En el monte Rushmore
En mi sue?o las cumbres de monumento se hab¨ªan transmutado en el macizo de Montserrat, donde alguien hab¨ªa esculpido las cabezas de Puigdemont y Torra
1. Abismos
No, no ignoro que estoy cada d¨ªa m¨¢s nervioso, que mi car¨¢cter, que nunca ha sido f¨¢cil, se est¨¢ haciendo m¨¢s ¨¢spero, m¨¢s intolerante; los que me conocen ¡ªy que, quiz¨¢s, a¨²n me aprecian¡ª me lo se?alan, alarmados por mis bruscos cambios de humor. Lo admito: jam¨¢s unas elecciones me hab¨ªan exasperado tanto. Tal vez ah¨ª resida el origen de la pesadilla que me dispongo a contarles, y, precisamente porque creo, con Freud, que los sue?os son el ¡°camino real¡± hacia el inconsciente, lo hago con ansiedad, sobresaltado por la interpretaci¨®n que le d¨¦ el lunes mi psicoanalista. ?Recuerdan la pen¨²ltima escena de Con la muerte en los talones?: Roger Thornhill, el personaje con personalidad equivocada que interpreta Cary Grant, entabla una lucha a muerte con sus enemigos, a la insuficiente luz de la luna, en las mism¨ªsimas cumbres del monte Rushmore, bajo las p¨¦treas narices de los presidentes Washington, Jefferson, Roosevelt y Lincoln. Est¨¢ en juego un valioso microfilme y la vida de Eve Kendall (Eva Marie Saint).
Bueno, pues en mi pesadilla yo ocupaba a la vez los papeles de Roger y Eve (nunca he estado muy seguro de mi identidad), y el de Leonard (Martin Landau), el malote que me persegu¨ªa, lo interpretaba Javier Garc¨ªa Smith, impecablemente vestido con su traje oscuro y una insignia en la solapa con 13 rosas rojas: as¨ª de confusa es la materia en la que se moldean los sue?os. En el m¨ªo las redondeadas cumbres del monte Rushmore (Dakota del Norte), con sus cuatro l¨ªderes, se hab¨ªan transmutado en el escarpado macizo de Montserrat (Catalu?a), con sus agujas y retorcidos picos en los que alguien ¡ªquiz¨¢s un dios que nos olvid¨® hace tiempo¡ª hab¨ªa esculpido en tama?o colosal las cabezas de los toparcas Puigdemont y Torra y, algo m¨¢s abajo, y en formato menor, las efigies borrosas de algunos de los sacerdotes ped¨®filos a los que se refiri¨® el abad Josep Maria Soler el d¨ªa que pidi¨® (t¨ªmido) perd¨®n a sus v¨ªctimas.
Tengo que aclarar que el microfilme que pretend¨ªa arrebatarme JGS era, en mi sue?o, mi papeleta de voto. El combate fue terrible y, a diferencia de lo que ocurr¨ªa en la pel¨ªcula, yo lo perd¨ª: resbal¨¦ de la cabeza de Torra (su efigie ten¨ªa poco cuello, ninguna arruga donde refugiarme) y ca¨ª, ca¨ª, ca¨ª al abismo, m¨¢s abajo de las nubes coloreadas por un incendio, gritando como un poseso, y acompa?ado por el estridente treno que interpretaban varias mujeres entre las que cre¨ª reconocer (yo descend¨ªa muy r¨¢pido) a las se?oras Laura Borr¨¤s, Pilar Rahola y Roc¨ªo Monasterio, disfrazadas de Erinias. Fue en ese desenfrenado descensus ad inferos donde perd¨ª mi papeleta de voto (?mi microfilme!), sin ni siquiera saber por qui¨¦n me hab¨ªa decidido.
Me despert¨® mi propio aullido. Y no encontr¨¦ calma hasta que, horas m¨¢s tarde, presenci¨¦ la final del Campeonato del Mundo de Rugby entre las selecciones de Inglaterra y Sud¨¢frica, confirm¨¢ndome que, de todos los deportes, el rugby es el m¨¢s duro y a la vez el m¨¢s caballeresco y pautado. L¨¢stima que la novela le haya prestado poca atenci¨®n. Por eso me ha alegrado la reciente publicaci¨®n de El ingenuo salvaje (1960; Impedimenta), de David Storey, uno de los m¨¢s conspicuos representantes de literatura de denuncia (y malestar) social de los Angry Young Men, el movimiento en el que se inscriben algunos de los m¨¢s interesantes dramaturgos y novelistas brit¨¢nicos de los sixties (entre otros, John Osborne, Harold Pinter, Kingsley Amis, Alan Sillitoe). En ella el rugby funciona como tel¨®n de fondo de una magn¨ªfica historia de amor y lucha de clases, como dir¨ªa Constantino B¨¦rtolo.
2. Feminidades
¡°La vida de toda mujer, a pesar de cuanto ella quiera simular ¡ªo disimular¡ª, no es m¨¢s que un eterno deseo de encontrar a quien someterse. La dependencia voluntaria, la ofrenda de todos los minutos, de todos los deseos y las ilusiones, es el estado m¨¢s hermoso, es la absorci¨®n de todos los malos g¨¦rmenes ¡ªvanidad, ego¨ªsmo, frivolidades¡ª por el amor¡±. La cita es la reflexi¨®n de una consejera de la secci¨®n femenina en una revista controlada por la organizaci¨®n, hacia 1944. O, atenci¨®n a esta otra joya, a prop¨®sito de los varones violentos o irascibles: ¡°Los hombres se domestican como los gatos: bolitas de papel o de embuste para que corran y gasten fuerzas jugando. Luego, unas pasaditas por el lomo y una voz melosa¡±. Que le hablen de gatitos, por ejemplo, a las 49 (?o ya son m¨¢s?) mujeres asesinadas este a?o solo por serlo.
En todo caso, no son ¡°an¨¦cdotas¡± como esas las que confieren importancia historiogr¨¢fica al estupendo libro de Bego?a Barrera La Secci¨®n Femenina, 1934-1977 (Alianza), subtitulado Historia de una tutela emocional. La autora se aplica a desentra?ar la Secci¨®n Femenina como el principal mecanismo de encuadramiento social y adoctrinamiento ideol¨®gico de las mujeres durante el franquismo, conquistando para su vanguardia un papel esencial en los aparatos del Estado de la dictadura.
La SF cambi¨® a lo largo de esas tres largas d¨¦cadas, al ritmo que lo hac¨ªa el juego de poder de las ¡°familias del R¨¦gimen¡±: a una primera fase en que las ¨¦lites femeninas de Pilar Primo de Rivera controlaron parte de las tareas de retaguardia, sigui¨® la de su institucionalizaci¨®n, convertida en una organizaci¨®n de masas apoyada en una fort¨ªsima propaganda (libros, manuales educativos, revistas, radios) mediante la que fue fij¨¢ndose un paradigma de feminidad que primaba la docilidad, y en el que cualquier horizonte respetable pasaba por el matrimonio, la maternidad, la educaci¨®n de los hijos y el cuidado del hogar. Barrera sigue cronol¨®gicamente el ascenso y declive de la organizaci¨®n, los cambios en su estructura y, sobre todo, las variaciones en la imagen de feminidad que proyect¨® sobre varias generaciones de mujeres espa?olas.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.