La historia del hombre no es otra que la historia de la ficci¨®n
'Una historia de la mentira', el nuevo libro de Juan Jacinto Mu?oz Rengel, se adentra en un viaje en el tiempo para encontrar el origen de la mentira y su relaci¨®n con la naturaleza humana. 'Babelia' adelanta un fragmento
UNO
Suponga, por un instante, que el narrador que en estos momentos le habla sea una ficci¨®n. Suponga que, para hacer posible la comunicaci¨®n entre nosotros, me he visto obligado a crear la ilusi¨®n de un tono, de una voz, de una mirada, una identidad impostada.
Ahora suponga que, por extensi¨®n, todo lo que le dice este narrador, incluidas estas mismas palabras, sea mentira.
Pero vayamos a¨²n m¨¢s lejos. Suponga ¡ªy la elecci¨®n del verbo ?suponer?, emparentado con la suppositio latina, no es arbitraria¡ª que todo lo que le han contado a lo largo de su vida sea mentira. La historia de la humanidad. El conjunto del conocimiento humano. El modo en que el hombre est¨¢ y se relaciona con el mundo.
Suponga que sus propios recuerdos hayan sido deformados por su mente. Suponga que el relato de su vida ¡ªlo que usted escoge relatarse a s¨ª mismo¡ª tambi¨¦n ha sido manipulado por las limitaciones de la memoria, por la necesidad psicol¨®gica del autoenga?o y por los mecanismos de defensa de su ego. Y que, por lo tanto, amigo lector, tambi¨¦n su identidad es impostada.
Usted, mi voz y todo lo que media entre nosotros son mentira. Solo desde esta aceptaci¨®n nos encontraremos en el lugar apropiado para empezar a comunicarnos. A partir de estas premisas podremos iniciar nuestro di¨¢logo.
Porque la historia del hombre no es otra que la historia de la ficci¨®n.
MENOS SEIS
En el siglo VI antes de Cristo vivi¨® un fil¨®sofo, poeta y profeta griego llamado Epim¨¦nides Festio, que fue el primero en poner de manifiesto la problematicidad inherente a todo narrador, la posibilidad del narrador mentiroso.
Seg¨²n cuenta la leyenda, Epim¨¦nides, huyendo del calor del mediod¨ªa en el Egeo, se refugi¨® en la frescura de una caverna. Y all¨ª durmi¨®, si nos atenemos a la cr¨®nica de Di¨®genes Laercio, durante cincuenta y siete a?os seguidos. Plutarco corrige este dato y, procurando dotar de mayor verosimilitud al relato, afirma que su sue?o solo dur¨® cincuenta a?os. Al despertar por fin de su letargo, advirti¨® que hab¨ªa sido tocado por los dioses y que lo asaltaban sin cesar las revelaciones divinas.
Corri¨® a la ciudad y comenz¨® a estamparles a todos en la cara verdades como pu?os. Entre otras muchas cosas, dijo:
¡ª?Los cretenses son todos unos mentirosos!
Teniendo en cuenta que Epim¨¦nides era cretense, su aseveraci¨®n encerraba todo un dilema. Porque si Epim¨¦nides es cretense y todos los cretenses mienten, entonces cuando Epim¨¦nides afirma ?Los cretenses son todos unos mentirosos?, o bien no miente, y por lo tanto al mismo tiempo no estar¨ªa diciendo una verdad, o bien miente y estar¨ªa diciendo la verdad, lo que autom¨¢ticamente implicar¨ªa al menos un cretense que no es un mentiroso.
Los fil¨®sofos posteriores no tardaron en reparar en la verdadera magnitud del problema, y se esforzaron incluso en afinar su enunciaci¨®n para poner a¨²n m¨¢s de relieve su car¨¢cter parad¨®jico. As¨ª, mudaron la premisa original a ?Las afirmaciones de todos los cretenses son siempre falsas?. O a otras equivalentes como ?Ning¨²n cretense dice nunca la verdad?, o m¨¢s sencillas como ?Esta frase es falsa?, o simplemente ?Miento?. Y pasaron el resto de la historia tratando de resolver la paradoja, originando decenas de obras y de teor¨ªas en los campos de la sem¨¢ntica, la l¨®gica, la matem¨¢tica y la filosof¨ªa del lenguaje.
El problema fue al fin resuelto en el siglo XX. Entre otros, lo resolvi¨® Kurt G?del cuando consigui¨® formular su primer teorema de la incompletitud, que vino a demostrar que cualquier sistema axiom¨¢tico recursivo, lo suficientemente consistente como para definir los n¨²meros naturales, contiene afirmaciones que no se pueden demostrar ni refutar dentro del propio sistema. O tambi¨¦n Bertrand Russell, con su teor¨ªa de los tipos, que descart¨® esta clase de sentencias parad¨®jicas por estar mal formadas, es decir, porque no se ajustan a las reglas de formaci¨®n del propio sistema al que pertenecen.
En otras palabras, para entender lo que sucede cuando afirmo que miento deber¨ªamos distinguir entre un lenguaje y el metalenguaje que se refiere a ese lenguaje. Y en el caso de que nos elevemos a un nivel o conjunto superior ¡ªcomo ahora mismo, mientras me aventuro en este bucle¡ª, entre el metalenguaje y el metametalenguaje de ese metalenguaje, y luego hablaremos del metametametalenguaje del metametalenguaje de ese metalenguaje, y as¨ª sucesivamente. Las paradojas sem¨¢nticas sobre la verdad quedar¨ªan entonces suprimidas en cuanto descubrimos que ?Es verdadero? o ?Es falso? no pertenecen al mismo nivel de metalenguaje que ?Miento?.
Y es en este don tan humano de la autorreferencialidad, en este bucle, este salto o c¨ªrculo que nos persigue, donde como se ver¨¢ m¨¢s adelante se ocultan algunos de los aspectos m¨¢s interesantes de nuestra propia condici¨®n. Algunos de ellos no ser¨¢n demasiado determinantes para el destino de la humanidad ¡ªcomo, por ejemplo, aquellos relacionados con las cualidades literarias de la metaficci¨®n y de la autoficci¨®n, g¨¦neros tan de moda¡ª, pero en otros reside sin duda la ra¨ªz de todos los grandes problemas epistemol¨®gicos. Y, entre estos, tambi¨¦n el que aqu¨ª nos ocupa. Pues en este bucle, este salto o c¨ªrculo se esconde al fin y al cabo el centro de todo: nosotros mismos: la posibilidad de la ficci¨®n y de la conciencia.
Habr¨¢ tiempo de abordar todas estas cuestiones esenciales. Prometo que volveremos y que daremos amplia cuenta de ellas. Sin embargo, una vez que ha quedado resuelta la problem¨¢tica formal de la mentira, este falso primer escollo, creo que ser¨ªa conveniente que me acompa?ase. Que viniese conmigo y que nos remont¨¢ramos mucho antes a¨²n.
MUCHO ANTES A?N: LA NATURALEZA
Venga conmigo, conf¨ªe en m¨ª. No pretendo enga?arle. Es probable que hasta ahora le hayan hecho pensar que la mentira es solo cosa de hombres y mujeres. Acaso la definici¨®n de verdad que ha venido m¨¢s o menos manejando hasta este momento tenga que ver con la adecuaci¨®n entre lo que es y lo que se afirma que es, es decir, con la adecuaci¨®n entre realidad y pensamiento. Y, por lo tanto, pudiera parecer que la verdad solo depende pues de la intervenci¨®n del intelecto humano, que solo surge con nosotros. A estas alturas, no obstante, cabr¨ªa que nos pregunt¨¢ramos: ?entonces la naturaleza no miente?
Traslad¨¦monos hasta el comienzo del mundo. No es necesario que retrocedamos hasta los inicios de los tiempos, ni siquiera hasta el periodo de formaci¨®n del planeta. Basta que nos detengamos en ese instante en el que las cosas empezaron a adquirir la forma que conocemos, justo antes de la aparici¨®n de los seres humanos. Ya est¨¢n a nuestro alrededor los bosques, recorridos por los r¨ªos, las altas monta?as y al fondo el mar, y en ellos la pr¨¢ctica totalidad de los animales conocidos. Salvo nosotros. Pero prestemos un poco m¨¢s de atenci¨®n. ?No es eso que se esconde entre el ramaje un p¨¢jaro con el exacto color de las hojas? ?No tienen tambi¨¦n las plumas de aquel b¨²ho la misma forma y matiz que las rugosidades del tronco de ese ¨¢rbol? ?A qui¨¦n pretenden enga?ar? A sus predadores, sin duda. Sin embargo, ?y ese guepardo que se agazapa entre los secos herbazales, con sus manchas y su tono pajizo? ?No est¨¢ empleando tambi¨¦n el camuflaje para enga?ar a sus presas? Alej¨¦monos despacio, sin llamar la atenci¨®n. Refugi¨¦monos en la ribera del r¨ªo, en medio de este silencio del mundo apenas abocetado. Espere. Incluso aqu¨ª, aun dentro del agua, tanto usted como yo volvemos a tener aut¨¦nticas dificultades para distinguir los peces sobre el lecho de piedras, porque las escamas de sus lomos simulan con fidelidad las mism¨ªsimas formas de los cantos rodados. En cambio, si ahora mismo pudi¨¦ramos bucear y situarnos bajo ellos, tampoco acertar¨ªamos a ver desde all¨ª los peces, pues comprobar¨ªamos que sus vientres claros ostentan el color justo y preciso para confundirse con el cielo luminoso.
El caso m¨¢s popular de cripsis (que viene de kryptos, ¡®cr¨ªptico¡¯, ¡®oculto¡¯) quiz¨¢ sea para todos nosotros el del camale¨®n, a quien sabemos capaz de cambiar la tonalidad de su piel seg¨²n las circunstancias. Pese a ello, su fama es un tanto injusta, su transformaci¨®n no es tan minuciosa ni posee un absoluto control sobre ella. Bastar¨ªa que nos di¨¦ramos una vuelta por aqu¨ª para que descubri¨¦semos espec¨ªmenes mucho m¨¢s sofisticados: la sepia, sin ir m¨¢s lejos, no solo puede adoptar otro color en apenas unos segundos, sino modificar al mismo tiempo su textura, su completa estructura externa, e incluso generar estampados con el variable fondo marino para hacer luego que se muevan a lo largo de su cuerpo en la direcci¨®n contraria a la que avanza en realidad. Y no todas las estratagemas son visuales. M¨¢s all¨¢, en ese arrecife, los chorros de tinta de sus primos los calamares dificultan la visi¨®n, s¨ª, pero sobre todo enga?an a sus enemigos naturales con la qu¨ªmica de sus olores.
Por otro lado, adem¨¢s de todos estos animales que procuran asemejarse a su entorno, aqu¨ª y all¨¢ podemos ver que tambi¨¦n abundan los casos de m¨ªmesis (que viene de mimos, ¡®imitaci¨®n¡¯): los de aquellos animales que tratan de parecerse a otros, ya sean peligrosos, inofensivos o repugnantes. Como las moscas que simulan ser abejas, o las serpientes que adoptan las mansas formas de los corales, o esas lechuzas que anidan entre las rocas y para proteger sus huevos emiten un sonido id¨¦ntico al de una cascabel. Y ahora que nos fijamos bien, ni siquiera el b¨²ho que cre¨ªmos ver al principio, fingiendo ser parte del tronco de un ¨¢rbol, era en realidad un ave, sino una caligo con sus dos alas desplegadas, falseando con pasmosa precisi¨®n el rostro de un b¨²ho. En cada una de las alas de esta mariposa se muestra un ocelo portentoso, grande y redondo, de un intenso amarillo y con negras pupilas dilatadas en su interior. Hasta el punto de que en este momento, aunque ella est¨¢ en sus cosas, podr¨ªamos jurar que el inexistente b¨²ho nos est¨¢ sosteniendo la mirada. Estos casos de ocelo, claro, no solo se dan en los animales susceptibles de convertirse en presas, como las mariposas o los peces. Incluso los tigres muestran el trampantojo de un ojo perfilado en el dorso de sus orejas, en forma de manchas blancas que les evitan ser atacados por la espalda.
La selva primigenia, por lo tanto, est¨¢ llena de enga?os.
Y, aunque le haya hecho venir hasta aqu¨ª, a estas horas intempestivas, puede que no hubiera hecho falta siquiera salir de su casa. Quiz¨¢ habr¨ªa bastado con que observase unos minutos a su gato, que en este instante permanece quieto, acechante, creyendo tener posibilidades de cazar al gorri¨®n que picotea del otro lado del cristal. ?No miente cualquier animal con el solo acto de permanecer inm¨®vil? ?No intenta hacer creer que no est¨¢ donde en verdad s¨ª que est¨¢? Todo el que acecha sin moverse est¨¢ mintiendo; la v¨ªctima paralizada por el miedo, tambi¨¦n. Pero, y si usted tratara de sorprender al peque?o cazador, saltando de repente hacia ¨¦l como un loco, agitando los brazos en el aire, y consiguiese que le ense?ara los colmillos, que le bufara y que se le erizase el lomo, ?no estar¨ªa su gato simulando ser m¨¢s grande de lo que en realidad es? Su espinazo arqueado y su pelo enhiesto ?no estar¨ªan volviendo a mentir?
Por consiguiente, en la naturaleza estaba ya la mentira mucho antes de que surgiera el lenguaje, mucho antes de que apareci¨¦ramos nosotros. Ni usted, ni yo, ni nadie que se le pareciera.
Imagine cu¨¢l ser¨ªa la incertidumbre de los primeros primates asaltados por un sue?o. Cu¨¢nta perplejidad al despertar. Qu¨¦ desconcierto al ser arrancados de pronto de esa otra historia, de esa otra realidad con aparente sentido y cargada de im¨¢genes, y descubrirse en la cueva, solos, ateridos, sin el conejo blanco que hab¨ªan conseguido atrapar, de nuevo sin la compa?¨ªa de sus padres, fallecidos hac¨ªa tanto tiempo. ?Qu¨¦ son los sue?os sino otra gran mentira?
?Y el sexo? Una de las mayores mentiras naturales de nuestro mundo, que se abre paso desde la selva hasta las entra?as de la sociedad y que todav¨ªa hoy rige nuestras vidas, sin importar cu¨¢nto podamos llegar a tomar conciencia de nuestros instintos y patrones biol¨®gicos. Y es a¨²n mayor por cuanto se trata de una mentira doble. Por un lado, el sexo nos enga?a mediante la atracci¨®n, haci¨¦ndonos creer que son m¨¢s apetecibles esas piernas, esa espalda o ese cuello que los velludos cuartos traseros de un ciervo y el dulce olor almizclado que secretan sus gl¨¢ndulas. Haci¨¦ndonos pensar que somos nosotros quienes elegimos libremente a esa persona frente a aquella otra, ese vientre, ese pecho o esos tobillos frente al hinchado buche a punto de estallar del rabihorcado, cuyo intenso color rojo resulta irresistible a las hembras de su especie. Y por otro lado, el sexo nos enga?a mediante la ilusi¨®n de descendencia. Los padres sufren el espejismo de creer que se ver¨¢n reproducidos en sus hijos, que estos ser¨¢n una copia de s¨ª mismos, una continuidad de su propio ser, un paso hacia la inmortalidad. Pero esta falsa promesa es un nuevo ardid de la naturaleza. Los sujetos no se reproducen, tan solo lo hacen las especies. Los individuos no son m¨¢s que los meros portadores de los c¨®digos gen¨¦ticos.
La atracci¨®n sexual y la necesidad de reproducci¨®n, por lo tanto, son enga?os muy anteriores a la formaci¨®n de las sociedades. Muy anteriores tambi¨¦n a la aparici¨®n de la sofisticada idea del amor, a la que habr¨¦ de dedicar m¨¢s adelante un apartado especial. Del mismo modo que las primeras mentiras son anteriores al lenguaje. Incluso las primeras mentiras intencionadas, las que nacen de la perspicacia, son anteriores al lenguaje. Esas que tienen su origen en una mente inteligente, en la capacidad de proyectar el futuro y de anticipar lo que va a ocurrir. En alg¨²n momento remoto, un primate tuvo que emitir por primera vez un grito de alarma que no fuese verdad. Aunque nunca antes hubiera sucedido, tuvo que haber una ma?ana concreta, quiz¨¢ un mediod¨ªa, en el que a un mono capuchino se le ocurriese por primera vez avisar de la llegada de un depredador, haciendo ostentaci¨®n de agudos chillidos y removi¨¦ndose nervioso. Pero, en esta ocasi¨®n, no para salvar la vida de sus compa?eros, sino para hacerlos huir y quedarse solo para ¨¦l con el cangrejo que hab¨ªa visto aproximarse entre la hierba. La primera mentira sem¨¢ntica.
Millones de a?os m¨¢s tarde, por supuesto, surgir¨ªa el lenguaje tal y como lo conocemos y las mentiras adquirir¨ªan la capacidad de volverse mucho m¨¢s complejas y refinadas, dando lugar al arte, las religiones, la ciencia y el conjunto de la cultura contempor¨¢nea.
No obstante, atento lector, me gustar¨ªa que hubiera reparado no solo en que existen mentiras anteriores al hombre, sino tambi¨¦n en que estas se encuentran por encima del individuo. No es el b¨²ho concreto el que elige adoptar un plumaje similar al tronco de los ¨¢rboles, ni el guepardo quien decide amarillear en la sabana. Ni siquiera el camale¨®n o la sepia tienen la opci¨®n de escoger. Es en las especies y no en los individuos donde reside la mentira. Es en la naturaleza, en su plan superior, en su inextricable af¨¢n de permanencia y de evoluci¨®n hacia alguna parte, donde est¨¢ inserta la voluntad de inducir al error. La falsificaci¨®n, la manipulaci¨®n y el enga?o no necesitan de las peque?as voluntades de los seres dotados de inteligencia. La orqu¨ªdea mimetiza con su labelo a las abejas hembras, no solo imitando su forma, sino replicando tambi¨¦n su producci¨®n de feromonas, para lograr as¨ª que los z¨¢nganos la polinicen. Y ni siquiera posee un sistema nervioso.
Le asegur¨¦ que no iba a enga?arle, que pod¨ªa acompa?arme sin riesgos. Ment¨ª.
Quiz¨¢ conozca la an¨¦cdota que la hija de J. D. Salinger contaba sobre el escritor en sus memorias. En un pasaje de El guardi¨¢n de los sue?os, Margaret Salinger recuerda una experiencia de infancia que acaso, debido a su tierna edad, pudo resultar traum¨¢tica para ella. Estaban padre e hija sentados frente a la ventana de su sal¨®n, en su casa de Cornish, en New Hampshire, contemplando los bosques y las altas monta?as, los cultivos, los animales y las granjas. Entonces el escritor se levant¨®, agit¨® la mano sobre la ventana en un gesto que pretend¨ªa borrar cada una de las formas que se extend¨ªan tras ella y dijo:
¡ªTodo esto es m¨¡y¨¡, una ilusi¨®n. ?No es maravilloso?
Pues bien, eso nos acaba de ocurrir a nosotros. Nada de lo que hemos visto usted y yo es real: ni los bosques, ni las monta?as, ni el mar, ni el b¨²ho, ni el guepardo, ni los peces, ni los colores, ni los olores. Eran necesarios solo para entendernos. ?Lo ve? Ya no est¨¢n.
Nada de lo que queda m¨¢s all¨¢ de nosotros, nada de lo que nos llega a trav¨¦s de los sentidos es verdad. O al menos hasta ahora nunca hemos sido capaces de dar ese salto trascendental. Por el momento seguimos aqu¨ª encerrados, dentro de nosotros mismos. Y todo lo dem¨¢s es ilusi¨®n.
DOS
En cierto modo, la mentira s¨ª es cosa de dos.
Se necesitan al menos dos opuestos para que uno pueda hacer creer al otro que lo que es no es. O bien dos sujetos; o bien de un lado la realidad y de otro un sujeto con una m¨ªnima capacidad de percepci¨®n. Sin embargo, desde un punto de vista estricto, mucho me temo que estas dos caras de la moneda se reduzcan tan solo a uno mismo y al mundo. Tal vez, lector de estas l¨ªneas, en esta b¨²squeda de la verdad solo caben dos extremos: usted y todo lo dem¨¢s.
Incluso en el propio planteamiento del problema, la dualidad ha estado presente desde los inicios. En la historia de la filosof¨ªa cabr¨ªa hablar de dos grandes l¨ªneas maestras, principiadas respectivamente, como era de esperar, por Plat¨®n y Arist¨®teles. El primero lo hizo dotando a lo verdadero de existencia en s¨ª: la Verdad es ¨²nica, perfecta, eterna e inmutable, y existe con independencia de la mente en el Mundo de las Ideas. El segundo, alej¨¢ndose de esta identificaci¨®n entre la verdad y la realidad, haci¨¦ndola m¨¢s mundana y limit¨¢ndola a una mera propiedad de ciertos enunciados: ?Decir de lo que es que no es, o de lo que no es que es, he aqu¨ª lo falso; y decir de lo que es que es, o de lo que no es que no es, he aqu¨ª lo verdadero?, anticipaba Arist¨®teles en el cuarto libro de su Metaf¨ªsica, inaugurando as¨ª la concepci¨®n sem¨¢ntica de la verdad, y acerc¨¢ndonos a la perspectiva de la adecuaci¨®n o la correspondencia. Y, no obstante, ambas l¨ªneas han resultado ser callejones sin salida, que nos han acabado por devolver al mismo punto del que partimos. Nosotros mismos. La acepci¨®n aristot¨¦lica resisti¨® el paso de los siglos asimilada en el nominalismo, en el empirismo, el materialismo, el estructuralismo, la deconstrucci¨®n, hasta arrojarnos a este mundo en continuo estado de sospecha en el que ahora vivimos. La l¨ªnea plat¨®nica, en cambio, fue abrazada con fervor por el cristianismo para sus propios fines, gracias a la m¨¢xima de San Agust¨ªn que establec¨ªa a Dios como la ¨²nica fuente posible de la verdad. Siglos m¨¢s tarde, Nietzsche ¡ªprecisamente uno de los tres grandes maestros de la sospecha¡ª se referir¨ªa a este concepto de verdad como la confabulaci¨®n maquinada por S¨®crates, Plat¨®n y los judeocristianos para encadenar al hombre en la c¨¢rcel de la raz¨®n y alejarlo de las pasiones. La invenci¨®n de la verdad ser¨ªa, en t¨¦rminos nietzscheanos, la mayor de las mentiras de la cultura grecolatina y de Occidente, la trampa urdida por los cobardes con miedo a vivir para alejarnos de nuestros instintos vitales. Por supuesto, desde la tradici¨®n plat¨®nica hubo muchos intentos de salir del atolladero. Fueron diversas las tentativas de integrar los conceptos aristot¨¦licos en su corpus te¨®rico, empezando por la obra de Santo Tom¨¢s de Aquino en el propio seno de la Escol¨¢stica, y siguiendo luego con las iniciativas de Descartes, de Malebranche o de Leibniz y sus verdades de la raz¨®n y verdades de hecho.
De entre estos, y en general de entre todas las cabezas pensantes de la historia, sin duda uno de los hombres que se tomar¨ªa m¨¢s en serio someter la verdad a todo tipo de pruebas ser¨ªa el fil¨®sofo franc¨¦s Ren¨¦ Descartes. Y fue entonces cuando sobrepasamos el punto sin retorno.
Cuenta el propio Descartes que desde muy ni?o advirti¨® que se hab¨ªa acostumbrado a aceptar como verdaderas una cierta proporci¨®n de opiniones falsas, y que, por lo tanto, todo lo que en los a?os posteriores fue construyendo sobre ellas solo podr¨ªa ser tenido por dudoso y discutible. De modo que, cuando consider¨® que hab¨ªa llegado el momento oportuno, alcanzada su madurez intelectual y exiliado en su larga y tranquila estancia en Holanda, siempre al calor de la estufa, decidi¨® enfrentarse a la empresa de su vida: rechazar sistem¨¢ticamente todas y cada una sus creencias y comenzar a construir sobre al menos una verdad incuestionable. Para superar esta fase inicial de escepticismo escribe primero el Discurso del m¨¦todo, en el que establece las reglas para el correcto pensar y aquellas otras destinadas a descubrir verdades a partir del an¨¢lisis y la s¨ªntesis. Pero no contento con esto, y siempre acatando sus propias normas, publica cuatro a?os m¨¢s tarde sus Meditaciones metaf¨ªsicas. Y es en la primera de estas meditaciones donde, quiz¨¢ sin llegar a adivinar las consecuencias de lo que estaba a punto de hacer, instaura con voluntad de hierro su duda met¨®dica.
Como primer paso, para situarse en la posibilidad de m¨¢xima duda, y dado que hab¨ªa reparado en que los sentidos a veces nos enga?an y no podemos estar seguros de cu¨¢ndo nos inducen o no al error, Descartes decide descartar todo lo que proceda de nuestra percepci¨®n. En segundo lugar, advirtiendo que incluso tras rechazar los sentidos le es dif¨ªcil negarse a s¨ª mismo que se encuentra all¨ª sentado, frente a las brasas, con su c¨®moda bata apenas apulgarada y los papeles entre las manos, se pregunta: ?Y si me hubiera quedado dormido por culpa de este placentero calor en los pies y estuviera so?ando? Esta segunda premisa es a¨²n m¨¢s radical que la anterior, porque la imposibilidad de distinguir con certidumbre entre la vigilia y el sue?o hace que comience a cuestionarse casi todo: ?Puedo estar por completo seguro de que me encuentro en esta habitaci¨®n? ?No puedo acaso dudar incluso de mi propio cuerpo, de mi dolor y del resto de los est¨ªmulos, de estas manos que observo crispadas al final de mis brazos? Solo queda algo que todav¨ªa aparenta resistir la hip¨®tesis del sue?o. Estemos dormidos o despiertos, dos y tres siempre sumar¨¢n cinco y el cuadrado siempre tendr¨¢ cuatro lados. Las verdades matem¨¢ticas est¨¢n por encima de cualquier m¨¦todo de duda. ?De cualquiera? Es entonces cuando el fil¨®sofo racionalista, en su b¨²squeda de la verdad incuestionable, arremete con toda la artiller¨ªa de su tercera hip¨®tesis, la del Genio Maligno o el Dios Enga?ador. ?Y si un dios todopoderoso me hubiera creado con una inteligencia tal que siempre me mantuviese en el error, de modo que todo lo verdadero me pareciera falso, y lo falso, verdadero? Bajo la lente de este supuesto, ninguno de nuestros conocimientos volver¨ªa a estar a salvo.
Tan solo una ¨²nica cosa queda en pie tras semejante cataclismo, apenas nada. Despu¨¦s de someterse a tantas y tantas dudas, el n¨¢ufrago Descartes, agotado y confuso en medio de un universo arrasado, consigue asirse por fin a una ¨²nica certeza: en cualquiera de los casos, incluso bajo la m¨¢s dr¨¢stica de las suposiciones, debe de haber alguien que duda, debe de haber algo susceptible de ser enga?ado. Alguien que piensa y por lo tanto existe, su famoso cogito ergo sum. Su isla.
A partir de esta unidad m¨ªnima del sujeto pensante, Ren¨¦ Descartes se propondr¨¢ reconstruir la realidad. Afirmar¨¢ primero la existencia de unas cuantas ideas innatas, que habitan en el interior de ese yo: la propia idea de existencia, la propia idea de pensamiento y la idea de infinito. Identificar¨¢ a continuaci¨®n la m¨¢s cuestionable de las tres, la idea de infinito, con la idea de Dios y tratar¨¢ de demostrar su existencia. Para lo cual argumentar¨¢ que una idea infinita, eterna, independiente, omnisciente y omnipotente no puede provenir de m¨ª, que soy finito, sino que ha de tener una causa exterior. Entonces, una vez demostrada la existencia de Dios, le resulta f¨¢cil restablecer la existencia del mundo: un Dios omnipotente no puede ser enga?ador, porque el enga?o depende de un error, de un defecto, de una deficiencia del ser, y por ello es imposible que sea consecuencia de un ente divino que todo lo puede y cuyas acciones tienen siempre por s¨ª mismas un efecto real. Y si Dios existe y es infinitamente bueno, jam¨¢s permitir¨ªa que me enga?ase a m¨ª mismo dej¨¢ndome creer que el mundo existe si no existiera. Luego el mundo existe.
As¨ª fue como el fundador del racionalismo demostr¨® el mundo mediante un acto de fe.
Son innumerables las trampas que hizo Descartes para dar el salto m¨¢s all¨¢ de ese primer estadio de solipsismo, para salir del aislamiento del cogito y reconstruir el resto de la realidad. Podr¨ªamos detenernos a analizar si la idea de infinito es en verdad clara y distinta, tal y como exigen sus reglas del m¨¦todo; o si para demostrar la existencia de Dios el fil¨®sofo no abusa del viejo y fallido argumento ontol¨®gico de San Anselmo; o si con su razonamiento no est¨¢ de hecho limitando la omnipotencia de Dios, que no podr¨ªa enga?arnos aunque as¨ª lo quisiera. Sin embargo, basta tomar un poco de perspectiva hist¨®rica para advertir que sus nociones de bondad y de mentira, como defecto de ser, estaban claramente fundamentadas en el marco conceptual plat¨®nico-cristiano, y lo empujaron a apoyarse en los prejuicios de los que con tanto esfuerzo procur¨® huir. Podr¨ªamos, en definitiva, seguir cuestionando una tras otra todas las incongruencias l¨®gicas en las que incurren las meditaciones cartesianas posteriores a la duda. Pero por encima de todo lo dem¨¢s, no podemos desechar sin m¨¢s la posibilidad m¨¢s temida: hay algo ah¨ª fuera que nos enga?a. Nos sobran indicios para pensar que la realidad nos enga?a y que en la naturaleza, previa a la humanidad, se encuentra instalada la mentira de manera consustancial.
Por eso, desde el momento en el que damos por v¨¢lida la duda met¨®dica, y en cuanto reparamos en su falsa salida, nos volvemos a descubrir aqu¨ª dentro, atrapados.
'Una historia de la mentira'
Autor: Juan Jacinto Mu?oz Rengel
Editorial: Alianza Editorial
Formato: Tapa blanda o bolsillo. 248 p¨¢ginas
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.