Los libros del estallido
En las protetas de Chile, lo que los analistas pol¨ªticos y econ¨®micos no pudieron ver est¨¢ ya en ¡®Hijo de Ladr¨®n¡¯, de Manuel Rojas, publicada en 1951
En el 2018, cuando Chile parec¨ªa ser a¨²n un oasis tranquilo y satisfecho, la escritora chilena Diamela Eltit public¨® Sumar, la historia de una marcha infinita en la que los personajes viven sin m¨¢s domicilio fijo que la marcha misma. Una alegor¨ªa que, como muchas otras que ha intentado la literatura chilena, se ha ido convirtiendo en palpitante realidad desde que el 18 de octubre un grupo de estudiantes se saltaron en masa los torniquetes del metro y nada volvi¨® a ser igual que ayer.
?C¨®mo, cu¨¢ndo y por qu¨¦ llegamos a este estado de protesta permanente? Se preguntan todos. Pero lo que los analistas pol¨ªticos y econ¨®micos no pudieron ver est¨¢ ya en Hijo de Ladr¨®n, de Manuel Rojas, quiz¨¢s uno de los cl¨¢sicos m¨¢s incuestionables de la literatura chilena. Publicada en 1951, la novela transcurre en una jornada violenta y desesperada de protesta que lleva al protagonista, Aniceto Hevia, a preguntarse por todas sus heridas, las de clase, pero tambi¨¦n las del amor, la soledad, la muerte de la que lleva el peso.
Manuel Rojas era, como muchos de los j¨®venes que protagonizan las revueltas de hoy, anarquista. Su compa?ero de militancia, Jos¨¦ Santos Gonz¨¢lez Vera, convirti¨® este anarquismo profundamente humanista y escasamente violento que compart¨ªa con Rojas en el centro de su libro Vidas M¨ªnimas, de 1923. Este conjunto de novelas breves hasta la parquedad cambi¨® para siempre la forma de escribir en chile. La manera de contar la precariedad de un ambiente s¨®rdido sin aspaviento alguno se conecta por miles de afinidades secretas con los cuentos totalmente contempor¨¢neos de Paulina Flores (Que verg¨¹enza del 2015), Diego Z¨²?iga (Camanchaca del 2012) y Romina Reyes, que en su libro Reinos (del 2014) retrata de manera cruda y sin piedad esos nuevos amores exigentes y desabrigados que quiz¨¢s explican m¨¢s que los ¨ªndices socioecon¨®micos la fiebre que recorre a la juventud que protagoniza la protesta. Una forma de amor, o de lo contrario, que habita tambi¨¦n en los libros de Camila Guti¨¦rrez (Joven y alocada, 2012) y de manera m¨¢s program¨¢tica en los cuentos de Arelis Uribe de Quiltras, (2016).
Hu¨¦rfanos, desheredados, desfilan por las novelas de Mar¨ªa Jos¨¦ Ferrada (Kramp 2017) y Sara Beltr¨¢n (Afuera, 2018). Patti Smith, de paso por Santiago, descubre en Space Invader (2013), de Nona Fern¨¢ndez, otra manera de nombrar la dictadura desde el espacio de los juegos de ni?os y lo que puede o no puede nombrar. Mat¨ªas Celed¨®n va m¨¢s lejos en el Clan Barniff (2018) y desconstruye la literatura misma en su denuncia del horror. Una literatura de la dictadura revisitada que quiz¨¢s inauguraron Alejandra Costamagna con En voz baja (1998) y Alejandro Zambra con Formas de volver a casa (2011). Aunque quiz¨¢ sea la suave desesperaci¨®n con que los personajes de los cuentos de Mis documentos (2013), del mismo Zambra, mastican las huellas del clasismo lo que explica mejor esta rabia que se convirti¨® en carnaval. Un carnaval que resulta omnipresente en las novelas y cuentos de ?lvaro Bisama (Laguna, 2018), aunque el disfraz de alien¨ªgena se ha convertido ahora m¨¢s popular en las protestas de Chile que en una novela de Bisama. No lo hace menos absurdo que el disfraz sea un homenaje a la primera dama, que advirti¨® en un whatsapp de audio a sus amigas de un posible ataque extraterrestre.
Por sobre los alien¨ªgenas destaca como s¨ªmbolo de la protesta la bandera de Mapuche. Quiz¨¢s nadie ha cantado mejor el tama?o de ese s¨ªmbolo que el poeta Leonel Lienlaf, que recopil¨® para la editorial Lumen en Cae la luz Vertical (2018), lo mejor de su poes¨ªa en las dos lenguas por las que transita (el castellano y el Mapudungu). Poes¨ªa clara y rotunda y a la vez misteriosa y rec¨®ndita como el contacto entre esas dos culturas en eterno conflicto. La otra bandera, la chilena, que suele flamear te?ida de negro con una sola estrella blanca en su esquina, fue el tema de unos de los libros m¨¢s perturbadores de la poeta Elvira Hern¨¢ndez (La Bandera de chile, de 1991).
El ritmo de la calle, su car¨¢cter tatuado y mixto, es parte de la substancia de la poes¨ªa de Germ¨¢n Carrasco, el m¨¢s impuro de los poetas puros de chile. Tanto o m¨¢s impuro que el novelista y cuentista Marcelo Mellado, y sus p¨ªcaros municipales (El ni?o Alcalde del 2019), sus ¡°gestores culturales¡± siempre al borde de la estafa y que trazan de la transici¨®n pol¨ªtica chilena un retrato desolador, salvajemente ir¨®nico y altamente c¨®mico.
Es dif¨ªcil adivinar cu¨¢ntos de esos libros protestan d¨ªa a d¨ªa en la antigua Plaza Italia, llamada ahora Plaza de la Dignidad. Entre los afiches y los rayados se reconoce de manera omnipresente el rostro de Pedro Lemebel, que habit¨® esas calles e hizo de la bastard¨ªa sexual, social, ling¨¹¨ªstica una se?al de estilo que las marchas citan de manera abierta y clara. Otros afiches recuerdan la figura del ¡°coraz¨®n con pata¡± o ¡°inocencia de Conchali¡±, monigote dibujado por el antipoeta Nicanor Parra para hacer de ¨¦l su portavoz en muchos de sus Artefactos.
¡°Todo se redujo a nada / y de eso va quedando poco¡± ¡ªpredec¨ªa en Total Cero, uno de sus antipoemas¡ª. Quiz¨¢s, una vez m¨¢s Parra ten¨ªa raz¨®n: de repente en Chile todo se hizo nada. Y de repente supimos que incluso de esa nada, va quedando poco.
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