¡®El cuento de invierno¡¯ (para cantar en verano)
Ian Bostridge e Igor Levit interpretan 'Viaje de invierno' de Schubert en plena can¨ªcula granadina
Hacia 1611 William Shakespeare escribi¨® El cuento de invierno, uno de sus romances de ¨²ltima ¨¦poca, que no se imprimi¨® hasta que form¨® parte del Primer Folio de 1623. Casi dos siglos despu¨¦s, en 1821, Wilhelm M¨¹ller publicaba en Dessau, su ciudad natal, una antolog¨ªa po¨¦tica con un nombre extravagante: Setenta y siete poemas de los papeles p¨®stumos de un trompista itinerante. De ella formaba parte una suerte de juego po¨¦tico titulado La bella molinera, nacido de resultas de veladas en las que M¨¹ller y sus amigos (rom¨¢nticos de la primera hornada como Wilhelm y Luise Hensel, Clemens Brentano, Ludwig Rellstab y Ludwig Berger) encarnaban a los diversos protagonistas de la historia. M¨¹ller, predestinado por su apellido, daba vida al joven y desgraciado aprendiz de molinero que acaba al final quit¨¢ndose la vida. Schubert pondr¨ªa m¨²sica no a todos, sino a veinte de los poemas, pero lo que m¨¢s interesa ahora es que M¨¹ller a?adi¨® un misterioso subt¨ªtulo a su colecci¨®n: La bella molinera (para leer en invierno).
?Por qu¨¦ en invierno? A M¨¹ller le gustaban las ant¨ªtesis po¨¦ticas y en unos poemas de ambientaci¨®n primaveral, la lectura invernal parec¨ªa a?adir una nota menos optimista, menos luminosa, y un posible anticipo del tr¨¢gico final. En el segundo centenario exacto del Primer Folio, M¨¹ller public¨® en la revista Urania otra colecci¨®n que decidi¨® titular Die Winterreise (El viaje de invierno). Tras conocer los doce poemas, Schubert les puso m¨²sica, suprimiendo significativamente el art¨ªculo del t¨ªtulo y dej¨¢ndolo en un mucho m¨¢s abstracto ¨Ce intemporal¨C Viaje de invierno. M¨¹ller publicar¨ªa luego doce poemas m¨¢s en otra revista, Deutsche Bl?tter f¨¹r Poesie, Litteratur, Kunst und Theater, y, al descubrirlos, Schubert volvi¨® sobre sus pasos y, haciendo caso omiso del Fine que ¨¦l mismo hab¨ªa escrito al final de la duod¨¦cima canci¨®n, Einsamkeit (Soledad), compuso otros tantos Lieder, haciendo caso omiso de la reordenaci¨®n que introdujo el propio M¨¹ller cuando public¨® juntos los 24 poemas en un segundo volumen de sus Papeles p¨®stumos de un trompista itinerante.
Viene inevitablemente todo este juego estacional a la cabeza cuando el tenor Ian Bostridge y el pianista Igor Levit acaban de interpretar en Granada, en pleno verano, con el sol apretando desde el punto de la ma?ana, Viaje de invierno (sin art¨ªculo) de Franz Schubert. Lo hicieron el mi¨¦rcoles por la noche en el Patio de los M¨¢rmoles del Hospital Real ante un p¨²blico atento y silencioso que, a pesar del calor, intent¨® ponerse en la piel del desdichado protagonista de la historia, que no tiene m¨¢s compa?¨ªa que la soledad y el fr¨ªo. En el nuevo ciclo de M¨¹ller y Schubert ya no hab¨ªa lugar para juegos, ni para ning¨²n tipo de contacto humano (ni, por supuesto, para el famoso oso de El cuento de invierno de Shakespeare). No hay m¨¢s que una persona innominada, de edad indeterminada, que arranca su viaje a ninguna parte m¨¢s o menos en el punto exacto en que hab¨ªa concluido La bella molinera: ¡°buenas noches¡± parece ejercer de gozne entre los dos ciclos. El arroyo se despide, en una metaf¨®rica canci¨®n de cuna, del aprendiz de molinero que ha decidido ahogarse en sus aguas para dejar atr¨¢s sus desdichas, mientras que su ¨¦mulo posterior dice adi¨®s por la noche nada m¨¢s arrancar Winterreise a la que ha sido su amada para, a rengl¨®n seguido, convertirse en un errabundo, un proscrito casi, sin rumbo fijo. El arquetipo perfecto del Wanderer de la literatura rom¨¢ntica alemana.
?C¨®mo plantear este lento descenso a los infiernos: como un progresivo desmoronamiento, un viacrucis en veinticuatro estaciones, o como una ca¨ªda brusca desde un principio que imposibilita cualquier remontada? El tempo elegido en la primera canci¨®n resulta para ello crucial: Schubert escribi¨® en su manuscrito ¡°Moderado, en movimiento de paseo¡±. Un caminar lento, con todo lo que le queda por sufrir al protagonista, deja poco margen de maniobra posterior. Un caminar algo m¨¢s r¨¢pido permitir¨¢ simbolizar m¨¢s f¨¢cilmente el abatimiento y la desesperaci¨®n crecientes de este errabundo al albur de las inclemencias del invierno. Bostridge y Levit optaron por la primera opci¨®n: un tempo decididamente lento y un avance ya renqueante antes de que haya comenzado el verdadero calvario.
No puede tratarse de una decisi¨®n impremeditada, porque Ian Bostridge lo sabe absolutamente todo sobre Winterreise y su Viaje de invierno. Anatom¨ªa de una obsesi¨®n (Acantilado, 2019) es uno de los libros m¨¢s inteligentes publicados en los ¨²ltimos a?os y una exploraci¨®n exhaustiva de todas las ramificaciones ¨Cposibles e imposibles, pasadas y actuales, te¨®ricas y pr¨¢cticas¨C que pueden derivarse de las veinticuatro canciones del ciclo de M¨¹ller y Schubert. El tenor brit¨¢nico es un personaje peculiar. Doctor en Historia por Oxford, su tesis, dirigida por el gran Keith Thomas, a¨²n felizmente en activo, y publicada en 1997 en forma de libro (Witchcraft and its Transformations, c.1650-c.1750) por Oxford University Press, es, al decir de quienes saben del tema, un sesudo estudio de muy ardua lectura sobre la relevancia p¨²blica de la brujer¨ªa en Inglaterra en una ¨¦poca en la que ya hab¨ªa declinado su persecuci¨®n, aunque segu¨ªa siendo objeto de debate p¨²blico en los ¨¢mbitos teol¨®gico, legal y filos¨®fico. Agudo rese?ista en The Times Literary Supplement y fino articulista en The Guardian, su A Singer¡¯s Notebook (Faber, 2011) nos descubre tambi¨¦n a un escritor de fuste y a una mente despierta, sensible y extremadamente cultivada. Su mujer, Lucasta Miller, es una prestigiosa cr¨ªtica literaria inglesa y una reconocida especialista en las hermanas Bront?. La sempiterna delgadez de Bostridge y su aspecto de eterno adolescente en nada parecen presagiar que ha franqueado ya hace un lustro la cincuentena y que es todo un veterano con una s¨®lida carrera a sus espaldas en la que se dan cita por igual el Lied y la ¨®pera, el Barroco y la m¨²sica contempor¨¢nea, Mozart y Hans Werner Henze, que escribi¨® obras para ¨¦l y con quien pudo celebrar su octog¨¦simo cumplea?os en su villa de Marino.
Bostridge habr¨ªa podido ser, sin duda, un acad¨¦mico brillante, pero le pudo la pasi¨®n por la m¨²sica y sus dotes naturales como int¨¦rprete. Finalmente devino en un cantante tambi¨¦n peculiar, sin una formaci¨®n can¨®nica y apoyado principalmente en la intuici¨®n, que quiz¨¢ por ello suscita sentimientos encontrados. En sus maneras, con su porte espigado, es un producto t¨ªpico de Oxbridge, maestro en el arte de guardar las distancias sin dejar de mostrarse nunca afable, de envolver la aparente naturalidad en un aura permanente de artificio, de adornar su andar erguido con un toque levemente desgarbado. Igor Levit naci¨®, en cambio, para ser m¨²sico y desde ni?o ha vivido sin otra meta, prepar¨¢ndose a conciencia para ello. Su activismo pol¨ªtico (con una ideolog¨ªa muy similar a la de Bostridge), su activ¨ªsima presencia en las redes sociales, su solidaridad con los m¨²sicos que est¨¢n sufriendo durante esta pandemia (recaudar dinero para ellos le llev¨® a tocar ininterrumpidamente las 840 repeticiones de Vexations, de Erik Satie, los pasados 30 y 31 de mayo), contrastan con la reclusi¨®n, el intelectualismo y la moderaci¨®n de Bostridge, quien, con su hijo Oliver al piano, cant¨® durante el largo confinamiento ¨²nicamente una canci¨®n en un concierto colectivo virtual ofrecido por la revista Gramophone el 10 de mayo.
Nada que ver uno con otro, separados por casi una generaci¨®n, y, sin embargo, forman una muy buena pareja. Despu¨¦s de muchos a?os interpretando el ciclo con su fiel Julius Drake, Bostridge lleva a?os probando a hacerlo con otros grandes pianistas (Leif Ove Andsnes, Mitsuko Uchida, Thomas Ad¨¨s) y ahora le ha llegado el turno a Levit, uno de los grandes valores j¨®venes al alza, como demostr¨® el lunes en su concierto en el Patio de los Arrayanes. Quien estuviera atento a las evoluciones de uno y a otro en el Patio de los M¨¢rmoles, percibir¨ªa que Levit ejerci¨® m¨¢s de espectador que de coprotagonista. Mientras que Bostridge se encarnaba f¨ªsica y ps¨ªquicamente en el caminante, y sufr¨ªa ostensiblemente con ¨¦l, el pianista ruso ocupaba un segundo plano (no su piano, siempre presente, sino ¨¦l). Acaban de empezar a colaborar juntos (su recital conjunto en Madrid el 20 de abril ha sido uno m¨¢s de los miles de conciertos cancelados) y les aguarda probablemente un largo recorrido conjunto por delante.
Levit estuvo siempre muy alerta a cuanto hac¨ªa su compa?ero, erigido casi en guionista, actor y director de la interpretaci¨®n de ambos. Es dif¨ªcil aseverar si sus gestos, sus movimientos, su lenguaje corporal, eran espont¨¢neos o premeditados. Pero Ian Bostridge hizo cosas que no deben dejar de rese?arse, como adoptar poses ocasionales de caminante (L¨¢grimas heladas), rodear en parte el piano como si se tratara de su territorio acotado (al final de Congelamiento), cruzar relajadamente las piernas como quien se dispone a reposar, o esconderse casi con la cabeza agachada bajo la tapa del piano buscando protecci¨®n (El tilo y Descanso), hacer muecas constantes que podr¨ªan ser descriptivas del comportamiento neur¨®tico del protagonista (Mirada hacia atr¨¢s), cruzarse de brazos o sujetarse uno con otro (Fuego fatuo), apoyarse en el piano con ambas manos con apariencia exhausta (primera y segunda estrofa de Descanso), entrelazar las manos y expresar con muecas casi dolor f¨ªsico (El moj¨®n, cuando canta ¡°Debo tomar una senda de la que nadie ha regresado¡±) o, en fin, mantenerse inm¨®vil como una estatua de hielo (El zanfonista).
Todo ello, y no solo el aspecto estrictamente vocal, forma parte de la interpretaci¨®n de un ciclo que Bostridge grab¨® incluso en 1997, como si de una obra esc¨¦nica se tratase, con direcci¨®n de David Alden. El tenor ingl¨¦s altern¨® momentos de voz blanca, sin apenas vibrato (en La corneja), con otros en los que apur¨® las posibilidades dram¨¢ticas de su voz, que se ha revestido de tonos m¨¢s oscuros (las secciones agitadas de Sue?o primaveral, los un¨ªsonos con el piano en La ma?ana de tormenta). Y, por supuesto, dej¨® numerosas perlas textuales con su excelente alem¨¢n, y quiz¨¢ la mayor de todas ellas fue su forma de exclamar ¡°Wie weit noch bis zur Bahre!¡± (¡°?Cu¨¢n lejos queda a¨²n la tumba!¡±) en La cabeza gris. No es la suya quiz¨¢ la manera m¨¢s natural ni espont¨¢nea de cantar el texto (nadie ha superado en este aspecto a Hans Hotter), pero tampoco podr¨¢ tildarse a Bostridge de descuidado o indiferente respecto al drama que est¨¢ cantando. Y aunque muchos tengan clavada en el alma una versi¨®n cantada por un bar¨ªtono, no podemos incurrir en el error f¨¢cil de pensar que esa es la versi¨®n original, ya que Schubert escribi¨® Viaje de invierno inequ¨ªvocamente para una voz de tenor.
El piano de Levit fue mucho menos conflictivo que las diversas decisiones de Bostridge que acaban de esbozarse. Fue m¨¢s ortodoxo y, hay que insistir en ello, m¨¢s distanciado. Se pleg¨® el enfoque de su compa?ero, sin que ello le impidiera dejar tambi¨¦n momentos para el recuerdo, como el final de El moj¨®n y La posada, solo al alcance un gran pianista, la articulaci¨®n en La ma?ana de tormenta y Coraje, o la manera de enlazar el ¨²ltimo acorde de Los parhelios con el primero de El zanfonista, donde ambos optaron por una lectura poco est¨¢tica y no excesivamente lenta (¡°algo lenta¡±, indica ambiguamente Schubert en la partitura), quiz¨¢s en consonancia con su enfoque general del ciclo, m¨¢s cercano a un constante caer y volver a levantarse que a un desfallecer constante y progresivo. Pero las lecciones de este cuento terrible lleno de fr¨ªos y estremecimientos que hemos escuchado en verano quedaron meridianamente claras para todo el que quisiera escucharlas. Y no deber¨ªamos olvidarlas en invierno.
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