Ganarse la vida como escritor (o no)
Son poqu¨ªsimos los autores que se ganan la vida s¨®lo con sus libros. La mayor parte sobrevive haciendo otras cosas
A finales de los a?os sesenta, me encontraba yo trabajando en la peque?a editorial Galerna de Buenos Aires, fundada por Guillermo Schavelzon. Est¨¢bamos preparando una antolog¨ªa alrededor del grabado de Durero El Caballero, la Muerte y el Diablo, y le hab¨ªamos pedido a varios escritores que colaborasen con un texto. Uno de los primeros a plegarse al proyecto fue Jorge Luis Borges, quien nos ofreci¨® dos magn¨ªficos sonetos sobre el tema. Cuando fui a verlo con la modesta suma que pod¨ªamos ofrecerle, se sorprendi¨®: ¡°?C¨®mo! ?Me van a pagar por unos pocos versos!¡±. No era falsa modestia. Borges no viv¨ªa (nunca vivi¨®) de sus regal¨ªas, sino, despu¨¦s de la muerte de su padre, de conferencias que, a causa de su timidez ante el p¨²blico, hac¨ªa que otros leyeran y de su miserable sueldo como empleado en una biblioteca municipal. M¨¢s tarde dio clases en la universidad y despu¨¦s de la ca¨ªda de Per¨®n acept¨® el cargo de director de la Biblioteca Nacional. Durante los a?os setenta, el editor Franco Maria Ricci de Mil¨¢n fue su mecenas, pag¨¢ndole generosamente por peque?os proyectos editoriales. Pero durante casi toda su vida, Borges fue un escritor pobre.
Fue quiz¨¢s en la Edad Media que la imagen del escritor indigente cobr¨® vida: tieso de fr¨ªo, acurrucado en su silla, inclinado sobre su pergamino, los ojos esforz¨¢ndose en la d¨¦bil luz de una candela. No sabemos cu¨¢ndo surgi¨® la imagen, pero lo cierto es que se arraig¨® en nuestra imaginaci¨®n. La pobreza como condici¨®n de la inspiraci¨®n art¨ªstica, el sufrimiento de la carne para permitir o justificar la comuni¨®n con la musa o el Esp¨ªritu Santo. Tal vez sea este penoso estereotipo el que ha dado razones a la industria editorial de nuestros d¨ªas para considerar el pago de regal¨ªas como una limosna. El peque?o porcentaje que un autor debe recibir por la venta de cada ejemplar de su libro es retenido durante meses en las oficinas contables de las editoriales y (sin intereses, por supuesto) es vertido en los bolsillos del autor solamente una o dos veces por a?o, y frecuentemente con varios meses de burocr¨¢tica demora. Imaginemos a un ministro o a un corredor de Bolsa esperando meses para cobrar su sueldo. Algo en el sistema debe cambiar.
Son poqu¨ªsimos los escritores que se ganan la vida s¨®lo con sus libros. La mayor parte sobrevive haciendo otras cosas: trabajando como recaudador de impuestos (Shakespeare), de soldado (Cervantes), de empleado en una oficina de seguros (Kafka) o en un banco (T. S. Eliot), haciendo de maestra (Emily Bront?), de impresor (Balzac), de m¨¦dico (Ch¨¦jov), de minero (Jack London), de guionista (Faulkner), de enfermera (Agatha Christie), de reportero (Garc¨ªa M¨¢rquez). Los ejemplos son incontables.
Nos resulta inconcebible que un oculista o un abogado se gane la vida no con los talentos de su profesi¨®n, sino trabajando de verdulero o lavaplatos (inconcebible, pero ocurre, como lo saben cientos de inmigrantes que no pueden ejercer sus verdaderas profesiones en el pa¨ªs que los acoge). Pero que un escritor deba buscar el pan de cada d¨ªa dando clases o haciendo traducciones (en los mejores casos) o (en los peores) sirviendo mesas o tipiando documentos en alguna oficina an¨®nima nos parece normal. Una amable se?ora, al enterarse de que su vecino, Richard Ford, era escritor, le pregunt¨® interesada: ¡°S¨ª, pero ?de qu¨¦ trabaja?¡±.
En estos d¨ªas del nuevo diluvio, cuando como inexpertos No¨¦s estamos espiando por la ventana las calles desiertas para ver si la palomita vuelve con el ramo de olivo, las posibilidades de esos ¡°mejores casos¡± se han desvanecido. Prudentemente, las editoriales han bajado las persianas, los agentes han colgado cartelitos anunciando ¡°Cerrado hasta nuevo aviso¡±, casi ning¨²n editor encarga un art¨ªculo a menos que no sea para pedir que contemos otra vez m¨¢s la vida de una monja de clausura. Algunos, los m¨¢s afortunados, dan clase por Zoom o Skype, o montan talleres de escritura. La Red se ha vuelto nuestra Arca y la lectura de libros electr¨®nicos ha cobrado inesperado vuelo. Como en las noches de Sherezade, recurrimos a cuentos para demorar la muerte.
Por supuesto, los escritores ¡ªfam¨¦licos o no¡ª siguen escribiendo. Pero ?qu¨¦ escriben? Sospecho que despu¨¦s de que las aguas bajen, de aqu¨ª a un mes o un a?o, descubriremos en el fango, entre los cad¨¢veres de restaurantes, teatros y librer¨ªas, miles y miles de Diarios del A?o de la Peste en busca de lectores imaginarios, impacientes por entender qu¨¦ ha sucedido y por qu¨¦, sin recordar que esas respuestas se encuentran ya en sus anaqueles: Robinson Crusoe, de Defoe; La guerra de los mundos, de Wells; el Decamer¨®n, de Boccaccio; Rinoceronte, de Ionesco. Y que este ¨²ltimo nos da, en las ¨²ltimas palabras de su h¨¦roe Berenger, el grito de batalla para enfrentarnos a la pandemia: ¡°?Yo no me rindo!¡±.
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