La noche de las Luces
'Libert¨¦', el nuevo filme de Albert Serra, transcurre en esos bosques en los que la Europa del XVIII se busc¨® a s¨ª misma
En la primera secuencia de Libert¨¦, oscurece en el bosque; en la ¨²ltima, amanece en el bosque. Entre estas im¨¢genes, de tenue elegancia susurrada, que abren y cierran el relato, y que son solo naturaleza, vemos a un grupo de personajes ¡ªo, a veces, los entrevemos¡ª que tienden a converger en lo que Sade llamaba ¡°en ¨¦tat de nature¡±; pues no es una naturaleza roussoniana, sino sadiana, y no hay que pensar, en un sentido en Marat-Sade o, en otro, en el Vecchiali de Change pas de main o en el Godard de Num¨¦ro deux; mas conviene acordarse del propio Albert Serra en Historia de mi muerte: como all¨ª, nos encontramos en el coraz¨®n de tiniebla del Siglo de las Luces. Estos libertinos son como un Sade que escapa de la Bastilla y de Charenton; unas concisas palabras, al comienzo, lo indican.
En este bosque nocturno ¡ªprevio al Bosque de la noche, de Djuna Barnes¡ª solo un aditamento persiste: una silla de manos que parece procedente de un watteau de la londinense Colecci¨®n Wallace. Dos personajes sanchopancescos ¡ªcasi los ¡°at¨®nitos palurdos¡± machadianos, pero que remiten a figuras de Honor de cavalleria, o a los Reyes Magos del propio Serra¡ª presencian escenas en las que no participan sino en la misma medida en que lo haga el espectador. Las im¨¢genes, de lujo refinado, contenido y casi secreto, son tajos de luz y sombra, acuchilladas por escorzos de rara crudeza; pero, sin embargo, la esplendorosa y a la vez sobrecogida visualizaci¨®n en claroscuro es, con frecuencia, solo sombra chinesca de las palabras; m¨¢s que di¨¢logos, mon¨®logos er¨®ticos no tanto dichos como declamados, que a menudo ni duplican ni prefiguran los actos visibles en la imagen tenebrista: en efecto, lo postulado por la palabra ¡ªla absoluta fantas¨ªa sexual ¡°excede¡± como en cierto famoso y angustiado poema de Blas de Otero¡ª, por su propia naturaleza, lo enunciable de viva voz. La condici¨®n profundamente imaginativa del erotismo, siempre destinado a quedar m¨¢s ac¨¢ de s¨ª mismo, late en la sombr¨ªa grandeza de estas criaturas contorcidas y boscosas.
En el acantilado final del siglo XVIII, Europa se busc¨® a s¨ª misma en estos bosques de ¡ªdir¨ªase¡ª estilo Remordimiento, como car¨¢tulas de bargue?o, o de viejo grabado al boj; par¨¢bola de lo inasible de este acto, o estos actos, en los que, como dijo Proust, ¡°por lo dem¨¢s, nada se posee¡±. El ritmo de la imagen no es ni lento y majestuoso ni fren¨¦tico: con una y otra cosa las palabras, que punt¨²an, casi como almagre, el tiempo de la b¨²squeda y el deseo. A prop¨®sito de los dos primeros t¨ªtulos internacionalmente conocidos de Albert Serra, un editorial de Cahiers du Cin¨¦ma evoc¨®, 10 a?os atr¨¢s, a cierto Pasolini y a cierto Straub; la evoluci¨®n le ha mostrado cada vez, al mismo tiempo, m¨¢s agresivo y m¨¢s intenso. Las indudables ¡ªy tambi¨¦n las solo aparentes¡ª diferencias no deben enga?arnos: el mundo visual y sonoro al que somos aqu¨ª convocados no desmiente, sino que prolonga, el mundo de la anterior producci¨®n inmediata del autor. La muerte de Luis XIV; incluso la aparici¨®n irradiante all¨ª de Jean-Pierre L¨¦aud tiene aqu¨ª, en una escala presencial m¨¢s fugaz, un turbador eco en sordina en la menos frecuente de Helmut Berger: venido casi de Ludwig o del Saint Laurent de Bonello, se halla en otra etapa posterior, casi consecutiva, que recuerda la fantasmagor¨ªa cervantina de la Cueva de Montesinos, vista quiz¨¢ por Dal¨ª, casi en tinta china.
El reto contin¨²a: estas sombras, en el bosque del Siglo de las Luces, interpelan al cuerpo como en una estampa frondosa de Piranesi; pero, probablemente, se saben, y los sabemos, y nos sabemos, ef¨ªmeros, por lo que enunci¨® Her¨¢clito: ¡°El fuego, al avanzar, juzgar¨¢ y lo condenar¨¢ todo¡±. En la ¨²ltima imagen, en el bosque amanecido, las criaturas de la noche se han disuelto en la muda invisibilidad. Queda el bosque: la imagen f¨ªlmica.
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