Su Excelencia
No es decente ni l¨ªcito que al cabo de casi medio siglo la tumba de un dictador siga siendo un monumento p¨²blico
El Primero de Octubre era una de las fechas se?aladas en una especie de calendario patri¨®tico que ven¨ªa al final de la Enciclopedia ?lvarez, el libro de texto usado en mi escuela. Estaba tambi¨¦n el D¨ªa del Estudiante Ca¨ªdo, y el de la Fundaci¨®n de la Falange en el teatro de la Comedia, y el del nacimiento de Su Excelencia el Jefe del Estado, que fue el 2 de diciembre de 1892. La memoria humana, que para tantas cosas es tan fr¨¢gil, se empe?a en preservar tonter¨ªas. Como la m¨ªa era entonces muy buena, yo la ten¨ªa llena de nombres propios y de efem¨¦rides de batallas y de todo tipo de acontecimientos gloriosos, todos ellos ahora olvidados. El Estudiante Ca¨ªdo se llamaba Mat¨ªas Montero, y era, junto a Jos¨¦ Calvo Sotelo, uno de los ¡°protom¨¢rtires de la Cruzada¡±. Protom¨¢rtir era una de aquellas palabras de muchas s¨ªlabas y dif¨ªciles de pronunciar que formaban parte del vocabulario franquista que se nos inflig¨ªa sin miramiento a los escolares, y que volv¨ªa indescifrables las letras de los himnos que cant¨¢bamos en las formaciones pseudomilitares del patio. La Cruzada era la Guerra Civil, t¨ªtulo ¨¦pico y a la vez sagrado que por esta vez no ven¨ªa de la burocracia de la propaganda fascista, sino del Santo Padre en persona, el papa P¨ªo XII, que hab¨ªa tenido a bien identificar la sublevaci¨®n de los militares facciosos de julio de 1936 con las guerras medievales contra los infieles.
Todo es cuesti¨®n de palabras. El franquismo cultivaba una ret¨®rica entre de arenga cuartelaria y lirismo falangista que lo empapaba cotidianamente todo, los discursos, los art¨ªculos de peri¨®dicos, las noticias de la radio y luego de la televisi¨®n. La guerra era la Cruzada de Liberaci¨®n; el golpe de Estado, el Movimiento Salvador; la dictadura, Democracia Org¨¢nica; los obreros, ¡°productores¡±; las v¨ªctimas leales al bando triunfal, ca¨ªdos, protom¨¢rtires o m¨¢rtires; el general Franco, el General¨ªsimo de los Ej¨¦rcitos y, en ocasiones, el Centinela de Occidente. Y aquel 1 de octubre alzado sobre may¨²sculas que nosotros nos aprend¨ªamos de memoria era el D¨ªa de la Exaltaci¨®n del General¨ªsimo Franco a la Jefatura del Estado. A otros los eligen, los designan, los nombran. La llegada de Franco a la cabeza de una junta de militares golpistas ten¨ªa que ser mucho m¨¢s: era una Exaltaci¨®n, como un alzarse milagrosamente ¨¦l mismo, casi como una Ascensi¨®n a los cielos. Muy celestial ten¨ªa que ser el personaje para que las m¨¢ximas autoridades de la Iglesia cat¨®lica lo recibieran bajo palio a la entrada de sus catedrales o bas¨ªlicas, y para que en las monedas, en torno a su perfil, hubiera aquella leyenda que era una de las primeras cosas que los ni?os aprend¨ªamos a leer de corrido: ¡°Francisco Franco, Caudillo de Espa?a por la Gracia de Dios¡±.
No hace falta ser un radical para que la sangre se le hiele a uno en las venas al enterarse de que el Tribunal Supremo considera que el 1 de octubre de 1936 el jefe del Estado de Espa?a era el general Franco
Las monedas de una ¨¦poca desaparecen tan sin rastro de la circulaci¨®n como desaparecen las palabras y expresiones espec¨ªficas. A estas alturas el Primero de Octubre ya era solo el nombre de un hospital, pero ha tenido que venir nada menos que el Tribunal Supremo a recordarnos el sentido originario de la fecha. No he visto que los supremos magistrados usen en su dictamen la palabra ¡°Exaltaci¨®n¡±, lo cual sin duda es de agradecer. Pero a uno no le hace falta ser un radical ¡ªun exaltado, podr¨ªamos decir¡ª para que la sangre se le hiele en las venas al enterarse de que el Tribunal Supremo, el templo civil de la legalidad democr¨¢tica, el c¨®nclave de las mentes jur¨ªdicas m¨¢s sabias y m¨¢s escogidas del pa¨ªs, considera que aquel d¨ªa primero de octubre de 1936 el jefe del Estado de Espa?a era el general Franco. Lo le¨ªa y no pod¨ªa cre¨¦rmelo. Lo le¨ªa y me acordaba de mi enciclopedia escolar abierta sobre la tapa de madera tosca de un pupitre, en un aula presidida por un crucifijo y por las fotos sim¨¦tricas de Franco y de Jos¨¦ Antonio Primo de Rivera (otra muestra de vocabulario: El Ausente). Y luego ya no me hizo falta volver a leerlo porque pens¨¦ en los defensores de aquella legalidad republicana que seg¨²n el Tribunal Supremo no deb¨ªa de existir, ya que en aquel momento, en aquel octubre, quien representaba al Estado no era el presidente elegido por el Parlamento de acuerdo con la Constituci¨®n, sino un militar perjuro, nombrado por una junta de generales que hab¨ªan desatado con un levantamiento la quiebra irreparable de la vida civil y toda la tragedia y la destrucci¨®n de una guerra.
Pero no es un asunto de opini¨®n. A los juristas les gusta aleccionarnos sobre lo impersonal y objetivo de las leyes, y nos ri?en a los legos cuando mostramos discrepancia o esc¨¢ndalo por decisiones jur¨ªdicas en las que intuimos, en nuestra ignorancia, el sesgo de la ideolog¨ªa o de la sinraz¨®n. Lo llamativo de este Tribunal tan celoso de las leyes es la desenvoltura con que las ignora: en octubre de 1936, que se sepa, a pesar de las consecuencias desastrosas del golpe militar, el ¨²nico Estado legalmente establecido era el republicano, el ¨²nico reconocido internacionalmente, miembro soberano de la Sociedad de Naciones. Que dos a?os y medio despu¨¦s, incluso antes del final de la guerra, los pa¨ªses democr¨¢ticos empezaran a reconocer al r¨¦gimen de Franco, es sobre todo una prueba de la escandalosa soledad internacional en la que se encontr¨® la Espa?a republicana, solo comparable a la Checoslovaquia entregada en 1938 a Hitler. Pero en octubre de 1936 solo la Italia fascista, la Alemania nazi y el Portugal de Salazar reconocieron a Franco como jefe del Estado. Gran compa?¨ªa para los magistrados del Supremo.
Historiadores a los que respeto muestran una extra?a aquiescencia con este dictamen. Si el jefe del Estado en aquellos d¨ªas era Franco, Aza?a ser¨ªa un usurpador, y los que luchaban por la Rep¨²blica ser¨ªan sublevados. Nada m¨¢s conveniente, pues, que dejar a Franco en el Valle de los Ca¨ªdos, y que secundar a la derecha espa?ola en su negativa a reconocer la inmensa ilegalidad de casi 40 a?os, la crueldad y la verg¨¹enza de la dictadura. Es llamativo que quienes reivindican a Don Pelayo, a los conquistadores de Am¨¦rica, a los Tercios de Flandes se quejen de la obsesi¨®n por el pasado y por los muertos cuando se intenta restablecer una memoria democr¨¢tica, por equilibrada y rigurosa que sea. No es decente que al cabo de casi medio siglo la tumba de un dictador sea un monumento p¨²blico. No es decente ni es l¨ªcito, y ni siquiera creo que sea legal, aunque lo autorice el Tribunal Supremo.
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