breve (apenas tres cuartos de hora) y un tanto anodino. Comenz¨® con el aria original tocada al clave, que regresar¨ªa de nuevo al final para tocar de nuevo la segunda parte de la repetici¨®n del aria (la primera la toc¨®, acompa?ado por Wesselstoft, el contrabajista Sigurd Hole). Y luego se sucedieron un pu?ado de variaciones sin orden ni concierto: salvo error en la identificaci¨®n, ya que nada se indicaba en el escueto programa, las n¨²meros 4, 16, 7, 25, 8, 13, 29, 15 y 30, en esta extra?¨ªsima secuencia. En una obra con una estructura tan bien pensada, estos saltos atr¨¢s y adelante desfiguran en gran medida su raz¨®n de ser. Salvo el canon a la quinta, desaparecieron todos los dem¨¢s, y lo peor es que nada son¨® verdaderamente jazz¨ªstico, algo probablemente imposible cuando el piano convive casi todo el tiempo con una veintena de instrumentistas de cuerda que tienen sus partes perfectamente escritas. Pero los solos de Wesselstoft y sus compa?eros de tr¨ªo (desafortunad¨ªsimo el baterista Petter Baden, que pareci¨® en todo momento fuera de lugar) sonaron tambi¨¦n precocinados, sin margen para la verdadera improvisaci¨®n. Nada que ver, por ejemplo, con el Bach milagroso de John Lewis, el pianista del Modern Jazz Quartet, el m¨²sico que mejor ha sabido infundir al compositor alem¨¢n esencias aut¨¦nticamente jazz¨ªsticas. O con el derroche de creatividad de Uri Caine al abordar estas mismas Variaciones Goldberg como un caleidoscopio de infinitos estilos musicales diferentes, Pero Bach sobrevive a (casi) todo, aun cuando el planteamiento falle de ra¨ªz, como en este caso.

Las dos siguientes propuestas de la Orquesta de C¨¢mara Noruega fueron, en cambio, originales y emocionantes. En la primera o¨ªmos, algo abreviado, el relato Sonata a Kreutzer, de Lev Tolst¨®i, intercalado entre los cuatro movimientos del Cuarteto n¨²m. 1 de Leo? Jan¨¢?ek, compuesto bajo su influjo. Y al comienzo, la introducci¨®n lenta y el inicio del Presto de, como no pod¨ªa ser de otra manera, la Sonata n¨²m. 9 para viol¨ªn y piano de Beethoven, la partitura que inspir¨® a su vez la narraci¨®n del escritor ruso. Con el relato de Tolst¨®i le¨ªdo en sueco por el actor Krister Henriksson, muy conocido en Escandinavia por haber encarnado al inspector Kurt Wallander en la serie televisiva hom¨®nima sueca creada por el propio Henning Mankell, el concierto despidi¨® un cierto aire bergmaniano, aunque tambi¨¦n tuvo algo de monodrama de August Strindberg. Aqu¨ª si que encajaron las piezas con naturalidad y el cuarteto de Jan¨¢?ek, transcrito por el propio Terje T?nnesen con muy pocas licencias (como transportar a la octava superior algunos pasajes de la parte del primer viol¨ªn), refuerza incluso su brutal carga expresiva al interpretarse por una orquesta de cuerda.

El impacto en el p¨²blico fue a¨²n mayor el s¨¢bado, cuando tocaron un programa titulado Las puertas del infierno, inspirado en la famosa creaci¨®n de Auguste Rodin. En el pasillo de acceso a la sala, varios m¨²sicos de la orquesta hac¨ªan de inm¨®viles esculturas humanas que imitaban las que forman parte de la puerta real, al tiempo que en el escenario, mientras los espectadores ocupaban sus asientos, un cuarteto de cuerda tocaba la incompleta triple fuga que cierra El arte de la fuga de Bach. Aunque la inspiraci¨®n de Rodin fuera la Comedia de Dante, la muerte del escultor en 1917 inspir¨® en el concierto su conexi¨®n con la Primera Guerra Mundial, simbolizada en la lectura inicial del terrible poema Dulce et decorum est, de Wilfred Owen, el poeta del que se vali¨® tambi¨¦n Benjamin Britten para su War Requiem.

A continuaci¨®n, un clarinetista situado en la galer¨ªa superior toc¨® el Abismo de los p¨¢jaros, del Cuarteto para el fin del tiempo, la obra que Olivier Messiaen compuso en un campo de prisioneros en Silesia en la Segunda Guerra Mundial. Y a rengl¨®n seguido, tres versos de El cenotafio, el poema de Charlotte Mew escrito nada m¨¢s concluida la Gran Guerra. Tras el ¨²ltimo, ¡°Hay una tumba cuya tierra debe guardar una mancha demasiado tiempo, demasiado profunda¡±, irrumpi¨® de golpe, attacca, la Gran Fuga de Beethoven, tocada con una ferocidad y una violencia inusitadas. Todos los instrumentistas estaban directamente frente al p¨²blico, sin formar ¨¢ngulos entre ellos, descalzos, de negro riguroso, con los violonchelistas en el centro, primeros violines a su derecha, violas a su izquierda, y segundos violines y contrabajos por detr¨¢s. T¨¦cnicamente hubo peque?os problemas, pero es imposible tocar con mayor intensidad o fiereza. Al final, de nuevo sin pausa ninguna, Beethoven enlaz¨® con Shostak¨®vich, en concreto con un cl¨¢sico de la m¨²sica antib¨¦lica, el Cuarteto n¨²m. 8, tocado de memoria por toda la orquesta, con sus instrumentistas observando fijamente al p¨²blico. La fuga inicial sobre B-A-C-H daba paso al final a la repetici¨®n obsesiva del motivo D-S-C-H, el anagrama del compositor ruso. Antes del segundo movimiento, Johan Grey recit¨® el poema que Arnulf ?verland escribi¨® tras la invasi¨®n nazi de Noruega en 1940, No debes dormir, y despu¨¦s del ¨²ltimo, que los instrumentistas tocaron esta vez con los ojos cerrados, ley¨® las frases finales del Doktor Faustus de Thomas Mann: ¡°Hoy se derrumba [Alemania], acorralada por mil demonios, un ojo tapado con la mano, el otro fijo en la implacable sucesi¨®n de las cat¨¢strofes. ?Cu¨¢ndo se llegar¨¢ al fondo del abismo? ?Cu¨¢ndo, de la extrema desesperanza, surgir¨¢ el milagro que vaya m¨¢s all¨¢ que la fe, que haga surgir la luz de la esperanza?¡± Al terminar, sonido grabado de campanas, como al comienzo, y ecos de la triple fuga incompleta de Bach mientras los m¨²sicos abandonaban en silencio y a oscuras el escenario. Fue una hora impactante, a ratos angustiosa, que llev¨® al extremo el af¨¢n de la Orquesta de C¨¢mara Noruega no de tocar para un p¨²blico sino de establecer una conexi¨®n direct¨ªsima con ¨¦l. Se trata, sin duda, de una formaci¨®n peculiar, diferente (sus ensayos incluyen sistem¨¢ticamente, por ejemplo, una hora de pr¨¢ctica conjunta de yoga), y que da muchas pistas sobre lo que deber¨ªan ser los conciertos en el inmediato futuro si se quiere que la m¨²sica cl¨¢sica siga siendo viva, pertinente, necesaria y vinculada a otras artes en vez de un f¨®sil encerrado con llave en una vitrina y repetido id¨¦nticamente ad infinitum.

Desde presupuestos enteramente diferentes, tambi¨¦n dej¨® el viernes una honda huella en el p¨²blico el estreno mundial de Ai¨­n, de las islandesas Anna Thorvaldsd¨®ttir y Erna ?marsd¨®ttir, concebida para interpretarse de manera independiente o, como aqu¨ª se hizo, al tiempo que ocho bailarines de la Compa?¨ªa de Danza de Islandia (seis mujeres y dos hombres) ejecuta una coreograf¨ªa inagotablemente inventiva de ?marsd¨®ttir, de la que participan tambi¨¦n ocasionalmente los propios instrumentistas: una violinista llega incluso a sentarse sobre los hombros de una bailarina. Dividida en tres partes, Morfosis, Transcensi¨®n y Entrop¨ªa, es una m¨²sica a la que le cuadra la descripci¨®n que hace de la suya John Luther Adams: ¡°profundamente influida por el mundo natural¡±, ¡°nuestra conciencia del mundo en que vivimos y la conciencia del mundo de nosotros¡±. Largas notas tenidas en la cuerda, c¨¦lulas r¨ªtmicas repetidas en el viento y un destacado protagonismo de la percusi¨®n son la base de una m¨²sica inspirada por una concepci¨®n multidireccional del tiempo. Unas veces est¨¢tica y otras extremadamente violenta, logra transmitr una extra?a emoci¨®n y sus ¨ªntimas conexiones con la naturaleza se refuerzan con la proyecci¨®n de v¨ªdeos (agua, rocas, manos entrelazadas) a ambos lados del escenario. Los bailarines corren, se esconden bajo los instrumentistas de la orquesta, gritan, forman abigarrados grupos escult¨®ricos y ejecutan un sinf¨ªn de movimientos, sincronizados o no, en un extenuante despliegue f¨ªsico. Si ha de juzgarse por las caras del p¨²blico (y al final hab¨ªa no pocas humedecidas por las l¨¢grimas), el estreno de Ai¨­n, magn¨ªficamente dirigido por Anna-Maria Helsing al frente de una excelente y camale¨®nica Sinf¨®nica de Gotemburgo, fue un ¨¦xito rotundo: una obra abstracta, sin mensajes espec¨ªficos, pero que logr¨® conmover y hacer pensar a todos.

Pero no todo han sido aciertos estos cuatro d¨ªas. Tuvo muy escaso inter¨¦s el estreno mundial de Karin Rehnqvist, Blodhov, una obra llena de clich¨¦s y recursos tan f¨¢ciles como previsibles. Fue muy desangelado un concierto dedicado a Bach en el que solo brill¨® la violinista Justyna Jara tocando dos movimientos de la Partita n¨²m. 2 para viol¨ªn solo. El concierto coral del Vocal Art Ensemble contuvo ¨²nicamente m¨²sica simple y efectista que fue interpretada con mucho entusiasmo, pero bordeando constantemente el exceso. Tambi¨¦n es muy mejorable la exigua informaci¨®n que proporciona el festival sobre los diferentes programas y los m¨²sicos que los interpretan. Pero en una primera edici¨®n se cometen indefectiblemente errores, aunque han pesado mucho menos que los aciertos. La utilizaci¨®n integral de la extraordinaria sala de conciertos dise?ada por el arquitecto Niels Einar Eriksson, que conserva gran parte de la decoraci¨®n y el mobiliario original de 1935, ha sido uno de los principales. Ha habido conciertos, encuentros con los artistas y performances teatrales no solo en sus dos salas, sino pr¨¢cticamente en todos sus espacios: las escaleras, el vest¨ªbulo del guardarropa, el deambulatorio del primer piso, el pasillo que conduce a la sala de c¨¢mara o la cafeter¨ªa, convertida las noches del viernes y el s¨¢bado en un club en el que pinchaba discos e improvisaba remezclas Gabriel Prokofiev, nieto del famoso compositor, del que tambi¨¦n toc¨® sus obras un magn¨ªfico cuarteto de instrumentistas de la Sinf¨®nica de Gotemburgo liderado por la propia Justyna Jara.

Tampoco hubo suerte en la clausura del festival el domingo por la tarde, que no fue la culminaci¨®n de lo visto y escuchado hasta entonces, sino m¨¢s bien algo muy parecido a un anticl¨ªmax. La idea, sobre el papel, no era mala: cuatro composiciones contempor¨¢neas a partir de otras tantas mujeres canadienses. Un relato de Alice Munro, Dear Life, atraviesa la primera de principio a fin; Amanda Todd, una adolescente v¨ªctima de ciberacoso que acab¨® quit¨¢ndose la vida, es la fuente de inspiraci¨®n de la segunda; la tercera gira en torno a la neur¨®loga Roberta Bondar, que se convirti¨® en la primera mujer astronauta canadiense; y, por ¨²ltimo, el poema I Lost my Talk de Rita Joe, una mujer ind¨ªgena canadiense a la que, como a muchos otros compatriotas, le arrebataron su lengua y su cultura.

Este concierto multimedia adoleci¨® de varios problemas, de los que el principal es que, con tanta proyecci¨®n de im¨¢genes y v¨ªdeos, no se lograba saber en ning¨²n momento si era la m¨²sica la que, cual banda sonora, ilustraba las im¨¢genes o si, por el contrario, eran estas las que arropaban y explicitaban la m¨²sica. Y no saber qu¨¦ prima es una mala, mal¨ªsima se?al. Por otro lado, la interpretaci¨®n estrictamente musical, comandada por Alexander Shelley al frente de la Orquesta del Centro Nacional de las Artes de Canad¨¢, no ayud¨® nada a mejorar las cosas. Cuadriculada, blanda, aburrida, m¨¢s atenta a sincronizarse con las im¨¢genes proyectadas que a sacar el m¨¢ximo partido de unas composiciones tirando a mediocres, fue una pena que un festival tan alentador en un principio se desinflara en su ¨²ltimo suspiro. Menos mal que esa misma tarde pudimos ver el estreno del emocionante documental Taking Risks (Correr riesgos), que cuenta c¨®mo la soprano y directora Barbara Hannigan eligi¨® a los j¨®venes cantantes para interpretar la ¨®pera The Rake¡¯s Progress, dirigida musicalmente por ella en una producci¨®n estrenada en esta misma sala, en Gotemburgo, el pasado mes de diciembre. Riesgos no han faltado precisamente estos d¨ªas en la ciudad sueca, pero cuando se apuesta fuerte, como aqu¨ª se ha hecho, unas veces se gana y otras se pierde.