Trist¨¢n e Isolda vuelven a Lucerna
Daniel Harding dirige un decepcionante segundo acto de la ¨®pera de Wagner, seguido de una gran actuaci¨®n de la Orquesta Filarm¨®nica de Viena
Una ¨®pera en versi¨®n de concierto es siempre un lejano suced¨¢neo de la experiencia teatral al completo. La p¨¦rdida es a¨²n mayor, por supuesto, si ni siquiera se ofrece la obra en su totalidad, sino tan solo uno de sus actos. Los da?os pasan a ser ya casi irreparables si el t¨ªtulo en cuesti¨®n es nada menos que Trist¨¢n e Isolda, una de las creaciones art¨ªsticas m¨¢s visionarias e innovadoras alumbradas por el ser humano. Sin embargo, en Lucerna la osad¨ªa del cercenamiento podr¨ªa beneficiarse de la eximente nada desde?able de que fue justamente aqu¨ª donde Richard Wagner termin¨® de componer su ¨®pera: el manuscrito del tercer acto est¨¢ fechado a la orilla del lago de los Cuatro Cantones el 6 de agosto de 1859. En concreto, el lugar en que el compositor alem¨¢n coron¨® su haza?a fue el hist¨®rico Hotel Schweizerhof, que se encuentra justo enfrente del moderno Centro de Cultura y Congresos de Lucerna, al otro lado del r¨ªo Reuss, en cuyo auditorio se celebran a diario los grandes conciertos sinf¨®nicos del festival de verano de la ciudad suiza. Y no hay que olvidar que el agua ¨Clos l¨ªquidos en general¨C es un elemento crucial de uni¨®n y desuni¨®n, de acercamiento y separaci¨®n, en las ¨®peras de Wagner.
El acto elegido ha sido, por supuesto, el segundo, que es el que suele desgajarse con m¨¢s frecuencia del resto y el que menos puede llegar a rechinar en un tratamiento concertante. Su aislamiento nos obliga a aprovechar, por tanto, su breve introducci¨®n orquestal para ponernos en situaci¨®n, para imaginar a los dos protagonistas ya superados todos los proleg¨®menos, contadas las historias del pasado, y despu¨¦s de haber bebido el filtro amoroso proporcionado por Brangania poco antes de que su barco arribase a Cornualles. Derretido el hielo y fundido el acero que los separaba, Trist¨¢n e Isolda aguardan impacientes, enfermos de amor, su primer encuentro privado. Sin embargo, cuando este se produce finalmente tras la escena inicial entre Isolda y Brangania, empezaron a acumularse las decepciones.
Daniel Harding, al frente de la Real Orquesta del Concertgebouw, decidi¨® situar a los cantantes detr¨¢s de la orquesta y la consecuencia inmediata fue que, al menos en el patio de butacas, no pudo escuch¨¢rseles con claridad. A pesar de poseer voces poderosas, como exige la densa instrumentaci¨®n wagneriana, quedaron semitapadas y raramente lograron atravesar n¨ªtidamente el muro de sonido que ten¨ªan justo delante. Pero ese fue, quiz¨¢s, el menor de los males. El m¨¢s insalvable fue la propia direcci¨®n del propio Harding, que no logr¨®, salvo fugac¨ªsimos momentos, hacer m¨ªnimamente justicia a la partitura que ten¨ªa ante el podio. El brit¨¢nico es un director muy t¨¦cnico, muy preocupado de hacerle la vida f¨¢cil a las orquestas con unos gestos y unas entradas claras, pero raramente es muy emotivo. Y sin emotividad, y podr¨ªan ponerse aqu¨ª otros sustantivos mucho m¨¢s gruesos, cualquier acercamiento a Trist¨¢n e Isolda est¨¢ condenado al fracaso.
En la versi¨®n de Harding faltaron todos los ingredientes b¨¢sicos: misterio, hondura, tensi¨®n, desafuero, pasi¨®n, nocturnidad. Ni sac¨® partido de las voces con que contaba ni logr¨® que la Real Orquesta del Concertgebouw (que, sumida en una crisis de gesti¨®n notable, tampoco pasa por su mejor momento) liberara todo su potencial: salvo excepciones, las caras de los instrumentistas mostraban un total desapego de lo que estaba sucediendo pocos metros m¨¢s arriba entre dos personas atrapadas por la identidad insalvable de amor y muerte. Stuart Skelton, que ha cantado su papel a menudo en teatros, y Christine Goerke, que a¨²n no lo ha hecho, fueron un Trist¨¢n y una Isolda nada efervescentes y, por lo que pudo verse, a pesar de la frialdad intr¨ªnseca de una versi¨®n de concierto, sin una qu¨ªmica especial entre ellos. Ella es una cantante de aspecto antiguo, aunque esto no se refleja luego en su manera de cantar, demasiado proclive a la contenci¨®n y la pulcritud. El tenor australiano, m¨¢s dominador de su papel, que ha cantado incluso en traducci¨®n inglesa, tendi¨® a la superficialidad, sin que sus frases se revistieran de la trascendencia que deber¨ªan tener. Imposible no a?orar a Andreas Schager en el ¨²ltimo montaje de la ¨®pera dirigido en Berl¨ªn por Daniel Barenboim.
Quien mejor parada sali¨® fue, sin duda, Claudia Mahnke como Brangania, sobre todo cuando exhorta a los amantes para que tengan cuidado (¡°Habet Acht!¡±) mientras vigila a fin de que no sean descubiertos. Situada por Harding en lo alto, entre el p¨²blico y lejos del escenario, su voz s¨ª que son¨® por fin con claridad, lo que permiti¨® admirar las excelentes maneras y la hermosa voz de la cantante alemana. El gran mon¨®logo de Marke al final del acto fue muy bien cantado por Matthias Goerne, empe?ado en los ¨²ltimos tiempos en abordar algunos papeles de bajo (como Sarastro o el propio Marke) que siguen sin parecer los ideales para su voz, por m¨¢s que esta haya podido ganar en graves. ?l sigue siendo un bar¨ªtono y Kurwenal parece un personaje mucho m¨¢s adecuado para ¨¦l que el del rey, cuyo mon¨®logo se benefici¨® de su dicci¨®n excepcional, aunque son¨® m¨¢s como una sucesi¨®n de hermosas frases sueltas que como un largo y unitario continuum. La instrumentaci¨®n, ahora mucho m¨¢s rala, tampoco se interpuso aqu¨ª entre el escenario y el p¨²blico, como s¨ª sucedi¨® durante gran parte del d¨²o de los dos amantes. De haber o¨ªdo la insulsa versi¨®n de Harding, en una muestra m¨¢s de su ingenio agud¨ªsimo, Virgil Thomson jam¨¢s habr¨ªa escrito que ¡°los amantes eyaculan simult¨¢neamente siete veces¡±, momentos todos ¡°claramente indicados en la partitura¡±.
La orquesta dej¨® numerosos detalles de gran clase, como la soberbia ejecuci¨®n instrumental del comienzo de la tercera escena, justo antes y durante la s¨²bita irrupci¨®n de Kurwenal, pero en general son¨® ap¨¢tica y desconectada. Los mejores detalles los protagonizaron algunos solistas de viento, con dos menciones especiales para algunos solos de Davide Lattuada (clarinete bajo) y de la espa?ola Miriam Pastor, extraordinaria en breves destellos del corno ingl¨¦s. Lo peor de no haber podido o¨ªr el tercer acto es vernos privados de o¨ªr tocado por ella el extenso solo de la primera escena. En una carta a Mathilde Wesendonck, la musa propiciadora de Trist¨¢n e Isolda, escrita mientras estaba acabando de componer el tercer acto en Lucerna, Wagner le confes¨®: ¡°?Ni?a! ?Este Trist¨¢n est¨¢ convirti¨¦ndose en algo espantoso [furchtbares]! ???Ese ¨²ltimo acto!!! Tengo miedo de que la ¨®pera se proh¨ªba, a no ser que una mala representaci¨®n convierta todo en una parodia. ?S¨®lo pueden salvarme las representaciones mediocres! Las absolutamente buenas har¨¢n que la gente enloquezca a buen seguro. No puedo imaginarlo de otro modo¡±. Aunque al final hubo aplausos muy moderadamente calurosos en una sala que exhib¨ªa sorprendentemente bastantes butacas vac¨ªas, no hay noticia de que nadie enloqueciera el mi¨¦rcoles por la noche en Lucerna.
Pocas horas despu¨¦s debutaban dos j¨®venes instrumentistas espa?oles en el Festival de Lucerna, un m¨¦rito en absoluto menor. Se trata del violonchelista Pablo Ferr¨¢ndez y el pianista Luis del Valle, que en su recital matutino del jueves en la Lukaskirche dejaron muy claro que estaban all¨ª por m¨¦ritos propios. De hecho, el primero es una presencia cada vez m¨¢s habitual en los grandes escenarios europeos, bien como solista o como m¨²sico de c¨¢mara. Una de sus principales virtudes ¨Cel extraordinario sonido que obtiene de su Stradivarius¨C se convierte a veces en su peor aliado, porque se concentra y se recrea en exceso en ¨¦l, lo que impide en ocasiones que la m¨²sica fluya como debiera. Tiende tambi¨¦n a los extremos, tanto en la elecci¨®n de tempi como en los niveles din¨¢micos. Kol Nidrei fue, por ejemplo, excesivamente preciosista y moroso, alejado del Adagio ma non troppo que reclama Bruch. Y su Sonata de Shostak¨®vich volvi¨® a escorarse hacia la lentitud en cuanto hab¨ªa ocasi¨®n y a favorecer la belleza sonora y los extremos (la secuencia final p-pp-ppp al final del Largo no fue tal, sino un pianissimo uniforme) sobre la iron¨ªa o los ritmos m¨¢s afilados. Luis del Valle, mucho m¨¢s comedido en la gestualidad que su compa?ero, fue un socio atent¨ªsimo y dio la mejor medida de sus capacidades en el Allegro final de la obra del compositor sovi¨¦tico. Los dos son grandes m¨²sicos y si Ferr¨¢ndez logra equiparar calidad de sonido e inter¨¦s musical, sus interpretaciones ganar¨¢n muchos enteros.
Esa misma tarde volvi¨® el desfile de grandes orquestas con la que, para muchos, encabeza el escalaf¨®n: la Filarm¨®nica de Viena. La dirig¨ªa, en lo que tambi¨¦n supon¨ªa su presentaci¨®n en el festival, el colombiano Andr¨¦s Orozco-Estrada, uno de esos directores que han hecho su carrera paso a paso, desde abajo. Est¨¢ claro que la orquesta se entiende bien con ¨¦l (la ha dirigido con regularidad desde hace cuatro a?os), a lo que sin duda ayuda su formaci¨®n austriaca. Tiene un gesto claro, reh¨²ye los efectismos, derrocha modestia y, como debe hacer cualquier director sensato, deja tocar a los vieneses.
El programa conten¨ªa una rareza, una obra inusual y un cl¨¢sico del repertorio. El poema sinf¨®nico de Anton¨ªn Dvo?¨¢k La bruja del mediod¨ªa se escucha muy raramente, a pesar de ser una excelente obra de madurez del compositor checo, compuesta tras su regreso de Estados Unidos. No es demasiado exigente, ni tampoco brillante, e ilustra con sencillez un cuento folcl¨®rico resumido al comienzo de la partitura. Orozco-Estrada la dirigi¨® muy bien, resaltando sus contrastes y su querencia descriptiva, y fue un preludio ideal para el postromanticismo declarado del Concierto para viol¨ªn de Erich Wolfgang Korngold, que no ha llegado nunca a instalarse del todo en el repertorio de los violinistas, al menos de los europeos (Gil Shaham y Hilary Hahn, ambos estadounidenses, han sido dos de sus principales valedores en los ¨²ltimos a?os). Y no se trataba de una presencia caprichosa, ya que, aunque mucho m¨¢s conocido por su etapa vienesa y, sobre todo, estadounidense (con numerosas bandas sonoras compuestas para el cine de Hollywood) Korngold hab¨ªa nacido en 1897 en la actual Brno.
Leonidas Kavakos es un violinista curioso, heterodoxo en su vestimenta y en su actitud sobre el escenario, que no ha abandonado la primera l¨ªnea desde que, muy joven, se alzara vencedor en el Concurso Sibelius de Helsinki. Con una t¨¦cnica un tanto extra?a (toca con la mu?eca derecha casi siempre muy elevada) y un talento natural para conectar f¨¢cilmente con el p¨²blico, est¨¢ iniciando tambi¨¦n una segunda carrera como director, lo que puede explicar que no cesara de volverse a menudo hacia la orquesta, dando, por tanto, la espalda al p¨²blico, hasta el punto de que parec¨ªa estar tocando m¨¢s para la primera que para el segundo. Quiz¨¢s era su manera de mostrar que estaba reprimiendo su deseo de tocar y dirigir al mismo tiempo, o que no quer¨ªa perder la oportunidad de aprender de los m¨²sicos que lo acompa?aban. En general, su interpretaci¨®n fue de muy alto nivel, aunque desigual, alternando peque?os descuidos y destellos de alt¨ªsima clase. Orozco-Estrada estuvo muy atento a seguirlo, lo que no era siempre f¨¢cil, y los leves desajustes fueron siempre responsabilidad del violinista griego, que toc¨® fuera de programa un cl¨¢sico que lo ha acompa?ado durante toda su carrera: la transcripci¨®n de Ruggiero Ricci de Recuerdos de la Alhambra de T¨¢rrega. Kavakos, que irradia simpat¨ªa y naturalidad, ha sido el ¡°artista estrella¡± de la presente edici¨®n del Festival de Lucerna, donde ha tocado con tres orquestas diferentes, adem¨¢s de ofrecer un recital con Yuja Wang.
En la segunda parte, Orozco-Estrada cerr¨® el c¨ªrculo con otra obra de Dvo?¨¢k, en este caso la conocid¨ªsima Sinfon¨ªa ¡°Del nuevo mundo¡±. Y tambi¨¦n aqu¨ª volvi¨® a demostrar ser un m¨²sico honesto y sin ning¨²n af¨¢n personal de lucimiento. Fue una versi¨®n sin gran historia, tocada gloriosamente por la orquesta, en la que el colombiano introdujo cambios de tempo en determinados pasajes que no siempre le funcionaron bien, ya que ralentizarlos en exceso despojaba a la m¨²sica de su tensi¨®n interna. Lo mejor lleg¨® en los detalles de fraseo de un Largo lent¨ªsimo y en el empuje incesante de la coda en el Allegro con fuoco final. Su gesto es menos claro que el de Daniel Harding, pero se implica mucho m¨¢s en lo que hace. Demostr¨® desprpajo y eficacia a partes iguales en la polka Ohne Sorgen, de Josef Strauss, ofrecida como propina, en la que, como la orquesta toca sola, se centr¨® en lograr que el p¨²blico no muy musical de Lucerna diera palmadas a contratiempo en el momento justo. El plato fuerte de la orquesta austriaca llegar¨¢, sin embargo, esta misma tarde, con el que, por decisi¨®n propia, ser¨¢ el concierto que cerrar¨¢ definitivamente la largu¨ªsima carrera del director holand¨¦s Bernard Haitink. Palabras mayores, por tanto. Lucerna se prepara para vivir una velada hist¨®rica y, sin duda, extraordinariamente emotiva.
Babelia
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