Sobrevivir a un campo de concentraci¨®n nazi
La editorial Contrase?a edita 'Seguir viviendo' de Ruth Kl¨¹ger, el testimonio de una ni?a jud¨ªa que vivi¨® para contar el exterminio nazi. 'Babelia' adelanta el primer cap¨ªtulo
PRIMERA PARTE
VIENA
1
La muerte, no el sexo, era el secreto del que hablaban a media voz las personas mayores, el secreto del que a una le hubiese gustado o¨ªr m¨¢s. Yo aseguraba que no pod¨ªa dormir, suplicaba que me dejasen coger el sue?o en el sof¨¢ del cuarto de estar (en realidad dec¨ªamos ?sal¨®n?), luego no me dorm¨ªa, l¨®gicamente; con la cabeza debajo de la manta esperaba captar algo de las aterradoras noticias que circulaban en torno a la mesa. Algunas versaban sobre gente desconocida, otras sobre parientes, siempre sobre jud¨ªos. Hab¨ªa uno, muy joven, llam¨¦moslo Hans, un primo de mi madre, lo tuvieron en Buchenwald, pero solo por un tiempo limitado. Despu¨¦s volvi¨® a casa, estaba atemorizado, hab¨ªa tenido que jurar que no contar¨ªa nada, y no cont¨® nada, ?o s¨ª, o solo a su madre? Las voces en torno a la mesa, difusas pero todav¨ªa audibles, eran casi exclusivamente voces femeninas. Lo hab¨ªan torturado, ?c¨®mo es eso, c¨®mo se resiste eso? Pero estaba vivo, gracias a Dios.
A Hans volv¨ª a verlo m¨¢s tarde, en Inglaterra. Entonces yo ya no ten¨ªa ocho a?os, sino que era ya como soy ahora, una persona impaciente, nerviosa, que f¨¢cilmente deja caer cosas, con intenci¨®n o sin ella, tambi¨¦n cosas fr¨¢giles, vajilla y amores, que no tiene una actividad prolongada en ning¨²n sitio y se muda con frecuencia, de ciudad y de piso, y que inventa los motivos cuando ya est¨¢ haciendo los bultos. Una que se da a la fuga no cuando barrunta un peligro, sino en cuanto se pone nerviosa. Pues huir era lo mejor, entonces y ahora. M¨¢s sobre esto despu¨¦s.
As¨ª que all¨ª estaba yo, en casa de Hans, en Inglaterra, en una casita peque?a que hac¨ªa sus delicias porque era suya, estaba casado con una inglesa no jud¨ªa, ten¨ªa hijos, hab¨ªan ido ese d¨ªa a verlo, y yo tambi¨¦n hab¨ªa llegado de Am¨¦rica con otro primo, el hijo de la hermana de mi madre, llam¨¦moslo Heinz, este hab¨ªa sobrevivido a la guerra en Hungr¨ªa con papeles falsos. El cuarto de estar en que nos hall¨¢bamos ten¨ªa esa fealdad y pobreza de esp¨ªritu t¨ªpicas de la peque?a burgues¨ªa inglesa. Tom¨¢bamos bizcochos, yo me sent¨ªa inc¨®moda, me remov¨ªa en el asiento, quer¨ªa pasear, hacer algo con tal de no seguir soportando el torturante aburrimiento de la rutina diaria que aparec¨ªa y reaparec¨ªa en la conversaci¨®n. Heinz me cont¨® despu¨¦s maliciosamente que Hans hab¨ªa preguntado si yo padec¨ªa de hemorroides, porque no pod¨ªa permanecer quieta en el asiento.
Pero de joven a aquel hortera ingl¨¦s lo hab¨ªan torturado en Buchenwald, cuando su prima peque?a aguzaba el o¨ªdo debajo de la manta y no la dejaba dormir el imperioso deseo de saber algo de la estancia de su primo all¨ª, no por simpat¨ªa, sino por curiosidad, porque ¨¦l formaba parte de un excitante secreto que en cierto modo tambi¨¦n me concern¨ªa a m¨ª. Solo que yo no ten¨ªa derecho a saberlo entonces, por ser peque?a. ?Y ahora?
Ahora yo, de todos modos, ya sab¨ªa mucho y pod¨ªa lanzarme a preguntar como quisiera y cuando quisiera, pues quienes me lo prohib¨ªan ya no estaban: dispersos, muertos en la c¨¢mara de gas, en la cama o a saber d¨®nde. Y todav¨ªa la misma excitante sensaci¨®n de ir en busca de cosas indecorosas, puesto que no debo saber nada que tenga que ver con la muerte. Y eso que no hay ninguna otra cosa sobre la que valga la pena hablar. Misterios de las personas mayores, que quieren ocultar a los ni?os la muerte de los ni?os y hacerles creer que solo existe la muerte de los adultos, que solo ellos, superiores como son, pueden hacer frente a la muerte, y por eso solo son ellos los que mueren. Una sarta de embustes. Abajo, en la calle, correteaban los chiquillos nazis con sus afilados pu?alitos y cantaban la canci¨®n de la sangre jud¨ªa que chorrea del cuchillo. No hab¨ªa que ser muy listo para entender aquello; antes bien, hac¨ªa falta una acrobacia intelectual, y no peque?a, para no entenderlo y desvirtuarlo encogi¨¦ndose de hombros. (Un amigo que de ni?o llevaba consigo una cosa as¨ª dice: ?No ten¨ªan punta. Eran navajas de excursionista. Buenas para cortar. Yo habr¨ªa preferido un arma de verdad?. Coge un l¨¢piz y dibuja una navaja de excursi¨®n. ?¡°Sangre y honor¡±, pon¨ªa all¨ª?, dice pensativo. ?Lo ves?, era un pu?al, aunque sin punta).
Hago preguntas precisas, como se aprende a preguntar en los buenos seminarios de literatura, y los otros, los de la salita remilgada, que lo que quieren es que los dejen en paz, suspiran. Los hijos aseguran que ellos, de todos modos, ya estaban a punto de marcharse. Heinz, que sobrevivi¨® a la ¨¦poca nazi con papeles falsos, se quita las gafas, las limpia y pregunta si no queda otro remedio. La mujer de Hans, la no jud¨ªa e inglesa de nacimiento, sale de la habitaci¨®n. Ella ya ha o¨ªdo eso tantas, tant¨ªsimas veces..., dice. Lo que seguramente es cierto. Y, sin embargo, es seguro que no lo ha retenido en la memoria, eso tambi¨¦n puede deducirse de lo que dice.
Y Hans cuenta. Respondiendo a mis preguntas. Yo quiero saber exactamente, y ¨¦l cuenta exactamente, no sin cierta quejumbrosa prolijidad: c¨®mo era eso de dislocar los miembros, ¨¦l sabe explicarlo, y hasta puede ense?arlo. Y los dolores de espalda que sigue teniendo hoy y que datan de entonces. Y, sin embargo, aquellos pormenores difuminan la intensidad del sufrimiento, y solo el tono de voz deja adivinar lo diferente, lo ajeno, lo maligno. Pues la tortura no abandona al torturado, nunca, a lo largo de toda su vida. Mientras que los grandes dolores del parto abandonan a las madres a los pocos d¨ªas, hasta tal punto que piensan con alegr¨ªa en el pr¨®ximo hijo. Es importante el g¨¦nero, no solo la intensidad de los dolores que se padecen.
Tengo la cabeza llena de esas historias, de esas elucubraciones. Siempre quiero saber cosas. Las leo y las escucho. Yo, que he ido perdiendo peu ¨¤ peu el h¨¢bito de la fe, sigo creyendo, al parecer, en el aserto que alguien me escribi¨®, cuando yo era ni?a, en mi ¨¢lbum de poes¨ªas: Knowledge is power.Yo tambi¨¦n cuento algunas, quiero decir algunas historias, cuando me preguntan, pero preguntan pocos. Las guerras pertenecen a los hombres, por eso hay memorias de guerra. Y del fascismo no hablemos, ya se haya estado en pro o en contra: asunto exclusivo de hombres. Adem¨¢s, las mujeres no tienen pasado. O no deben tenerlo. Es poco fino, casi indecente.
Que no haya ido a ver m¨¢s a menudo al tal Hans se debe en primer lugar a mi indiferencia. He necesitado a?os para confesarme a m¨ª misma que las relaciones familiares me traen sin cuidado. En el mundo entero existe hoy en ambientes jud¨ªos la costumbre de contar los parientes asesinados, de inculcar ese n¨²mero en la mente de quienes han nacido despu¨¦s y de comparar lo que ha quedado del mishpoje, del clan. De ello resultan n¨²meros horrendos, inmensas fosas comunes en cada familia. ?Ciento cinco?, dice uno, y el siguiente a?ade una docena m¨¢s. Durante mucho tiempo, aunque no haya contado los muertos, tambi¨¦n he intentado al menos retener reverentemente tales cifras y convencerme a m¨ª misma de que guardo luto por esas personas que muchas veces yo no conoc¨ªa o tan solo recordaba remotamente. Pero no es verdad, nunca estuve inmersa en tal clan familiar: este se disgreg¨® cuando yo estaba empezando a conocerlo, no despu¨¦s. Se quisiera pertenecer a ¨¦l, pero no es tan f¨¢cil. En el fondo, una nunca form¨® parte de ¨¦l, la dispersi¨®n empez¨® demasiado pronto. A una, sin embargo, no le gusta verse a s¨ª misma como una m¨®nada, sola en el espacio, sino m¨¢s bien como el eslab¨®n de una cadena, aunque sea una cadena rota.
Se a?ade a ello que los vivos que pertenecen al antiguo c¨ªrculo familiar vien¨¦s no me inspiran confianza, y m¨¢s bien evito tropezarme con ellos. Sospecho que los de m¨¢s edad se desentendieron de m¨ª y que los m¨¢s j¨®venes har¨ªan lo mismo si se presentara la ocasi¨®n.
Pero la verdadera raz¨®n de por qu¨¦ vacilo en ir a ver otra vez a Hans es mi mala conciencia. La madre de Hans, mi t¨ªa abuela, muri¨® esa muerte, la m¨¢s infame de todas, la de la c¨¢mara de gas. A ella yo la conoc¨ªa bien, pues, cuando detuvieron a mi padre y no pudimos permanecer m¨¢s tiempo en el distrito s¨¦ptimo, mi madre y yo compartimos al principio un piso con los padres de Hans. La t¨ªa es hasta hoy para m¨ª la persona que, por ser indigesto, me prohibi¨® beber agua despu¨¦s de comer cerezas, socavando as¨ª la autoridad de mi ausente padre, que era en definitiva el m¨¦dico de la familia (?A ¨¦l nunca le hac¨ªan caso, ¨¦l nunca tuvo la m¨¢s m¨ªnima autoridad?, dice mi madre pesarosa); la que me quit¨® mi vieja colecci¨®n de billetes de tranv¨ªa porque era una cosa antihigi¨¦nica; la que por la ma?ana, a oscuras, me obligaba a engullir en solitario, sentada a la mesa de la cocina, eso que llaman desayuno, aquel pan pegajoso y aquella bebida dulzona, con esa capa de nata por encima que, como es sabido, repugna a todos los ni?os del mundo, excepto a los hambrientos; que me rega?aba cuando se daba cuenta de que estaba recitando poes¨ªas, un h¨¢bito que en m¨ª pas¨® a ser obsesivo y que indudablemente no solo proven¨ªa de la afici¨®n al arte, sino que era tambi¨¦n de car¨¢cter neur¨®tico, hasta tal punto que iba murmurando versos por la calle; que se interpon¨ªa entre mi madre y yo para que mi madre, su sobrina, cuando volv¨ªa a casa por la noche despu¨¦s de haber estado bregando con diversas oficinas estatales o buscando empleo, no se viese desbordada por las exigencias de la ni?a. ?Qu¨¦ voy a decirle yo ahora a su hijo si ¨¦l, que la amaba, me pregunta por ella a m¨ª, que la odiaba con el odio fino y afilado de los ni?os?
?Y qu¨¦ hab¨ªa de malo en recitar por la calle La maldici¨®n del juglar y otras baladas de Uhland y Schiller? ?Hace mala impresi¨®n, no hay que llamar la atenci¨®n por la calle?. ?Los ni?os jud¨ªos que se portan mal hacen rishes (¡°fomentan el antisemitismo¡±)?. ?Y eso qu¨¦ importaba si la masa de la poblaci¨®n estaba fanatizada y predispuesta contra nosotros? Los parientes de m¨¢s edad, incluida esa t¨ªa que aqu¨ª llamar¨¦ Rosa, repet¨ªan la letan¨ªa que hab¨ªan o¨ªdo desde peque?os y que ante la nueva situaci¨®n no se molestaban en corregir. Pero yo hab¨ªa nacido en 1931 y me parec¨ªa inconcebible que nadie pudiese creer que mis buenas o malas maneras pudiesen aumentar o reducir la cat¨¢strofe que ya hab¨ªa estallado. O que t¨ªa Rosa lo considerase posible. Y, como yo hab¨ªa nacido en 1931, comprend¨ªa f¨¢cilmente, sin haber le¨ªdo a Sartre, que las consecuencias del antisemitismo eran indudablemente un problema ¡ªy considerable, adem¨¢s¡ª jud¨ªo, pero que el antisemitismo en s¨ª mismo era el problema de los antisemitas, problema que ellos, y solo ellos, sin mi ayuda ¡ªno faltaba m¨¢s¡ª ten¨ªan que asumir.
Hay que conceder, sin embargo, para ser justos, que muchas veces las personas mayores, en su perplejidad y consternaci¨®n, e independientemente de c¨®mo se comportasen los ni?os, hablaban y hablaban de lo que ellos u otros jud¨ªos deber¨ªan haber hecho de un modo diferente para no predisponer en su contra al entorno. As¨ª, por ejemplo, las jud¨ªas que iban enjoyadas a un caf¨¦ hab¨ªan hecho rishes. (?Y para qu¨¦ se compran joyas si no se las pueden poner? ?Por qu¨¦ no estaban mal vistos, o prohibidos, los joyeros?). Para ellas, las matanzas de jud¨ªos eran historia, pasado remoto, un pasado ruso o polaco tal vez, pero en cualquier caso superado hac¨ªa largo tiempo, y por consiguiente trataban de reducir esa nueva persecuci¨®n a unas dimensiones modestas.
Me quej¨¦ a mi madre de aquella t¨ªa abuela. ?Madre de chicarrones ¡ªdijo mi madre defendiendo a su t¨ªa preferida¡ª. No tiene costumbre de tratar con ni?as?. Yo no ve¨ªa en qu¨¦ hab¨ªa que acostumbrarse ah¨ª. As¨ª, ella encarna, congelada en la muerte, la distancia con la generaci¨®n de mis padres, y no puedo pensar con emoci¨®n ni en ella ni en el t¨ªo correspondiente. Al mismo tiempo me produce espanto el hecho de que la t¨ªa Rosa, muerta en el gas, sea solo un resentido recuerdo de infancia, la mujer que me castig¨® cuando averigu¨® que yo hab¨ªa tirado por el fregadero el cacao del desayuno. Por eso tuve que quedarme en la cocina hasta haber comido o bebido ¡ªno s¨¦ si fue lo uno o lo otro¡ª m¨¢s cantidad, en cualquier caso el est¨®mago tuvo que ofrecer cabida, asqueado, a m¨¢s de lo que hubiese querido, y solo entonces pude marcharme al colegio, lo que naturalmente fue bien desagradable. Pens¨¦ que las personas mayores deb¨ªan ponerse de acuerdo en lo que exig¨ªan a los ni?os y no imponerles un castigo que para otras personas mayores era a su vez merecedor de castigo, por ejemplo, llegar-tarde como castigo por no-tomar-el-desayuno.
'Seguir viviendo'
Autora: Ruth Kl¨¹ger
Traducci¨®n: Carmen Gauger
Editorial: Contrase?a. 2020
Formato: Tapa blanda o bolsillo. 392 p¨¢ginas
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