Ed¨¦n bot¨¢nico
Est¨¢ bien llevar libros cuando se visita un jard¨ªn. Si hace buen tiempo ofrece rincones de mucho sosiego para la lectura
Qu¨¦ recientes y a la vez lejanos ya esos d¨ªas en los que estaba permitido salir para hacer ejercicio pero los parques permanec¨ªan cerrados en Madrid. La gente caminaba o corr¨ªa a lo largo de las verjas del Retiro, de donde llegaba a primera hora una brisa perfumada de bosque y un sobresalto de p¨¢jaros. Hubo ma?anas en las que yo anduve rondando el Retiro, y otras en las que corr¨ª por las inmediaciones de la Fuente del Berro, cuyo espacio vedado no estaba defendido por altas verjas de hierro, sino por suscintas tiras de pl¨¢stico. Hubo un d¨ªa en el que el rumor de los ¨¢rboles y el coro de los p¨¢jaros quedaron sumergidos bajo el estruendo de los motores de los cortac¨¦spedes, y en el que el olor a savia se hizo mucho m¨¢s poderoso, porque los jardineros estaban segando praderas que hab¨ªan crecido con un vigor selv¨¢tico en el parque cerrado a las pisadas humanas. Todo lo antes contidiano se volv¨ªa inaugural: me acuerdo de la primera ma?ana en la que pude pisar uno de los parques menos extensos que por fin se hab¨ªan abierto, el Eva Per¨®n. Los operarios se afanaban en la tarea desmedida de dominar aquella casi selva. Los senderos eran alfombras de hojas ca¨ªdas y capas blancas de vilanos de los que los pasos de los caminantes y los corredores y las carreras de los perros levantaban nubes de polen. Las motosierras y los cortac¨¦spedes eran el ruido m¨¢s frecuente en esas ma?anas, un anticipo del fragor de la ciudad que ya estaba regresando.
Una de esas ma?anas me encontr¨¦ pasando junto a las verjas del Bot¨¢nico. Hab¨ªa le¨ªdo que lo abrir¨ªan pronto. Llegu¨¦ a la puerta y estaba tan cerrada como la puerta de enfrente, la entrada sur del Prado. Que est¨¦n cerrados a la vez el Bot¨¢nico y el Prado es un gran desconsuelo. Los muros, las ventanas clausuradas, los portones altos del museo clausuran irreparablemente los tesoros que uno imagina ordenados a lo largo de las galer¨ªas desiertas, m¨¢s remotas en sus perspectivas porque no hay nadie en ellas. Los tesoros del Bot¨¢nico, sin embargo, est¨¢n bien a la vista, tentadoramente, al otro lado de las verjas, las copas agigantadas de los ¨¢rboles, con algunos de los cuales uno est¨¢ tan familiarizado como con los cuadros del museo, el silencio tan limpio en el que se definen m¨¢s n¨ªtidamente los cantos de los p¨¢jaros, m¨¢s a¨²n en las ma?anas de s¨¢bado y domingo en las que no hay tr¨¢fico en esa b¨®veda formidable de penumbra y verdor que es el Paseo del Prado, absuelto temporalmente de su condici¨®n de autopista. Un bot¨¢nico madrugador que ya estaba asomado a la verja me dijo que abr¨ªan al d¨ªa siguiente, a las doce.
Al d¨ªa siguiente a las doce ya hab¨ªa una cola de aficionados aguardando, con el aire de haberse transmitido de unos a otros la consigna, todos con mascarillas, con esa paciencia y ese sosiego a los que seguramente induce la devoci¨®n por la bot¨¢nica. Mientras aguardaba a que abrieran, y a que fueran pasando uno por uno los visitantes con esa parsimonia a la que no nos ha costado nada acostumbrarnos, me acord¨¦ de algo que hab¨ªa le¨ªdo en el ¨²ltimo libro de Joaqu¨ªn Ara¨²jo: ¡°El naturalista es un ser afortunado por poder olvidarse a menudo de su propia identidad. Prestamos atenci¨®n con tanta intensidad a lo que trisca, vuela, repta, canta, que abandonamos al famoso y maldito yo, es decir, necesitamos poca terapia psicol¨®gica¡±.
El libro, Los ¨¢rboles te ense?ar¨¢n a ver el bosque, reci¨¦n publicado, oloroso de tinta y de papel (¡°papel ecol¨®gico procedente de bosques gestionados de manera sostenible¡±, se puntualiza en los cr¨¦ditos), era una compa?¨ªa adecuada para este primer regreso al Bot¨¢nico, despu¨¦s de tantos meses de privaci¨®n. Est¨¢ bien llevar libros cuando se visita un jard¨ªn bot¨¢nico, porque si hace buen tiempo ofrecen rincones de mucho sosiego para la lectura, y porque adem¨¢s se pueden guardar entre sus p¨¢ginas hojas o muestras de plantas. Joaqu¨ªn Ara¨²jo es un cient¨ªfico y un activista del medio natural, y pertenece a esa tradici¨®n del conocimiento y la escritura sobre la naturaleza que viene de Darwin y de Thoreau, y mucho antes de esas edades en las que la expresi¨®n del saber sobre el mundo natural y los trabajos del campo era una especialidad de la poes¨ªa: Hes¨ªodo, Virgilio, Lucrecio. Ara¨²jo, que ha escrito libros, filmado documentales, dirigido programas de divulgaci¨®n, ha unido al activismo la intervenci¨®n pr¨¢ctica, los hechos a las palabras, y ha levantado ¨¦l solo un bosque entero, y calcula que ha plantado con sus propias manos unos 25.000 ¨¢rboles, uno por cada d¨ªa de su vida hasta el presente. Re¨²ne, como ped¨ªa Nabokov, la imaginaci¨®n del cient¨ªfico y la precisi¨®n del poeta. En su presencia y en todo lo que dice y escribe irradia una especie de bondad ad¨¢nica, pero la destrucci¨®n insensata de los bosques del mundo despierta en ¨¦l una elocuencia airada de profeta.
Pude usar el libro para guardar algunas hojas o p¨¦talos, pero no leer nada. No hab¨ªa d¨®nde sentarse, porque estaban clausurados todos los bancos con tiras de pl¨¢stico, y el espect¨¢culo del jard¨ªn era tan arrebatador que lo ¨²nico que uno pod¨ªa hacer era mirar, y oler las plantas, las flores, la tierra, y escuchar p¨¢jaros y sonidos de frondas, y zumbidos de abejorros y abejas dedicados a destajo a la tarea desmedida de la polinizaci¨®n. Yo nunca hab¨ªa visto tantas mariposas en el Bot¨¢nico de Madrid, ni tal confusi¨®n de especies cultivadas y silvestres, que las mariposas sobrevolaban como una densa capa arb¨®rea en los tr¨®picos. Nunca hab¨ªa visto tantas flores de un rojo tan vivo en el verde fresco de los granados, ni flores de loto abiertas con tan delicada perfecci¨®n en el agua espesa de ovas de las tazas de piedra.
Las campanas blancas de la plebeya correg¨¹ela invad¨ªan la tierra de los canteros y trepaban enroscadas por los tallos de los rosales. En sus caballones bien labrados, las plantas de la huerta, los tomates, las berenjenas, los pimientos, se preparaban para la sobreabundancia del verano. En el lado norte de la corteza del olmo del Ca¨²caso, que mide cuarenta metros y tiene casi doscientos a?os, hab¨ªa una extensi¨®n jugosa de musgo verde oscuro. ?ramos tan pocos los visitantes, y tan sobrecogidos, que nos ve¨ªamos a lo lejos y nos volv¨ªamos invisibles y entonces solo escuch¨¢bamos voces aisladas y sonidos de pasos. Cada Bot¨¢nico es un jard¨ªn del Ed¨¦n al que nos est¨¢ permitido volver de vez en cuando.
Los ¨¢rboles te ense?ar¨¢n a ver el bosque. Joaqu¨ªn Ara¨²jo. Editorial Cr¨ªtica, 2020. 260 p¨¢ginas. 19,90 euros.
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