Marcel Proust sin las muchachas en flor
Durante su adolescencia y madurez, hasta 1914, el autor nunca dej¨® de pasar temporadas de verano en este hotel de Cabourg
Mi destino era el Gran Hotel de Cabourg, en Normand¨ªa. Despu¨¦s de atravesar colinas de jugosos pastos pobladas de vacas h¨²medas hice un alto en Rouen para rendir homenaje a Gustave Flaubert y en su honor en una terraza frente a la catedral, que un d¨ªa pint¨® Monet, me tom¨¦ un calvados fabricado con manzanas benedictinas. Cualquiera de aquellas se?oras provincianas que cruzaban la plaza pod¨ªa haber sido Madame Bovary. Luego en la larga bajamar de la playa de Deauville galopaban jinetes contra la puesta de sol y bajo las sombrillas de color naranja hab¨ªa ba?istas rodeadas de ni?os rubios y perros hermosos. Al pasar por Honfleur record¨¦ al m¨²sico Erik Satie. Finalmente, a orillas de un mar brumoso estaba el establecimiento de ba?os, el Gran Hotel de Cabourg, el Balbec de En busca del tiempo perdido, de Marcel Proust.
Era un ni?o asm¨¢tico con sombrerito blanco de paja dura cuando Marcel Proust lleg¨® por primera vez aqu¨ª en 1881 llevado de la mano de su abuela y la criada Fran?oise. Durante su adolescencia y madurez, hasta 1914, nunca dej¨® de pasar temporadas de verano en este hotel de Cabourg. Tendido en una cama con dosel, muerto de melancol¨ªa, desde su habitaci¨®n o¨ªa al atardecer una orquestina de pistones que tocaba valses en el templete de la m¨²sica. Por el paseo de la playa discurr¨ªan las muchachas en flor, Albertina, Andr¨¦e, Gis¨¨le, Rosemunde, de trenzas y mejillas doradas.
A la hora de la cena bajaba al comedor convertido en un maravilloso acuario, y all¨ª arist¨®cratas y burgueses anillados, damas con pamelas de frutas y ni?as con muchos lazos, se mec¨ªan como extra?os peces y crust¨¢ceos con una fosforescencia submarina. Amparados en la oscuridad de la noche, los pescadores y los obreros del pueblo pegaban la nariz a las vidrieras para contemplar la vida lujosa de esta fauna acu¨¢tica y tal vez algunos ya dudaban si la pared de cristal proteger¨ªa por siempre aquel fest¨ªn. No fue la ira social de la pobre gente la que invadir¨ªa aquella pecera sino la oleada de sangre de la Gran Guerra del 14 y despu¨¦s la lluvia de acero del desembarco de Normand¨ªa de las tropas aliadas de la Segunda Guerra Mundial. Cuando llegu¨¦ el asalto corr¨ªa a cargo de un centenar de ejecutivos de una multinacional de inform¨¢tica que hab¨ªa invadido la pecera, cada uno detr¨¢s de un ordenador en mesas formando una herradura, llenas de carpetas, atentos a una gran pantalla que manipulaba un monitor.
Pero el ectoplasma de Proust parec¨ªa vagar todav¨ªa por las estancias y aposentos, por las salas de juego, los espacios de baile, el antiguo teatro del casino, las casetas de ba?o azules y blancas de la playa. En el mostrador de recepci¨®n hab¨ªa un busto del escritor. Un ejecutivo rezagado, mientras la recepcionista le abr¨ªa la ficha, se entreten¨ªa acariciando con la yema de los dedos el bigote y la orqu¨ªdea de bronce oscuro de ese busto cuyo nombre ignoraba.
¡ªEs Marcel Proust. Lo pone ah¨ª, en el pedestal¡ª le sac¨® de dudas la recepcionista.
¡ªEl fundador de este establecimiento. ?Me equivoco?
¡ªPerd¨®n. Marcel Proust fue un escritor muy famoso.
¡ªDisc¨²lpeme, se?orita. Yo soy t¨¦cnico en ordenadores. Uno se pasa el d¨ªa vendiendo m¨¢quinas. Veo que he metido la pata.
¡ªNo, por Dios.
¡ª?Escribi¨® algo importante este se?or?
¡ªConfieso que tampoco le he le¨ªdo nada¡ª respondi¨® la recepcionista¡ª Lo tenemos aqu¨ª porque fue un buen cliente del hotel. Creo que escribi¨® la historia de una magdalena.
¡ª?Ah, s¨ª? Precisamente, se?orita, yo acabo de informatizar una vieja f¨¢brica de galletas, magdalenas y bizcochos para ponerla al d¨ªa.
¡ª?Qu¨¦ casualidad! Tome la llave, se?or. Habitaci¨®n 216. Tiene una magn¨ªfica vista al mar. Bienvenido.
El hotel conservaba el esplendor decadente adherido a los espejos biselados, a los frescos con ninfas danzantes, a las cortinas de terciopelo verde manzana. En la pecera del comedor los antiguos crust¨¢ceos, que eran arist¨®cratas y burgueses de entreguerras, hab¨ªan sido suplantados por ejecutivos, programadores y vendedores inform¨¢ticos, quienes despu¨¦s de cada sesi¨®n de trabajo invad¨ªan los salones y no paraban de soltar carcajadas sobre las floridas alfombras; repantingados en los canap¨¦s con un licor en la mano segu¨ªan con ojos golosos a las chicas de carnes mesocr¨¢ticas que cruzaban en bikini por el sal¨®n, aunque ninguna era ya Albertina, ni Andr¨¦e, ni Gis¨¨le ni Rosemunde, aquellas muchachas en flor desaparecidas junto con el fantasma de Proust.