¡®Sans¨®n y Dalila¡¯ se resiste a morir
Daniel Barenboim y Dami¨¢n Szifron ofrecen una nueva producci¨®n de la ¨®pera en Berl¨ªn acogida con aplausos y abucheos a partes iguales
El tiempo no ha dado la raz¨®n a George Bernard Shaw. En la cr¨®nica de una representaci¨®n en el Covent Garden londinense aparecida en The World el 4 de octubre de 1893, el dramaturgo y ocasional cr¨ªtico musical irland¨¦s se preguntaba: ¡°?Qui¨¦n quiere o¨ªr Sans¨®n y Dalila? Sugiero respetuosamente que nadie¡±. Cuando se repuso la ¨®pera de Camille Saint-Sa?ns en el Metropolitan de Nueva York en 1971, The New York Times plante¨® a sus lectores una pregunta similar: ¡°?Existe alguna justificaci¨®n para ofrecer hoy d¨ªa Sans¨®n y Dalila?¡± Aun cuando se hab¨ªa reunido un reparto de campanillas en los tres papeles protagonistas (Richard Tucker, Grace Bumbry y Gabriel Bacquier), reiteraba id¨¦ntica respuesta negativa que Shaw casi ochenta a?os antes. A pesar de ello, la ¨®pera sigue llenando teatros y represent¨¢ndose por doquier: sin ir m¨¢s lejos, inaugur¨® la pasada temporada del Met neoyorquino, acaba de ofrecerse en el Teatro de la Maestranza de Sevilla (con direcci¨®n esc¨¦nica de Paco Azor¨ªn) y ha servido para que el director de cine Dami¨¢n Szifron haga su debut oper¨ªstico en la Staatsoper Unter den Linden de Berl¨ªn, alentado por su compatriota Daniel Barenboim.
En su origen, sin embargo, el estreno de Sans¨®n y Dalila en Weimar en 1877 (en traducci¨®n alemana) fue auspiciado nada menos que por Franz Liszt, que era cualquier cosa menos un m¨²sico conservador: m¨¢s a¨²n, si cabe, en los ¨²ltimos a?os de su vida. Saint-Sa?ns hab¨ªa peregrinado el a?o antes hasta Bayreuth para escuchar el primer Anillo de Richard Wagner en el bautizo de su flamante teatro, un gesto que tiene un valor simb¨®lico evidente, pero hubo de esperar hasta 1892 para que su ¨®pera despertara inter¨¦s y se representara por fin en su Par¨ªs natal. Samson et Dalila naci¨® inicialmente como un oratorio y la fuga del coro que abre la ¨®pera, por ejemplo, revela que Saint-Sa?ns no pudo o no quiso eliminar por completo su fisonom¨ªa original. Su mayor lastre, con todo, es un libreto pobre, acartonado, apegado a la ortodoxia francesa de la grand op¨¦ra e inspirado en el famoso episodio del forzudo jud¨ªo y la seductora filistea que se cuenta en el decimosexto cap¨ªtulo del Libro de los Jueces. Ferdinand Lemaire era un libretista novato que prim¨® la omnipresencia de la rima sobre una urdimbre dram¨¢tica s¨®lida y cre¨ªble.
Quien haya visto Relatos salvajes, la archipremiada pel¨ªcula de Dami¨¢n Szifron, podr¨ªa imaginar que, enfrentado a la historia de Sans¨®n y Dalila, el argentino cargar¨ªa las tintas en lo que el relato puede albergar de violento y de enfrentamiento de un individuo contra su entorno. La historia de los directores de cine (aun los muy buenos) reconvertidos en directores de escena de ¨®peras est¨¢ poblada de fiascos. Cuando Daniel Barenboim y Matthias Schulz (el intendente de la Staatsoper Unter den Linden), deslumbrados tras haber visto Relatos salvajes, le propusieron dirigir Sans¨®n y Dalila en Berl¨ªn, Szifron debi¨® de sopesar mucho c¨®mo abordar una ¨®pera que es extremadamente dif¨ªcil de deslocalizar y desubicar temporalmente. Su propuesta final estrenada el pasado domingo es tan realista ¨Chiperrealista incluso¨C, tan fiel a su partida de bautismo decimon¨®nica, que no sabemos si agradecerle que no haya ca¨ªdo en el recurso f¨¢cil ¨Cy casi siempre fallido¨C de muchos de sus colegas, que dirigen una ¨®pera ajena como si fuera una m¨¢s de sus pel¨ªculas, o lamentar que, por exceso de modestia, por miedo esc¨¦nico, por inexperiencia o por falta de recursos suficientes, haya dise?ado un espect¨¢culo correcto y muy bien ejecutado, pero poco estimulante y que no aporta nada a la tradici¨®n esc¨¦nica de la ¨®pera.
Con una escenograf¨ªa tradicional y un vestuario de ¨¦poca, y renunciando a los socorridos v¨ªdeos, Dami¨¢n Szifron se dir¨ªa transmutado en Cecil B. DeMille (que hab¨ªa visto representada Samson et Dalila en su juventud, lo que sin duda influy¨® en su pel¨ªcula hom¨®nima de 1949), al que parece casi rendir homenaje: parodiarlo con mordacidad hubiera sido otra opci¨®n posible, y m¨¢s en alguien como el argentino, pero todo lo visto anima a descartarla. Sans¨®n aparece en escena, por ejemplo, tirando ¨¦l mismo con una cuerda de un enorme toro al que imaginamos que ha dado muerte con sus propias manos. Es un recurso f¨¢cil y eficaz, pero que hace arrancar la ¨®pera por una v¨ªa de sentido ¨²nico, lo que cierra aparentemente la puerta a desv¨ªos o ramales secundarios. Quiz¨¢ los dos mejores momentos de la producci¨®n llegan en el tercer acto: justo al principio, la imagen de varios presos jud¨ªos atados con grilletes a largas cuerdas que caen desde lo alto (uno de ellos cuelga ya ahorcado) tiene una enorme fuerza visual. Y durante el posterior coro de filisteos, ¡°L¡¯aube, qui blanchit d¨¦j¨¤ les coteaux¡±, Szifron propone un poderoso contraste entre lo que se canta (un texto convencional sobre el despuntar del sol al amanecer), oculto el coro, con lo que vemos realmente en escena: un grupo de seis soldados filisteos ense?¨¢ndose a golpes con el indefenso Sans¨®n.
La posterior Bacanal es una org¨ªa de segundas aumentadas para te?ir la m¨²sica de un orientalismo de sal¨®n, lo que nos hace pensar de inmediato que Edward Said, gran amigo de Barenboim, y su "orientalismo cognitivo" podr¨ªa haber sido otra fuente de inspiraci¨®n para Szifron, pero no se ve un solo s¨ªntoma de que as¨ª haya sido. La Bacanal es uno de los ballets exigidos por la tradici¨®n parisiense de la grand op¨¦ra (de ¡°reliquias provincianas¡± los tild¨® aceradamente Bernard Shaw), que Szifron aprovecha para introducir otro episodio gore, cuando siete ni?os con sus pechos previamente untados de sangre deg¨¹ellan a otros tantos jud¨ªos en el proscenio. El problema es que lo que en Relatos salvajes resultaba cre¨ªble y no dejaba de sumar a la tensi¨®n creciente de la pel¨ªcula, aqu¨ª se queda en brochazo puntual y desligado del resto. En el otro ballet de la ¨®pera, el del primer acto, prescrito como una danza de las sacerdotisas de Dagon, vemos, en cambio, a dos sosias de Sans¨®n y Dalila (los personajes reales los observan inm¨®viles desde ambos laterales del escenario) que, en los dos minutos y medio que dura el ballet, se abrazan, se meten en una cueva, de la que ella sale embarazada, salen de escena y regresan al poco con dos ni?os ya crecidos. Y esos mismos sosias reaparecen al final mismo de la ¨®pera, iluminados en un escenario oscurecido y con todos los dem¨¢s personajes inm¨®viles despu¨¦s de que Sans¨®n, cuya fe le ha hecho recuperar su fuerza, haya quebrado las columnas y derrumbado con ello el templo pagano. Un gui?o de nuevo bienintencionado pero, como tantos otros (las persistentes alternancias d¨ªa/noche, sol/luna o cielo nuboso/cielo despejado), demasiado ingenuo y dram¨¢ticamente ineficaz.
Musicalmente, la tarde avanz¨® por un camino much¨ªsimo m¨¢s prometedor. Daniel Barenboim se erigi¨® en un temprano valedor de esta obra cuando la dirigi¨® en el Festival de Orange en 1978 con dos protagonistas de excepci¨®n: Pl¨¢cido Domingo y Elena Obraztsova. 41 a?os despu¨¦s vuelve a defender la causa con un reparto en el que ha destacado con mucho el Sumo Sacerdote de Michael Volle, el excepcional bar¨ªtono alem¨¢n, que est¨¢ en la cima absoluta de su arte y convierte en oro todo cuanto canta (no hay, por ejemplo, actualmente un Hans Sachs como el suyo, como viene demostrando en Bayreuth desde 2017 ). Aqu¨ª, en un papel infinitamente menos exigente, y con el mejor franc¨¦s de la representaci¨®n, consigue dar una entidad musical y dram¨¢tica a su personaje que casi llega a eclipsar al Sans¨®n de Brandon Jovanovich y la Dalila de Elina Garan?a. El estadounidense es un estupendo actor que se vuelca a fondo en la composici¨®n de sus personajes, a los que dota siempre de credibilidad (como su reciente Dick Johnson de La fanciulla del West en M¨²nich). Su voz no posee ni un gran esmalte ni un volumen poderoso, pero su entrega y su musicalidad compensan ambas carencias. Su peor momento fue el comienzo del tercer acto, ya que la escritura de su aria se aviene mal con sus condiciones vocales. Elina Garan?a, al igual que Michael Volle, impresiona por la calidad y la belleza t¨ªmbrica de su voz. Conoce bien el personaje, porque lo ha cantado previamente (como en la citada producci¨®n que abri¨® la pasada temporada en la Metropolitan Opera), pero no acaba de empatizar con Dalila, que es sin duda la figura psicol¨®gicamente m¨¢s compleja y con m¨¢s dobleces de la tenue trama argumental. Muy conservadora en sus gustos esc¨¦nicos, la letona debe de sentirse muy a gusto en la producci¨®n de Szifron, aunque este le hace empezar a cantar el buque insignia de la ¨®pera, el aria del segundo acto Mon c?ur s¡¯ouvre ¨¤ ta voix, tumbada en el suelo, lo que nunca ayuda. La larga escena de la seducci¨®n culmina con una cuasiviolaci¨®n por parte de un arrebatado Sans¨®n, seguida a su vez por el corte de su larga cabellera (aunque este no llega a confesar a Dalila el secreto de su fuerza, al contrario que en la Biblia). Y tanto aqu¨ª como en el resto de sus intervenciones, Garan?a se mostr¨® en exceso fr¨ªa, distante, a a?os luz de las grandes e incandescentes Dalilas oper¨ªsticas, como Rita Gorr, Shirley Verrett o las ya citadas Grace Bumbry y Elena Obraztsova.
El coro no tuvo una tarde especialmente brillante, mas no cabe pero alguno, en cambio, a la extraordinaria prestaci¨®n orquestal de la Staatskapelle de Berl¨ªn, comandada con autoridad por un Daniel Barenboim que no ha dejado de creer en esta ¨®pera. Lejos de considerarla m¨²sica de segunda fila, el argentino llena de personalidad e inter¨¦s musical la partitura de Saint-Sa?ns, que es siempre un compositor que hace gala de una t¨¦cnica infalible y un dominio pleno de los recursos formales. Acostumbrada tambi¨¦n a empresas much¨ªsimo m¨¢s exigentes, la Staatskapelle suena sobrada de capacidades en su cometido: flexible, colorista, d¨²ctil, equilibrada, prestando a las voces el envoltorio con que sue?a cualquier cantante. Y Barenboim echa el resto no solo en los momentos m¨¢s agradecidos de la ¨®pera (el d¨²o de Dalila y el Sumo Sacerdote, la gran aria de la filistea del segundo acto), sino que no deja pasar un solo n¨²mero sin exprimir todo su jugo musical. Le llovieron los aplausos junto a su orquesta cuando ambos, como es norma de la casa, subieron al escenario a recibir el premio del p¨²blico que llenaba la sala y que hace pocos d¨ªas pudo escucharle tambi¨¦n dirigir en la Philharmonie berlinesa, en uno de los conciertos sinf¨®nicos de temporada de su orquesta, dos de las m¨¢s populares obras de Saint-Sa?ns: el Concierto para viol¨ªn y orquesta n¨²m. 3 (con Lisa Batiashvili como solista) y la Tercera Sinfon¨ªa. La doble convocatoria apunta a una reivindicaci¨®n de Saint-Sa?ns en toda regla.
Fue justamente durante la tanda de saludos final cuando se produjo un detalle significativo que no debe dejar se rese?arse. Despu¨¦s de que los protagonistas recibieran cada uno sus merecidas dosis de aplausos (por intensidad de mayor a menor, Michael Volle, Elina Garan?a y Brandon Jovanovich), sali¨® a saludar el equipo esc¨¦nico, que fue recibido con una mayor¨ªa de abucheos, hay que pensar que por motivos opuestos a los habituales: demasiado poca modernidad, en vez de excesiva, min¨²sculas libertades frente a las may¨²sculas que suelen tomarse los directores de escena. Ya a tel¨®n bajado, Szifron no sali¨® de nuevo a saludar junto al resto de protagonistas, previsiblemente para no ser abroncado de nuevo. Barenboim se retir¨® entonces y volvi¨® con ¨¦l de la mano, alzando su brazo muy largamente, brind¨¢ndole su apoyo expl¨ªcito, reivindicando con ello su trabajo y logrando por fin que, poco a poco, aplausos y abucheos se equilibraran: un gesto que honra al director argentino, que hab¨ªa decidido apostar por el talento de su oper¨ªsticamente biso?o compatriota. El tiempo dir¨¢ si lo que sin duda habr¨¢ aprendido Szifron durante las largas semanas de ensayos fructifica en posibles montajes futuros, a poder ser con ¨®peras que den m¨¢s de s¨ª que esta Sans¨®n y Dalila de Saint-Sa?ns, a quien George Bernard Shaw llamaba cruelmente ¡°¡®un maestro de la m¨²sica francesa¡¯: l¨¦ase bien, no un maestro franc¨¦s de la m¨²sica¡±.
Babelia
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