Cosas que pasaban cuando visitaba fumado el Prado
Recuerdo aquellas ma?anas de juventud, cuando sol¨ªa fumar antes de entrar en el museo. Con la nueva ordenaci¨®n de sus obras maestras, no se va a necesitar hierba para hacer inolvidable semejante descarga de belleza
Antes de que se pusiera de moda el asalto masivo a los museos, aunque hoy parezca incre¨ªble, hubo un tiempo, no tan lejano, en que a media ma?ana de cualquier d¨ªa ordinario el visitante, generalmente extranjero, encontraba el Prado pr¨¢cticamente desierto. Solo hab¨ªa un bedel que dormitaba en cada sala sentado en una silla, hasta el punto de que un ratero exquisito hubiera podido llevarse sin demasiado peligro bajo la gabardina el Autorretrato de Durero.
El visitante comenzaba a recorrer las estancias y vi¨¦ndose en medio de una soledad tan compacta en la que resonaban sus propias pisadas, pod¨ªa imaginar que aquel c¨²mulo de arte en realidad no exist¨ªa y que los cuadros de Vel¨¢zquez, de Tiziano, del Greco, de Fra Ang¨¦lico, del Bosco, de Goya, que colgaban de las paredes, eran la materia que en ese momento estaban so?ando los bedeles dormidos. Trataba de no despertarlos, temiendo que si abr¨ªan los ojos toda la belleza se desvaneciera.
Dentro del coche, aparcado a la sombra de la Academia Espa?ola de la Lengua, liaba un porro, lo apuraba con lentas caladas y antes de entrar en el museo, primero me paseaba sobre las hojas ca¨ªdas
Recuerdo aquellas ma?anas de juventud, cuando imbuido por la lectura de Las puertas de la percepci¨®n, de Aldous Huxley sol¨ªa entrar a veces muy fumado en el Museo del Prado. Dentro del coche, aparcado a la sombra de la Academia Espa?ola de la Lengua, liaba un porro, lo apuraba con lentas caladas y antes de entrar en el museo, primero me paseaba sobre las hojas ca¨ªdas, rojas, amarillas, moradas de los senderos del Jard¨ªn Bot¨¢nico en oto?o o en invierno, donde tal vez una ligera niebla entre las ramas desnudas recib¨ªa del sol los matices del oro viejo convertidos en humo.
?Acaso no era ese humo el que hab¨ªa logrado captar el pincel de Vel¨¢zquez? Sol¨ªa detenerme a admirar unas peque?as coliflores violetas y blancas, escarchadas con agujas de hielo, y todo mi empe?o consist¨ªa en descubrir esas mismas luces del jard¨ªn reflejadas en los cuadros de los grandes maestros.
Ten¨ªa la esperanza de que la hierba me abriera aquellas puertas secretas que daban directamente a las entra?as invisibles que hab¨ªa en el interior de la belleza. En cierto modo este placer era tambi¨¦n entonces una forma de resistencia al franquismo en aquel Madrid descoyuntado por los dolores de parto de la libertad, hasta el punto de que a veces mientras me extasiaba ante cualquier cuadro o¨ªa el helic¨®ptero de la polic¨ªa que sobrevolaba la batalla que libraban los obreros por Atocha bajo los gases lacrim¨®genos y las pelotas de goma.
Mientras me extasiaba ante cualquier cuadro o¨ªa el helic¨®ptero de la polic¨ªa que sobrevolaba la batalla que libraban los obreros por Atocha bajo los gases lacrim¨®genos
La experiencia sensitiva resultaba muy curiosa. Seg¨²n la jerga de entonces, la hierba divid¨ªa los cuadros del Prado en dos: los que te sub¨ªan y los que te bajaban. La hierba exaltaba hasta un grado sumo El jard¨ªn de las delicias, del Bosco, y a todo el Greco, a Tiziano y Vel¨¢zquez. Era una sensaci¨®n placentera ver con qu¨¦ naturalidad los personajes abandonaban los marcos. Recuerdo haber visto volar meninas e hilanderas, v¨ªrgenes de Murillo, las majas de Goya por todas las estancias junto con los limones de Zurbar¨¢n, los cardos de S¨¢nchez Cot¨¢n y los reyes a caballo.
En una ocasi¨®n logr¨¦ liberar de los clavos al Cristo de Vel¨¢zquez para que bajara los brazos e incluso llegu¨¦ a departir con El caballero de la mano en el pecho, los dos amigablemente sentados en el suelo. En cambio, al entrar en la sala donde se exhib¨ªan las pinturas negras de Goya, notaba que no hab¨ªa forma de que aquellas figuras diab¨®licas las diluyera la morbidez de la hierba. Esta paranoia se acrecent¨® al contemplar de cerca el cuadro de Duelo a garrotazos. Tal vez este rechazo se deb¨ªa a que esta pintura solo expresaba el odio profundo entre las dos Espa?as, que hab¨ªa aflorado de nuevo en la calle.
En una ocasi¨®n logr¨¦ liberar de los clavos al Cristo de Vel¨¢zquez para que bajara los brazos e incluso llegu¨¦ a departir con ¡®El caballero de la mano en el pecho¡¯
Despu¨¦s de permanecer cerrado durante tres meses a causa de la pandemia, el museo del Prado acaba de abrir de nuevo sus puertas con la exposici¨®n de su colecci¨®n permanente compuesta de grandes obras maestras, universalmente conocidas y admiradas. Los ¨¢vidos espectadores deber¨¢n seguir el protocolo sanitario, pero a cambio el distanciamiento social les permitir¨¢ contemplar de forma placentera, aunque con mascarilla, este c¨²mulo de arte reordenado ahora para celebrar esta apertura, purgada de masificaci¨®n, de modo que la mirada no tenga que abrirse paso entre una barra de cogotes.
Ser¨ªa un viaje de exquisita degustaci¨®n si antes o despu¨¦s uno se diera un paseo por el Jard¨ªn Bot¨¢nico, cuyos senderos estar¨¢n animados por todos los colores de la primavera. Sin duda all¨ª se hallan en el aire todas las veladuras posibles, incluso las que Vel¨¢zquez instal¨® en el pa?uelo de la infanta Margarita.
Si uno contempla la naturaleza con una mirada primigenia puede comprobar de qu¨¦ forma se sirvieron de su luz los grandes maestros de la pintura. Al entrar en el museo el espectador ser¨¢ recibido en la primera sala por El descendimiento, de Van der Weyden, frente a La anunciaci¨®n, de Fra Ang¨¦lico, por Ad¨¢n y Eva, de Durero, por El tr¨¢nsito de la Virgen, de Mantegna, y por un Antonello de Mesina. A partir de ah¨ª la experiencia est¨¦tica que se iniciar¨¢ a continuaci¨®n no va a necesitar estar fumado para hacer inolvidable semejante descarga de belleza.
Babelia
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