M¨²nich imparte tres grandes lecciones de ¨®pera
Reivindicaci¨®n de ¡®La Fanciulla del West¡¯ de Puccini y una brillant¨ªsima ¡®Agrippina¡¯ de Handel en el Festival de ?pera de la capital b¨¢vara
Desde el pasado 27 de junio, y hasta el pr¨®ximo mi¨¦rcoles, no ha pasado ni pasar¨¢ un solo d¨ªa en M¨²nich sin que pueda asistirse a una o incluso ¨Csimult¨¢neamente¨C dos representaciones oper¨ªsticas al m¨¢ximo nivel. El Festival de ?pera de la capital b¨¢vara se ha convertido, por variedad y calidad, en un reclamo veraniego que atrae como un im¨¢n a los amantes del g¨¦nero, no solo de M¨²nich, donde la ¨®pera ha sido siempre un importante factor de cohesi¨®n y orgullo social, sino tambi¨¦n de aficionados llegados de muchos pa¨ªses: a la entrada y en los intermedios se oye hablar en muchos idiomas en el Nationaltheater y el Prinzregententheater, los dos escenarios en que se desarrollan las representaciones.
En tan solo tres d¨ªas, de viernes a domingo, han podido escucharse dos ¨®peras infrecuentes ¨CLa fanciulla del West de Puccini y Agrippina de Handel¨C y uno de los t¨ªtulos se?eros del repertorio, Los maestros cantores de N¨²remberg, estrenado precisamente en M¨²nich hace 151 a?os: esta es una ciudad wagneriana por los cuatro costados, ya que el compositor goz¨® aqu¨ª del favor y la munificencia del rey Luis II de Baviera. Y la casualidad quiso que el s¨¢bado coincidiera su representaci¨®n en el Nationaltheater con la reposici¨®n en Bayreuth, otra localidad b¨¢vara, del montaje de esta misma ¨®pera estrenado en la Festspielhaus en 2017 y que cuenta con direcci¨®n esc¨¦nica de Barrie Kosky, responsable a su vez de la nueva producci¨®n de Agrippina: vasos comunicantes. El otro estreno del Festival ha sido una Salome confiada a Krzysztof Warlikowski, lo que ha facilitado, esta vez con fundamento, las comparaciones entre uno y otro, espoleadas habitualmente por la similitud fon¨¦tica entre el nombre y el apellido del australiano y el apellido del polaco, a pesar de que cuesta imaginar a dos hombres de teatro con concepciones, actitudes y maneras esc¨¦nicas m¨¢s divergentes.
La primera, y m¨¢s que agradable sorpresa, fue constatar el viernes que La fanciulla del West puede funcionar admirablemente en un teatro de ¨®pera: de hecho, cosech¨® un triunfo extraordinario. Estrenada en la Metropolitan Opera de Nueva York en 1910, constituye una rareza dentro del cat¨¢logo de madurez de Puccini, ya que la preceden cuatro de las ¨®peras m¨¢s populares del repertorio (Manon Lescaut, La boh¨¨me, Tosca y Madama Butterfly) y sus sucesoras son Il trittico (tambi¨¦n estrenada en Nueva York) y la incompleta Turandot, otras dos presencias habituales en los teatros de todo el mundo. Entre medias queda el fiasco de La rondine, pero no es f¨¢cil aventurar explicaciones convincentes de por qu¨¦ La fanciulla del West no ha logrado asentarse en el repertorio: el exigent¨ªsimo papel de soprano, la pr¨¢ctica ausencia de arias al uso (solo encontramos una, y la canta el tenor justo al final de la ¨®pera) y, un detalle nada desde?able, la cuasiapropiaci¨®n por parte del cine de todo el imaginario cultural y visual asociado al Oeste americano, son, quiz¨¢, en todo en parte, responsables de la preterici¨®n. Incluso en Nueva York, donde fue recibida triunfalmente en el estreno dirigido por Arturo Toscanini y con la presencia del compositor, la obra cay¨® pronto en el olvido.
La producci¨®n de Andreas Dresen, hijo de Adolf Dresen (un famoso director teatral y de ¨®pera), consigue mucho con muy pocos medios, todos estrictamente teatrales y muy sabiamente calibrados y conjugados. Procedente del mundo del cine, Dresen no cae en la trampa de seguir la estela de los westerns cl¨¢sicos, sino que plantea la acci¨®n casi como si se tratara de una desnuda pel¨ªcula de cine negro. Con una escenograf¨ªa extremadamente sobria, casi abstracta (dise?ada por otro hijo de un grande, Mathias Fischer-Dieskau), logra crearse el ambiente justo para esta historia de buscadores de oro, la due?a del sal¨®n que los acoge casi como una hermana o una madre, el bandido que acude a robar sus ganancias y el sheriff del campamento minero. Estos dos ¨²ltimos se disputan el amor de Minnie, una mujer dura, acostumbrada a vivir entre hombres, pero en absoluto insensible. Nada tiene que ver su personaje con las habituales hero¨ªnas puccinianas y, de hecho, al igual que sucede con el de Turandot, lo frecuentan las sopranos duchas en los repertorios wagneriano y straussiano. Cuando Nueva York repuso la ¨®pera en 1929 lo hizo con el fin de que la protagonizara Maria Jeritza, la legendaria soprano amiga de Strauss, y otras int¨¦rpretes m¨¢s modernas del papel han sido, por ejemplo, Deborah Voigt y Nina Stemme. En M¨²nich le ha insuflado la m¨¢xima credibilidad Anja Kampe, una de las grandes sopranos wagnerianas actuales y la Isolde del m¨¢s reciente Tristan und Isolde de Daniel Barenboim en la Staatsoper de Berl¨ªn. Su Minnie es recia y delicada en la medida justa y su enorme talento como actriz genera de inmediato una corriente de simpat¨ªa hacia el personaje. Al contrario tambi¨¦n que las grandes hero¨ªnas de Puccini, no muere al final, sino que abandona el campamento dispuesta a ser feliz junto al hombre que ha redimido y cuya vida ha salvado dos veces.
A su lado, Brandon Jovanovich fue un Dick Johnson noble, un bandido que, como Minnie, ha heredado la profesi¨®n de su padre y que delinque para sostener a su madre y hermanos. De canto m¨¢s natural que refinado y con una voz no muy grande, ha demostrado ser una elecci¨®n tan id¨®nea como la de John Lundgren para el sheriff Jack Rance, otro tipo rudo, bronco casi, tah¨²r, pero de esp¨ªritu noble, como demuestra tras perder la partida de p¨®quer con Minnie al final del segundo acto (que incluye un empleo memorable de los contrabajos por parte de Puccini, muy diferente de lo que hab¨ªan hecho con ellos Verdi y Richard Strauss en los momentos culminantes de Otello y Salome). La voz del bar¨ªtono sueco, rocosa y sombr¨ªa, le va muy bien tanto al personaje como a la producci¨®n, casi siempre oscura, con las linternas record¨¢ndonos qu¨¦ est¨¢n haciendo all¨ª, lejos de sus hogares y sus familias, estos buscadores de oro. Las alambradas que vemos en el primer acto reducen el espacio y apuntan a que la acci¨®n no se desarrolla en el vasto e inabarcable Salvaje Oeste del cine de Hollywood, sino en un espacio reducido, acotado, opresivo, en el que los personajes se encuentran casi atrapados, con una inevitable cercan¨ªa f¨ªsica entre ellos.
James Gaffigan supuso otra grat¨ªsima sorpresa al frente de la formidable orquesta de la Staatsoper. Su direcci¨®n fue idiom¨¢tica en todo momento, intensa en la medida justa, l¨ªrica en los escasos momentos en que Puccini decide dar rienda suelta a su vena mel¨®dica y atenta a resaltar en todo momento la modernidad de la instrumentaci¨®n. Al mismo tiempo, el estadounidense dej¨® a los cantantes mucha libertad para decir sus frases, a menudo extremadamente concisas, sin un solo fallo de concertaci¨®n. Estrenada este mismo a?o en la ¨²ltima temporada de la ?pera Estatal de Baviera, es seguro que para muchos asistir a esta nueva producci¨®n de La fanciulla del West habr¨¢ supuesto un aut¨¦ntico descubrimiento. La obra posee muchas de las virtudes de las grandes ¨®peras de Puccini, al tiempo que, curiosamente, aqu¨ª apenas asoma ninguna de sus lacras. Tambi¨¦n es menos manipuladora ¨Cen el mejor sentido¨C de nuestras emociones y, por eso mismo, todo en ella resulta cre¨ªble cuando se hace como aqu¨ª se ha hecho: como una ¨®pera intimista, l¨®brega, narrativa, sin exotismos innecesarios y sin hacernos pensar ni un solo momento en esa supuesta ausencia de ¡°americanidad¡± o de ¡°colorido americano¡± que le achacaron sus primeros cr¨ªticos estadounidenses.
Cuando Kirill Petrenko entr¨® en el foso del Nationaltheater el s¨¢bado por la tarde, arreciaron los aplausos y los bravos antes de que hubiera sonado una sola nota de las decenas de miles que contiene la partitura de Los maestros cantores de N¨²remberg. Casi seis horas despu¨¦s, cuando termin¨® el tercer acto de la ¨®pera y la soprano Sara Jakubiak sali¨® a recogerlo para que ¨¦l y la orquesta recibieran el just¨ªsimo premio que les correspond¨ªa, los aplausos y las aclamaciones semejaron casi un trueno: Petrenko es un ¨ªdolo en la capital b¨¢vara y su inminente partida a Berl¨ªn ha desatado a¨²n m¨¢s, si cabe el amor, que le profesan los muniqueses.
Cost¨®, sin embargo, al principio reconocer en ¨¦l al director de Parsifal del festival del a?o pasado, tras cuya conclusi¨®n los instrumentistas de la orquesta le lanzaron flores desde el foso, un gesto que se repetir¨¢ a buen seguro el pr¨®ximo mi¨¦rcoles tras la ¨²ltima representaci¨®n de Los maestros cantores, que pondr¨¢ el broche de oro al festival de este a?o. Petrenko propuso un preludio del primer acto de Los maestros cantores muy r¨¢pido, ligero casi en algunos momentos, en consonancia, descubrimos luego, con la producci¨®n de David B?sch estrenada en el teatro hace tres a?os y que, muy lejos de la lectura abiertamente pol¨ªtica que hizo Barrie Kosky en la producci¨®n que estaba represent¨¢ndose simult¨¢neamente esa misma tarde en Bayreuth, opta por una propuesta mucho m¨¢s liviana, trivializando incluso por momentos una obra c¨®mica, s¨ª, pero que nada tiene de banal. Admirablemente ejecutada por los cantantes y los t¨¦cnicos del teatro, es la suya una puesta en escena que parece m¨¢s dirigida a adolescentes que a personas adultas: muy rica visualmente y ambientada en lo que parece el suburbio pobre de una ciudad alemana a medio reconstruir tras la Segunda Guerra Mundial (aunque no necesariamente N¨²remberg, que fue devastada por los bombardeos aliados), se halla plagada de incongruencias, con un vestuario inconsecuente (?esos aprendices!), un Hans Sachs sin el m¨¢s m¨ªnimo atisbo de nobleza (parece casi un sin techo de pelo grasiento y aspecto desali?ado en su furgoneta-zapater¨ªa), un Walther abobado guitarra en mano y una ausencia generalizada de individualidad en todos los personajes, excepci¨®n hecha quiz¨¢ de David, el mejor dibujado de todos. Los maestros cantores tiene much¨ªsimas capas, pero B?sch parece satisfecho instalado muy cerca de la superficie, brillantemente plasmada, pero insuficiente, porque la cebolla tiene m¨¢s capas. Algunos espectadores rieron sus chistes, pero su humor fue casi siempre demasiado primario y previsible.
Jonas Kaufmann, como es tristemente habitual, cancel¨® su participaci¨®n pocos d¨ªas antes y, ante la ausencia del ¨ªdolo local, muchas personas intentaron vender sus entradas en la puerta del teatro. Su sustituto, Daniel Kirch, fue, con mucho, lo peor de la representaci¨®n, tanto por la pobr¨ªsima prestaci¨®n vocal de su Walther, especialmente en el momento culminante de la canci¨®n del concurso del tercer acto, como por la inevitable comparaci¨®n con los otros dos tenores coprotagonistas: Martin Gantner, un excelente Beckmesser (sobre todo actoralmente), y el brit¨¢nico Allan Clayton, un David de voz fresca, espl¨¦ndida dicci¨®n alemana y perfecto estilo wagneriano. Fue m¨¢s convincente la Magdalene de Okka von der Damerau que la Eva poco sutil y demasiado plana de Sara Jakubiak. Wolfgang Koch fue un Sachs desigual, a ratos rutinario y otros m¨¢s centrado en transmitir la verdadera grandeza de su personaje, si bien en los momentos capitales (el gran mon¨®logo del tercer acto y el discurso final, triste presagio de las futuras desgracias de Alemania) no estuvo a la altura de los grandes int¨¦rpretes del papel (como Michael Volle en Bayreuth, un Sachs irreprochable y poblado de matices, quiz¨¢s el m¨¢s complejo y completo de la actualidad). El mejor canto wagneriano son¨® probablemente de labios de Christof Fischesser, que compuso un Veit Pogner casi aristocr¨¢tico (al menos a ¨¦l s¨ª lo visti¨® B?sch decentemente) y que elev¨® el nivel interpretativo cada vez que aparec¨ªa en escena. Acaba de triunfar en Madrid como el director teatral de Capriccio y aqu¨ª en M¨²nich ha vuelto a cosechar un triunfo formidable. Las ¨®peras de Wagner van a tener en ¨¦l en los pr¨®ximos a?os a un int¨¦rprete de referencia.
Kirill Petrenko mantuvo esa direcci¨®n en¨¦rgica y juvenil del comienzo en muchos momentos, pero sus mejores esencias, tras concertar con asombroso dominio el pandem¨®nium del final del segundo acto, las despleg¨® en el tercero: en el preludio (mod¨¦lico), en el gran mon¨®logo de Sachs, en el quinteto y en todo el tramo final, en el que obtuvo de la orquesta una respuesta extraordinaria. Los maestros cantores es una ¨®pera diab¨®licamente dif¨ªcil, pero ¨¦l la tuvo bajo su control en todos y cada uno de los compases. Contagiado quiz¨¢ por la liviandad de la puesta en escena de David B?sch o, lo que parece m¨¢s plausible, animado por el af¨¢n de poner el foso al servicio de aquella, Petrenko no fue siempre quiz¨¢s el hondo director oper¨ªstico al que nos tiene acostumbrados, pero a los muy buenos se les exige mucho y dirigir como ¨¦l lo hizo est¨¢ al alcance de muy pocas batutas actuales.
El cl¨ªmax del fin de semana se alcanz¨® el domingo en el Prinzregententheater. Ivor Bolton y Barrie Kosky, que ya hab¨ªan colaborado anteriormente en una obra handeliana (la producci¨®n del oratorio Saul estrenada en Glyndebourne en 2015), han logrado no ya mantener permanentemente la atenci¨®n de los espectadores que llenaban el teatro durante casi cuatro horas, sino emocionarlos, provocar su risa, implicarlos en la historia que estaba cont¨¢ndose y corroborar que una ¨®pera barroca bien tocada, bien cantada, bien concebida y bien actuada puede convertirse en un espect¨¢culo irresistible para un p¨²blico moderno.
En un escenario completamente desnudo, una caja rectangular, que puede desgajarse en tres, que albergan a su vez diferentes espacios en su interior, visibles ¨Cen todo o en parte¨C o invisibles en funci¨®n de la posici¨®n de los estores de lamas, es todo lo que necesita Kosky para hacer avanzar la acci¨®n, a veces con visos de opera buffa, como cuando coinciden en la habitaci¨®n de Poppea los tres hombres que la persiguen, otras como farsa y, las m¨¢s de las veces, como una combinaci¨®n de alta pol¨ªtica y bajas pasiones. Todo lo desencadena Agripina, cuya ¨²nica obsesi¨®n es la llegada de su hijo Ner¨®n al trono de Roma. Manipuladora, mentirosa, jugadora con las cartas marcadas y con varias barajas simult¨¢neamente, vampiriza a su hijo y utiliza sin escr¨²pulos con todos ¨CNer¨®n incluido, rozando lo incestuoso¨C sus bien engrasados ardides er¨®ticos para alcanzar sus objetivos. Kosky ha admitido que su inspiraci¨®n para dar forma al personaje ha sido Claire Underwood, el personaje que encarna Robin Wright en la serie televisiva House of Cards. Y la magnitud y el alcance de su poder quedan simb¨®licamente expresados cuando, con un imperioso gesto de autoridad dirigido hacia el foso, interrumpe bruscamente el da capo de un aria de Poppea, ¡°? un foco quel d¡¯amore¡±: por si a¨²n cupiera alguna duda, ella es la soberana absoluta, dentro y fuera del escenario.
Kosky hace de la necesidad virtud y, en vez de incomodarle los extensos recitativos, los traduce siempre con ingenio (apartes incluidos) y como herramienta imprescindible para ayudarnos a entender a los personajes. Un ejemplo paradigm¨¢tico es cuando el teatro se ilumina para convertirse en la ¡°piazza del Campidoglio¡± del libreto: los espectadores somos de repente ¡°el pueblo¡±, esos ¡°amigos¡± a los que se dirige Ner¨®n, estrechando manos y repartiendo abrazos en la primera fila del patio de butacas. Nada diferente de lo que vemos hacer a los pol¨ªticos en per¨ªodo electoral. La brutal violencia que Lesbo ejerce con Ot¨®n, jaleado por Narciso y Pallante, mientras canta el recitativo ¡°Otton, qual portentoso fulmine ¨¨ questo?¡±recuerda asimismo que todo vale contra los enemigos de los poderosos. Y qu¨¦ gran acierto es poner fin a la primera parte del espect¨¢culo, mediado el segundo acto, con el aria posterior de un Ot¨®n ensangrentado, ¡°Voi che udite il mio lamento¡±, que apaga todas las risas precedentes y muestra sin ambages la otra cara de la moneda.
En algunos momentos la gran caja incomoda m¨¢s que ayuda, pero son tantas las cosas que permite hacer y tan ricas las posibilidades esc¨¦nicas que sabe Kosky extraer de ella, que bienvenida sea su presencia, iluminada siempre por una intensa luz blanca hospitalaria que permite casi radiografiar a los personajes y, en ocasiones, deslumbrarnos literalmente con el fulgor de sus miserias. Aunque todos comparten verg¨¹enzas, Agripina, para quien las personas son meros objetos de usar y tirar, es la que intenta controlar los hilos de todas sus marionetas. Y Alice Coote la recrea en un alarde interpretativo verdaderamente extraordinario: todo cuanto le pide Kosky (y son infinitos los detalles que requieren ser plasmados en su actuaci¨®n) lo realiza a la perfecci¨®n con gestos y movimientos, al tiempo que canta con intensidad, arrojo e intenci¨®n. A la postre, gracias a la renuncia de Ot¨®n al trono, consigue su ¨²nico objetivo, pero la vemos cabizbaja, sola, perdida, abandonada por todos mientras, en lugar del lieto fine que suponen el aria de Juno y el ballo final (fuera de lugar en la ¨¢cida concepci¨®n de Barrie Kosky), la orquesta toca un lamento instrumental, la transcripci¨®n de un aria de L¡¯Allegro, il Penseroso ed il Moderato, "Hide me from day's garish eye", tambi¨¦n de Handel. El estor baja lentamente, se hace la oscuridad y Agripina queda atrapada en su jaula.
Elsa Benoit compone una excelente Popea, muy superior a la que cant¨® en versi¨®n de concierto en el Teatro Real hace unos meses, como mejores son las prestaciones de Andrea Mastroni como Pallante y Franco Fagioli como Ner¨®n, ambos presentes asimismo en Madrid junto a Joyce Di Donato. La tendencia al histrionismo del contratenor argentino, siempre en su salsa en los papeles de h¨¦roes malvados y desaprensivos, ha sido aqu¨ª atemperada, y mucho, por Kosky y Bolton. Su canto tiene multitud de devotos, a pesar de los sonidos fijos, el timbre a veces hiriente, la coloratura maquinal y un tanto gallin¨¢cea, y una dicci¨®n que pocas veces permite comprender lo que canta. A su lado, Iestyn Davies representa justamente los valores contrarios: un timbre bell¨ªsimo, un italiano cristalino y una l¨ªnea de canto tersa y sin ¨¢ngulos. Aqu¨ª se revela adem¨¢s como un excelente actor c¨®mico y tr¨¢gico. Pero Fagioli es un comediante nato, un provocador casi, y lo ex¨®tico (su timbre de tiple lo es, sin ninguna duda) siempre tiene su p¨²blico. Excelente y sin excesos el Claudio, m¨¢s atento a los encantos de Popea que a los asuntos de Estado (¡°disapplicato & innamorato¡±, se lee en el ¡°argomento¡± del libreto), de Gianluca Buratto.
Sobre la direcci¨®n musical de Ivor Bolton (otro director venerado en M¨²nich) solo pueden verterse elogios, porque hace prodigios al frente de un conjunto mixto de instrumentos modernos y barrocos: ¨¦l fue quien, en los a?os noventa, ense?¨® a esta orquesta a tocar el repertorio barroco en estilo y con expresividad, pero sin excesos ni amaneramientos. La secci¨®n de cuerda la encabeza brillantemente Barbara Burgdorf y Bolton se ha reunido de un grupo de fieles en el grupo del continuo, prodigioso y multicolor durante toda la tarde, en el que destaca la labor precisa y entusiasta de Christopher Bucknall al clave y al ¨®rgano, este ¨²ltimo un aut¨¦ntico hallazgo t¨ªmbrico en muchos de los recitativos y arias. El propio Bolton acompa?¨® en solitario al clave el aria de Popea ¡°Esci, o mia vita, esci dal duolo¡± (que suele omitirse porque aparece tachada en el manuscrito y se reutiliza en La Resurrezione e Il trionfo del tempo e del disinganno) y en ella pudo percibirse, in nuce, el porqu¨¦ de la excelencia de una versi¨®n instrumental comandada siempre con autoridad. El director brit¨¢nico, siempre m¨¢s atento a inspirar que a dirigir, consigue que la orquesta plasme, una a una, sus ideas musicales, que reflejan, complementan, contradicen o incitan cuanto vemos sobre el escenario. La orquesta, en Handel, no puede ser nunca un mero convidado de piedra.
El domingo la ¨®pera se ofreci¨® en directo, y gratuitamente, en streaming por el propio canal de televisi¨®n de la ?pera Estatal de Baviera y en ¨¦l seguir¨¢ disponible hasta el 12 de agosto para quien quiera corroborar o discrepar de lo aqu¨ª escrito. El intentente del teatro, Nikolaus Bachler, declar¨® en el estreno que hab¨ªan decidido dedicar esta producci¨®n de Agrippina a Sir Peter Jonas, quien, a pesar de su extrema fragilidad f¨ªsica, ha estado presente estos d¨ªas en todas las funciones de la ¨®pera de Handel, un compositor que, precisamente con Ivor Bolton como basti¨®n musical, ¨¦l contribuy¨® como nadie en los a?os noventa del siglo pasado a resituar en la primera l¨ªnea del mapa oper¨ªstico mundial. ¡°Suena a como si ya me hubiera muerto¡±, fue la respuesta del brit¨¢nico, que dirigi¨® durante trece a?os cruciales la ?pera Estatal de Baviera y cuyo legado sigue estando muy vivo, tanto como ¨¦l mismo. Afortunadamente.
Babelia
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