La noche de las azoteas en la Barcelona ol¨ªmpica
'Babelia' adelanta un fragmento de 'Sim¨®n', la nueva novela de Miqui Otero, que relata, a trav¨¦s de los ojos de un chaval, la historia de la capital catalana desde principios de los noventa hasta la crisis de 2008
Entre las azoteas, cada noche
se encend¨ªan las luces
del ¨¢tico de nuestra juventud.
Entre las voces suaves y lejanas,
alguna vez, se oye un grito de p¨¢nico.
Pero una herida es tambi¨¦n un lugar donde vivir
Joan Margarit, Nuestro tiempo
Parece mentira que con la cantidad de gente que cree tener la raz¨®n en el mismo momento y en todos los bares del planeta, el mundo no sea un lugar inmune a la enfermedad, ajeno a la desgracia, libre de infelices, plagado de maravillas. Que con los millones de personas que se enzarzan ahora mismo en la discusi¨®n m¨¢s crucial, ovilladas en principios intocables y girando llaves m¨¢gicas, todo sea tan precario, tan relativo.
Como ser¨ªa muy osado intentar entender el mundo, el gran problema, quiz¨¢s habr¨¢ que ce?irse a la observaci¨®n del lugar donde se formulan las soluciones. A averiguar qu¨¦ sucede en uno de estos bares. Sim¨®n Rico, a sus ocho a?os, no recordaba haber entrado en ¨¦ste por primera vez y tampoco se imaginaba saliendo jam¨¢s de ¨¦l para siempre.
El nombre del bar, Rico Rico, no emanaba ni de la calidad al cuadrado de sus recetas ni de la cuna de sus propietarios, de origen m¨¢s bien humilde, sino del juego de coincidencias que atravesaba su g¨¦nesis y, por tanto, a su familia: el padre y el t¨ªo de Sim¨®n, los hermanos Rico, eran parecidos aunque absolutamente ant¨®nimos, pero la gracia final resid¨ªa en que se hab¨ªan casado con Dolores y Socorro Merl¨ªn, dos mellizas que conocieron en las fiestas de una aldea gallega durante el verano de 1972. Hab¨ªan reclamado a la orquesta la canci¨®n Si yo fuera rico y hab¨ªa sido en el primer estribillo cuando les hab¨ªan pedido fuego. Antes del ¨²ltimo redoble, las dos parejas ya bailaban agarradas. Con esa misma canci¨®n hab¨ªan llegado a Barcelona desde su Galicia natal buscando fortuna y, despu¨¦s de unos a?os como camareros, hab¨ªan podido pagar primero el traspaso del bar instalado en la planta baja de este edificio de fachada de arenisca y balcones de hierro forjado, y poco despu¨¦s los alquileres de los dos pisos inmediatamente superiores, donde viv¨ªan las familias. Este bar, Rico Rico, que rebautizaron cuando un cocinero famoso no paraba de decirlo en la tele: rico, rico, con fundamento. A los Rico no les hac¨ªa gracia que les impusieran los chistes.
Entonces lo llamaron ?Baraja?, quiz¨¢s para destacar el juego de palabras ?Bar Aja?. Con esa baraja se alud¨ªa adem¨¢s a las timbas eternas que all¨ª se disputaban, pero tambi¨¦n a su pueblo, Castroforte de Baralla, un lugar que, comentaban, comentaban, comentaban, se elevaba sobre la bruma cuando todos sus habitantes se preocupaban por algo a la vez. Un nombre, baralla, que en la lengua de adopci¨®n de Barcelona quer¨ªa decir ¡®pelea¡¯. Y que en castellano parec¨ªa un imperativo: los taxistas ordenaban y desordenaban distra¨ªdamente su mazo de naipes como quien manejaba su posible fortuna o mala suerte.
Sim¨®n creci¨® en el Baraja, un teatro a escala del mundo, donde tres relojes de pared se pasar¨ªan toda una vida discutiendo sobre la hora. Cada uno de ellos marcaba una diferente, como si consignaran el horario de varias capitales mundiales en Asia, Am¨¦rica, Europa. Lo que hab¨ªa empezado como un desajuste fruto del descuido (nadie compraba pilas) acab¨® por ser una se?a de identidad del lugar: cuando abr¨ªas su puerta, el tiempo quedaba suspendido, como al entrar en un cine o un espect¨¢culo.
Si Sim¨®n no recordaba haber entrado nunca en este bar (casi hab¨ªa nacido dentro), sus padres y sus t¨ªos no recordaban la ¨²ltima vez que hab¨ªan salido m¨¢s all¨¢ de la puerta a tomar el aire y fumar un pitillo. Viv¨ªan marcando tortillas, apaleando pulpos, vertiendo vino en vasos facetados, guisando ternera e inventando esqueixada, que durante a?os vendieron con el nombre de escalivada, un error del que ninguno de los habituales, taxistas en su gran mayor¨ªa, les quiso sacar.
Quiz¨¢s Sim¨®n ya hab¨ªa empezado a entender a sus ocho a?os que nada es lo que parece, pero a¨²n tardar¨ªa mucho tiempo, tambi¨¦n muchas p¨¢ginas, en aceptar que las cosas son como son.
Antes que Sim¨®n hab¨ªa llegado otro Rico ni?o, su primo diez a?os mayor, al que, m¨¢s por inclinaci¨®n a la broma que como licencia aliterativa, hab¨ªan llamado Ricardo. Ricardo Rico. Ri-co, porque desde cr¨ªo se hab¨ªa apoderado del apellido, hab¨ªa sido una estrella en el barrio desde sus primeros pasos. Algo as¨ª como la mascota del bar, pero tambi¨¦n su pol¨¦mico embajador en el exterior, especialmente ahora, reci¨¦n alcanzada la mayor¨ªa de edad.
Rico, se entender¨¢, era tan primo de Sim¨®n que en realidad era como su hermano. Era, en palabras del mayor, primohermano: ?No primo hermano, ni hermano primo, sino primohermano, las dos cosas y todo bien junto?, les dec¨ªa a sus amigos. Siempre lo hab¨ªa cuidado. Siempre le hab¨ªa le¨ªdo cuentos. Siempre le hab¨ªa cantado. Las nanas de Sim¨®n hab¨ªan sido:?Beat on the Brat, Do Anything you Wanna Do, Orgasm Addict, He¡¯s a Rebel, O le?ozinho... Gran pedagog¨ªa en sus estribillos: ¡®hostia al capullo¡¯, ¡®haz lo que te d¨¦ la santa gana¡¯, ¡®adicto al orgasmo¡¯, ¡®rebelde¡¯, ¡®leoncito¡¯. ?Cuando lloraba mucho??Boys Don¡¯t Cry. Lo que hac¨ªa el primo mayor era poner el disco y hacer playback, pavone¨¢ndose ante su peque?o primohermano, de modo que ¨¦ste pens¨®, desde que ten¨ªa unos pocos meses hasta que sumaba unos cuantos a?os, que Rico era el mejor cantante del planeta, tambi¨¦n el m¨¢s vers¨¢til.
Adem¨¢s, siempre hab¨ªa jugado con ¨¦l al ?Sim¨®n dice?, porque el peque?o se llamaba Sim¨®n y porque as¨ª lo hac¨ªa sentir importante y al mando. A veces Rico pon¨ªa a jugar a todo el bar. Sim¨®n dice que os toqu¨¦is la oreja derecha. Sim¨®n dice que os pong¨¢is a la pata coja. Sim¨®n dice que os met¨¢is el dedo en la nariz. Que cerr¨¦is los ojos, que los abr¨¢is, que parpade¨¦is. Sim¨®n dice que quiere vivir todo hoy. Los borrachos le hac¨ªan caso y el equilibrio se les iba mientras segu¨ªan sus ¨®rdenes: se tocaban la nariz y perd¨ªan pie. Eran contrincantes f¨¢ciles y siempre se equivocaban: Sim¨®n dice que no pod¨¦is tocar la cerveza. Y el juego acababa entre abucheos.
Rico tambi¨¦n se colaba en casa de Sim¨®n y se pon¨ªa a los pies de su cama, a veces oliendo a acequia de cerveza y colilla antigua y gel de brillantina y caramelo de eucalipto, y le dec¨ªa:
¡ªHab¨ªa una vez un ni?o que ten¨ªa el superpoder de sentir justo lo que sent¨ªan los otros y de extraer de ellos su mejor virtud. Al lado del halc¨®n volaba, al lado del le¨®n rug¨ªa, al lado de la cebra todo era en blanco y negro...
¡ª?Y al lado de una caca?
¡ªBueno, Sim¨®n, pues se sent¨ªa como una mierda. Pero solo un rato. Porque llegaba una mosca, que luego se posaba en un precioso caballo, que luego cabalgaba un tipo con armadura...
¡ªYa.
¡ªMira, al lado del fuego ard¨ªa hasta que se esfumaba y aparec¨ªa en otra ¨¦poca. Lloraba al lado del que lloraba y lloraba tanto, tanto tanto, que los dos se daban cuenta de que aquello era rid¨ªculo y entonces se pon¨ªan a llorar de la risa. Tambi¨¦n re¨ªa al lado del que re¨ªa. Una vez, ese ni?o...
¡ª?C¨®mo se llama el ni?o?
¡ªY a ti qu¨¦ m¨¢s te da, Sim¨®n, anda. Pues un ni?o.
¡ªYa, pero es que quiero saber c¨®mo se llama. As¨ª le cojo m¨¢s cari?o.
¡ªBueno, ya que lo dices: ese ni?o con poderes se llamaba Sim¨®n.
¡ª?Como yo!
¡ªCoincidencia seguramente. No s¨¦. No lo s¨¦ todo, Sim¨®n...
Pero Sim¨®n, que se frotaba bajo las mantas los empeines de su mono pijama, s¨ª que lo sab¨ªa, as¨ª que tensaba esos dos hoyuelos que tanta gracia le hac¨ªan a su primohermano. Su sonrisa entrecomillada (con un asterisco, una pequita de nacimiento sobre la comisura derecha). Una sonrisa infantil que era todo menos ir¨®nica.
Cuando abr¨ªa los ojos en el entresuelo, expectante ante un nuevo domingo que se despertaba moroso, Sim¨®n no ol¨ªa el caf¨¦ que borboteaba en los fogones ni el frescor de las hojas de los pl¨¢tanos que esmaltadas por la lluvia nocturna tanteaban la ventana, sino el misterio.
Con las pupilas esforzadas en unos ojos sorprendidos por la luz, lo que deb¨ªa dirimirse a continuaci¨®n era la b¨²squeda de una nueva novela, la que cada domingo le escond¨ªa su primohermano en alg¨²n punto de la casa. Porque despu¨¦s de salir de fiesta cada s¨¢bado, Rico, preciosamente intacto y magn¨ªfico por sellado su misterio, le compraba un libro de segunda mano en el rastro dominical del barrio, el mayor mercado de libros de segunda mano de Europa. Luego paraba a tomar un caf¨¦ para templar su borrachera y encend¨ªa con sus subrayados frases que eran calambres y pasajes que eran pistas para su primo. Sim¨®n deb¨ªa buscar el libro incluso antes de ponerse ante su Cola Cao con grumos y sus magdalenas de La Bella Easo. A menudo desarrollaba sus pesquisas a partir de un acertijo que Rico le colocaba bajo la almohada o de un camino de flechas marcadas con cinta aislante. La pista tambi¨¦n pod¨ªa estar escondida en alguna noticia del peri¨®dico que su padre hab¨ªa dejado en la cocina del piso. A veces, incluso, Rico le chivaba la pista a alg¨²n taxista ma?anero y borracho, as¨ª que Sim¨®n deb¨ªa bajar al bar familiar y preguntar a los clientes libreta en mano, con la bata de lana como gabardina, si sab¨ªan d¨®nde podr¨ªa estar escondido su nuevo libro. Este juego, que Rico bautiz¨® como los Libros Libres, era la promesa de un juego que ya no habr¨ªa de acabar: el juego de vivir seg¨²n las fantas¨ªas de profesionales de las vidas posibles, grumetes, m¨²sicos y sobre todo espadachines.
¡ªLos Libros Libres, Sim¨®n, son como la esgrima: amenazan la vida y la enaltecen a la vez ¡ªle dec¨ªa Rico.
¡ªYa. ¡ªSim¨®n usaba mucho este monos¨ªlabo: evidenciaba menos la ignorancia que un no y compromet¨ªa menos que un s¨ª.
¡ªY yo no solo quiero que vivas los libros. Quiero que vivas en ellos.
A menudo, Sim¨®n no sab¨ªa contestar si ?s¨ª? o si ?no?, ni ?s¨ª? ni ?no? ni ?ya?, no sab¨ªa elegir un monos¨ªlabo triunfal, pero el caso es que s¨ª sab¨ªa que quer¨ªa entregarse al huroneo hasta encontrar el libro cada ma?ana de domingo. Despu¨¦s de desayunar abajo ¡ªel cacao calentado con el brazo de la cafetera del bar sab¨ªa mejor¡ª volv¨ªa a subir, se arrebujaba bajo la colcha de ganchillo y lo abr¨ªa. A veces no sal¨ªa de la cama hasta que Rico se despertaba de su resaca tras un sue?o que parec¨ªa un coma, los ojos de oso panda y el tup¨¦ como una voluta en declive, cerrando un signo de interrogaci¨®n en su frente. Entonces Sim¨®n le daba las gracias y Rico le dec¨ªa:
¡ª?Qu¨¦ libro? No tengo ni idea de qu¨¦ me hablas. Yo no te he tra¨ªdo ning¨²n libro, suficiente ten¨ªa con encontrar la puerta de casa.
Sim¨®n desenrollaba su sonrisa entrecomillada porque sab¨ªa que su primo ment¨ªa o, al menos, lo intu¨ªa. Intu¨ªa que era su primo quien subrayaba frases en esos libros de h¨¦roes envueltos en promesas de gloria: Pimpinela Escarlata, Los tres mosqueteros, Barry Lyndon, Fabrizio en Parma. En Scaramouche: ?Hab¨ªa nacido con el don de la risa y la intuici¨®n de que el mundo estaba loco. Y ¨¦se era su ¨²nico patrimonio?.
Y no le entraba en la cabeza c¨®mo sus compa?eros de clase prefer¨ªan a Super Mario, un fontanero, que a estos h¨¦roes. Aunque no entendiera ni la mitad de los libros, devoraba esas aventuras a toda m¨¢quina (en realidad algo m¨¢s lento, pues a veces ten¨ªa que recorrer con el ¨ªndice las frases por debajo para no perderlas) y se deten¨ªa con solemnidad en los pasajes subrayados (entonces paraba su dedo y apretaba). Y, si era sincero, se reconoc¨ªa que lo que m¨¢s le intrigaba, lo que lo animaba a pasar una p¨¢gina y luego otra, y una m¨¢s hasta la ¨²ltima, no era tanto, que tambi¨¦n, el enigma de las vidas de los personajes sino el de descubrir qu¨¦ hab¨ªa llamado la atenci¨®n de su primo. O, en otras palabras, no le preocupaban tanto los deseos del espadach¨ªn como los anhelos de su tutor. O, por ser m¨¢s claros, no quer¨ªa ser Scaramouche, sino Rico.
El libro favorito de Sim¨®n era Scaramouche porque, en parte, Rico se parec¨ªa un poco a ese personaje: con un don especial para la intriga, en ocasiones pod¨ªa llegar a ser agresivo pero siempre sab¨ªa llegar al coraz¨®n de las masas, ya fuera con sus discursos o con sus actos, con su palabra o con su espada, con sus gestas o con sus gestos. Y, como Scaramouche, Rico sab¨ªa que debemos ser nuestro propio autor adem¨¢s de actores. Tambi¨¦n que podemos ser lo que queramos, como el h¨¦roe que en cuatro a?os fue abogado, pol¨ªtico, espadach¨ªn y bu-f¨®n. Especialmente buf¨®n. Porque Rico sab¨ªa que el humor, la risa que le regalaba tambi¨¦n a Sim¨®n, una risa que m¨¢s bien le descubr¨ªa, es la ¨²nica forma de inteligencia libre de pre-sunci¨®n.
Por eso, y aunque hab¨ªa tenido hac¨ªa algunos meses un grupo de m¨²sica llamado Las Escaramuzas, ahora los hab¨ªa abandonado, para enorme preocupaci¨®n de la bajista, el guitarrista y el bater¨ªa. Eso hac¨ªa Rico, montaba el juego para que otros se divirtieran y luego se iba. Era, como dijo un d¨ªa Ringo, uno de los clientes habituales del bar, un artista.
¡ªEres un artista, Rico. Pero ?sabes qu¨¦? Eres un artista sin arte.
¡ªSolo hay tres hombres, Ringo: el hombre que trabaja, el hombre que piensa y el hombre que no hace nada.
¡ªY t¨² no haces nada, cantama?anas ¡ªgritaba desde la barra El¨ªas, el padre de Rico.
¡ªY cada uno de ellos tiene una vida ¡ªsegu¨ªa Rico, impermeable a las burlas¡ª: la vida ocupada, la vida del artista y la vida elegante. Yo vivo la ¨²ltima.
¡ªLo que yo te diga: un artista sin arte.
Rico se re¨ªa de las frases de Ringo, pero tomaba el aviso como una bendici¨®n. Escrib¨ªa y tocaba la guitarra y, desde luego, su nombre surg¨ªa cuando en alg¨²n punto de la ciudad se hablaba del billar, del juego. Luego, en la intimidad de su habitaci¨®n le chivaba a su primohermano que los ¨²nicos que dicen que alguien malogr¨® su talento son aquellos que jam¨¢s tuvieron talento alguno. Que ni siquiera saben lo que significa esa pa-labra. Y que el talento, si se tiene de verdad, solo se puede usar de una forma digna: derroch¨¢ndolo.
Rico era, en definitiva, todo eso que los dem¨¢s corrompen intentando ser.
A su primohermano le regalaba libros cada domingo pero tambi¨¦n trucos de magia: solo los tontos preguntan el truco, solo los listos lo saben. Abr¨ªa puertas del ascensor chasqueando los dedos. Cambiaba el color del sem¨¢foro a la de tres. Le dec¨ªa ?Cierra los ojos y ahora mira?. Solo cuando Rico desapareci¨®, tras aquella verbena de Sant Joan del a?o 1992, Sim¨®n los abri¨®.
Esa noche, Rico se lo hab¨ªa prometido, saldr¨ªan juntos, porque esa noche los ni?os tambi¨¦n pueden ofrecerle a la luna sus gestas y ¨¦l las protagonizar¨ªa, gracias a su primohermano, vestido de espadach¨ªn. Rico, horas antes, hab¨ªa llevado a Sim¨®n a su habitaci¨®n para disfrazarlo inspir¨¢ndose en el p¨®ster de un espadach¨ªn de la ¨¦poca de Luis XIII, ese de chaleco escarlata, pantalones de pana, medias grises de estambre y elegantes zapatos cerrados con hebilla.
¡ªVer¨¢s, Sim¨®n, que lo bueno de no ser nadie es que puedes ser cualquiera. No un cualquiera, sino quien quieras ser.
¡ª?Qui¨¦n?
¡ªAlguien. Ser alguien.
Su primohermano hac¨ªa lo que pod¨ªa para copiar el vestuario mosquetero: acababa de anudar al cuello de Sim¨®n una toalla roja de Marlboro que parec¨ªa una capa de terciopelo forrada de armi?o. Llevaba sus botas de lluvia a juego, taraceadas con unas chapas de cerveza, y Rico le hab¨ªa ce?ido a la izquierda una zanahoria que ser¨ªa una daga y tambi¨¦n una ballesta de paraguas que ser¨ªa su espada ropera. Sim¨®n, que normalmente iba enfundado en prendas promocionales regaladas por los proveedores del bar ¡ªcamisetas de Fortuna y sudaderas de Johnnie Walker, tambi¨¦n parches de Lucky Strike en las ro-dillas¡ª, el ni?o-anuncio, casi se mareaba de orgullo encaramado a un bote gigante de detergente.
Rico, en cambio, era fiel a su uniforme: siempre de riguroso negro, salvo por las americanas estampadas o la gabardina color hueso. Tambi¨¦n por los retazos, motivos y encajes que se cos¨ªa en cualquier punto del cuerpo. Para mofa de alg¨²n cliente del Baraja, a Rico le gustaba la costura. Lo mismo estampaba un parche que retocaba un bodoque, imperdibles y escarapelas florec¨ªan en sus camisetas, convertido en collage vivo de todas las ¨¦pocas posibles de la adolescencia.
Pensaba Sim¨®n, con el coraz¨®n al galope, que el estado de las calles era similar al de su ¨¢nimo. Se respiraba euforia no solo por ser una noche de celebraci¨®n, la verbena de Sant Joan, sino porque esa primavera la ciudad parec¨ªa hechizada y los indicios del conjuro estaban por todas partes: el Bar?a hab¨ªa ganado por primera vez la Copa de Europa (Rico le hab¨ªa dicho que lo m¨¢s digno es que lo hab¨ªan hecho, en honor a su barrio, vestidos de butaneros, con camisetas naranja) y Barcelona se preparaba para las Olimpiadas. Que esto ¨²ltimo no fuese del agrado de Rico no era suficiente raz¨®n como para arruinar en el peque?o el contagio de la borrachera colectiva que embriagaba a Sim¨®n aun antes de haber probado una gota de alcohol. Rico y el espadach¨ªn mocoso salieron del bar aquella noche de verbena pasando por un t¨²nel de advertencias y preocupaciones tanto de la madre como de la t¨ªa:
¡ªRiqui?o, como le pase algo al rapaz te juro que te mato.
¡ªPero si eres mi madre, mam¨¢.
¡ªPor eso mismo. Nadie tiene m¨¢s derecho que yo, que te di la vida, para quit¨¢rtela.
¡ªControla a tu hermana, t¨ªa, que se ha vuelto loca.
Y fuera la ciudad encendida estall¨® en colores y truenos, y la gente beb¨ªa por la calle y brindaba y saltaba hogueras donde ard¨ªan malos recuerdos y peores presagios, y los cohetes dejaban estelas de serpentina y confeti y ah¨ª estaba Sim¨®n, que no podr¨ªa negar que estaba viviendo un sue?o, porque llevaba una capa, s¨ª, pero tambi¨¦n porque su primohermano hab¨ªa silbado y hab¨ªa aparecido una moto grande como un caballo y hab¨ªa gritado ??yij¨¢!? y hab¨ªa dado gas para luego inventarse caminos que conduc¨ªan a la Monta?a, donde deb¨ªa empezar la noche. La ¨²ltima noche. La Noche de las Azoteas.
La moto de Rico, esa Vespa que arque¨® cejas y levant¨® suspicacias (?de d¨®nde saca el dinero el ni?o?), volaba por la ciudad y el petardeo de su tubo de escape se sumaba a la secci¨®n de percusi¨®n, timbales y bongos, bater¨ªas de explosiones, de esa verbena de Sant Joan. Multitudinarias carambolas compenetradas y veloces en mil mesas de billar.
?Y qui¨¦n puede ver esto? Los p¨¢jaros, las estrellas, los deshollinadores y t¨². Eso le dec¨ªa Rico a Sim¨®n para luego, en los sem¨¢foros, tararear Chimchimen¨ª. Para que Sim¨®n completara con ?la suerte detr¨¢s va de m¨ª?. Para que a rengl¨®n seguido descabalgaran la moto, la aparcaran al lado de aquella farola y, chim chim chir¨®, Rico replicara una vez m¨¢s: ?La suerte tendr¨¢ si mi mano le doy?.
¡ªY, ahora, hacen su entrada los Rico Cousinbrothers ¡ªdec¨ªa Rico con entonaci¨®n de maestro de ceremonias.
Y Sim¨®n penetraba en la fiesta de una azotea envuelto en una euforia arg¨¦ntea, apartando lianas de bombillitas de colores con su espada ballesta y llev¨¢ndose el sombrero a la barriguita para saludar con una elaborada reverencia.
¡ªAnda con cuidado, Rico, que te buscan ¡ªle dec¨ªan algunos.
¡ªVan detr¨¢s de ti ¡ªlo avisaban otros.
¡ª?Qui¨¦n? ¡ªpreguntaba Sim¨®n.
¡ªLa suerte detr¨¢s va de m¨ª ¡ªrespond¨ªa Rico.
Cada azotea, una isla, o un pa¨ªs, donde todos sonre¨ªan igual aunque bailaran y dijeran cosas diferentes. Desde esos tejados se ve¨ªan mares brillantes: todas esas vidas a sus pies, tan peque?as que si quisiera elegir una podr¨ªa pinzarla con el ¨ªndice y el pulgar, como si fuera un bomb¨®n de una caja surtida. Los dos Rico se asomaban a algunas de las barandillas de las muchas azoteas que visitaban y en cada una Sim¨®n se quedaba tirando quites y ataques de esgrima contra alguna ropa tendida mientras su primohermano se dedicaba a cuchichear en las esquinas con alguno de los que organizaban cada fiesta. Hablaban un poco y Rico les daba uno de esos botecitos negros con tapa que proteg¨ªan los carretes de fotograf¨ªas.
¡ª?Qu¨¦ les das, Rico? ¡ªle pregunt¨® Sim¨®n.
¡ªAmor. No, a ver, les doy carretes de fotograf¨ªas. ?Sabes por qu¨¦? Porque ¨¦stos son los mejores momentos de su vida. Los ¨²nicos recuerdos chulos que tendr¨¢n, as¨ª que se los regalo en un bo-tecito. Los animo a que capturen recuerdos. A que hagan fotos.
¡ª?Y nosotros no nos hacemos fotos?
¡ªNo. Porque nosotros sabemos generar recuerdos todo el rato. Tenemos la maquineta de los recuerdos, podemos derrocharlos.
¡ªPero yo querr¨ªa una foto.
En ese momento alguien les hizo una fotograf¨ªa. Era una tal Betty, que a Sim¨®n le sonaba aunque nunca hab¨ªa hablado con ella. En realidad no se llamaba Betty, pero el nombre le pegaba porque era el de su personaje favorito, del que copiaba el vestuario y tambi¨¦n el peinado: top de topos anudado sobre el ombligo y falda de tubo. Betty, todo ojos Betty Boop, pelo escarol¨¢ndose en brillantina y remolino negro en la frente. Hablaba mucho y no solo con la boca: sus hombros tostados al sol del d¨ªa de la verbena dec¨ªan cosas, que no se contradec¨ªan con lo que promet¨ªan sus ojos tras el zagu¨¢n de las pesta?as, que confirmaban lo que tambi¨¦n susurraba el dingal¨ªn de sus enormes pendientes de aro. Entonces repar¨® en el gesto alucinado de Sim¨®n y le pidi¨® algo extra?o:
¡ªMe tienes que hacer un favor, mosquetero.
¡ªDime.
¡ª?Ser¨ªas tan amable de pisarme las puntas?
Sim¨®n, convertido en estatua, pens¨® si ser¨ªa un truco o un chiste. Mir¨® esas bambas de tela con puntera de pl¨¢stico blanco, a¨²n inmaculadas. Entonces las pis¨® unas cuantas veces y las bambas envejecieron dos meses en diez segundos.
¡ªMuy amable, caballero ¡ªdijo ella, radiante su sonrisa.
¡ªTenemos mucha hambre, mosquetero. ?Por qu¨¦ no cazas unas butifarras? ¡ªpregunt¨® su primohermano.
Sim¨®n se entretuvo paseando por aquel bosque de piernas desnudas que se mov¨ªan r¨ªtmicamente, ensart¨® dos butifarras de la barbacoa en su ballesta y, cuando regres¨® al lugar, vio c¨®mo dos sombras negras, iluminadas por una luz verde, se juntaban detr¨¢s de aquella s¨¢bana: sombra chinesca de un monstruo de dos espaldas.
¡ªGracias, petit ¡ªle dijo Betty un rato despu¨¦s, con las butifarras ya fr¨ªas por la espera. Y entonces hizo algo extra?o: se quit¨® la tira de su bikini y la anud¨® a la mu?eca de Sim¨®n¡ª. Para que no te pierdas: alg¨²n d¨ªa ya me la devolver¨¢s.
¡ª?Qu¨¦ se dice, Sim¨®n? ¡ªhabl¨® Rico.
¡ªNo s¨¦.
¡ªS¨ª sabes.
¡ªLa suerte detr¨¢s va de m¨ª.
¡ªRico, ve con cuidado hoy.
¡ªGracias.
Sim¨®n se sent¨ªa tan orgulloso ante esta nueva vida, como de un traje de terciopelo con encajes la noche del estreno. Salieron a la calle y Rico se?al¨® hacia la Monta?a, all¨¢, muy arriba:
¡ªSim¨®n dice que se enciendan las luces en el cielo.
Nueve focos prendieron detr¨¢s del museo, rayos de luz ensartando nubes, tocada la Monta?a con una peineta de luz.
Hab¨ªan saltado de azotea en azotea, de verbena en verbena, sorteando cables de tendido telef¨®nico y esqueletos de antenas en tejados de la Ronda Sant Pau y la Ronda Sant Antoni y en el Poble Sec. Hab¨ªan repartido decenas de carretes de fotos por toda la ciudad, en cada fiesta. Se dir¨ªa que la gente los esperaba nerviosa y solo bailaba cuando, sorpresa, ellos aparec¨ªan. Incluso que bailaban para ellos.
En las calles del Borne, por alguna raz¨®n, Rico insisti¨® en llevar de la mano a Sim¨®n. En m¨¢s de una esquina apretaba el paso y su humor cambiaba. Y en una ocasi¨®n Sim¨®n pudo ver c¨®mo dos motos casi los atropellan, c¨®mo les daban luces, c¨®mo parec¨ªa que los siguieran. Rico no corr¨ªa pero apretaba la mano de su primohermano. Alguien par¨® a Rico por la calle y se gritaron cosas que Sim¨®n no entendi¨®: el otro ten¨ªa cadenas al cuello y una diminuta l¨¢grima negra tatuada debajo del ojo derecho. Empujones de ida y vuelta, tiradas y retrocesos como en la esgrima. Rico mantuvo la compostura, aunque sus rodillas lo delataron incluso a ojos de Sim¨®n. Una farola gandula, que no pensaba moverse, iluminaba cenitalmente la gestaci¨®n de la pelea. Entonces Rico se?al¨® a su primohermano, no vas a hacer nada delante del ni?o, y el de la l¨¢grima aplaz¨® el duelo con una carcajada siniestra.
Y otra vez Sim¨®n, que no quiso preguntar m¨¢s aunque ha-b¨ªa olido el peligro sin saber qu¨¦ aroma ten¨ªa, abraz¨® por detr¨¢s a su primohermano, mientras la moto remontaba rutas hacia nuevas terrazas y playas llenas de hogueras. Los petardos iban menguando con el paso de las horas, como si la carcajada de esta ciudad se fuera apagando. Como si quisiera alargarla por miedo al silencio inc¨®modo despu¨¦s de cada risa.
Entonces aparcaron en un punto perdido de la ciudad y llamaron a un piso. El piso de un sastre, le dijo Rico. Abri¨® la puerta un se?or mayor: una mata de pelo blanco y un bigotito como de espuma, como si hubiera dado un sorbo de cerveza apresurado, a juego con su terno color blanco, quiz¨¢ de lino. Los invit¨® a pasar y la moqueta turquesa apag¨® sus pasos. Siguieron esos brogues bicolores por un pasillo de techos altos y lleno de libros hasta llegar a un comedor enorme con estanter¨ªas de obra atestadas de telas de todos los estampados imaginables. El piso desprend¨ªa un olor a prenda cuando el armario se muda apro-vechando el cambio de estaci¨®n, retocado por ambientadores de pino y lim¨®n. La iluminaci¨®n, a diferencia de la m¨²sica, era tenue, y Sim¨®n se entretuvo con unas tijeras enormes que serv¨ªan para cortar tela tejana y se puso al cuello un par de pa?uelos estampados de amebas color p¨²rpura y granate mientras el gal¨¢n y su primohermano hablaban de sus cosas en la habitaci¨®n contigua y la m¨²sica no paraba de sonar y ahora dec¨ªa: ??Por qu¨¦ no han de saber que te amo, vida m¨ªa??. Sim¨®n se arrellan¨® en una butaca de tela adamascada, color nube de az¨²car, a la espera de noticias: ?Se vive solamente una vez?|?Hay que aprender a querer y a vivir?.
¡ª?Levanten las copas! ?Con todos ustedes, Rico! ¡ªanunci¨® el gal¨¢n con un acento extra?o.
Y entonces Rico sali¨® con una americana rar¨ªsima, estampada de fuegos artificiales de colores.
El Sastre se despidi¨® de Rico con dos besos y reserv¨® un tercero a¨²n para la frente de Sim¨®n. El gal¨¢n sonri¨® entonces y Sim¨®n vio en su hilera de dientes c¨®mo, a la luz de las velas del comedor, ante la mirada sin ojos de los maniqu¨ªs, brillaban dos palas centrales de oro. Un tesoro. Ese mismo d¨ªa, el Sastre les regal¨® una trompeta solo porque Rico la mir¨® distra¨ªdo. Realmente, pens¨® Sim¨®n, mi primo tiene poderes.
Cuando bajaron a la calle, Rico par¨® en las cabinas como hac¨ªa siempre y mir¨® si alguien hab¨ªa olvidado alguna moneda en la cajita del cambio.
¡ªLa gente piensa que para encontrar un tesoro necesitas un mapa, Sim¨®n. Pero no tienen en cuenta que el mundo est¨¢ lleno de tesoros si buscas donde nadie lo hace.
¡ªYa.
¡ªEsto me lo ense?¨® el Sastre, Sim¨®n. Mucha gente dice que el Sastre es un pirata. Bien, puede ser que los piratas no sean muy de fiar, pero ?sabes qu¨¦? Suelen tener mapas del tesoro o incluso son los encargados de custodiar uno.
¡ªEn su boca ¡ªdijo Sim¨®n, pensando en esa sonrisa dorada, formulando el primer chiste de su corta vida.
¡ª?Te has fijado? Esto no me lo ense?¨® ¨¦l, pero te lo ense?o yo a ti. Y gratis. Hay secretos y cosas especiales que son como dientes de oro: viven en lugares que parecen extra?amente ruinosos, brillan cuando es de noche y solo se descubren con una sonrisa.
¡ªYa. ¡ªSim¨®n no le entend¨ªa, pero, por si las moscas, asent¨ªa con una sonrisa blanca.
En la Noche de las Azoteas hab¨ªan volado alto pero, aun as¨ª, no fue dura la ca¨ªda. Planearon sobre las ¨²ltimas calles y entraron de nuevo en el Baraja intentando discernir si ten¨ªan m¨¢s hambre o m¨¢s sue?o.
Rico chasque¨® los dedos y Sim¨®n, obediente, volvi¨® a hacer lo que reclamaba ese gesto: se subi¨® a una caja de pl¨¢stico de Coca-Cola que guardaba al lado de la mesa y se encaram¨® al tapiz para colocar todas las bolas del billar americano dentro del tri¨¢ngulo. Entonces Rico hizo algo extra?o, que, precisamente por el mero hecho de serlo, por desbaratar con un clic la rutina infantil, le encant¨® a su primohermano: quit¨® la bola ocho del tri¨¢ngulo de marfil y en su lugar puso ah¨ª la blanca, para romper con la negra. Enfil¨® bola a bola, sin fallar ni una en menos de diez minutos y reserv¨® la blanca y la negra para el final.
¡ªHoy lo dejamos as¨ª ¡ªdijo, y se meti¨® una en cada bolsillo de la americana¡ª. Tenemos curro.
Rico hab¨ªa abandonado los estudios para trabajar algunas horas en el Baraja y en su tabla de compromisos figuraba marcar las tortillas de la siguiente jornada, as¨ª que llegara como llegara se arremangaba y picaba cebollas y pelaba patatas antes de acostarse. Le tranquilizaba hacerlo escuchando las noticias de la radio: mejoras ol¨ªmpicas, asedio de Sarajevo, novedades en el frente en Irak. A veces se le resist¨ªa el sue?o y entonces Rico pelaba m¨¢s tub¨¦rculos de la cuenta; la prueba de su desfase no la encontraba al d¨ªa siguiente en la magnitud de la resaca sino en las patatas que sobraban y que, ya sin piel, se iban ti?endo de negro a lo largo de la ma?ana en la tina de agua. ?sa, se dec¨ªa a veces algo solemne cuando despertaba y las ve¨ªa, era su alma.
As¨ª que pelaban patatas, picaban cebollas y bat¨ªan huevos, con esa elegancia semim¨¢gica del automatismo, pero al levantar la vista Sim¨®n pudo ver c¨®mo una l¨¢grima surcaba la mejilla de su primohermano y se abombaba en el precipicio de su nariz.
¡ª?Por qu¨¦ lloras? ¡ªle pregunt¨®.
¡ªPor nada. Es la cebolla.
Rico podr¨ªa haberle hablado de mol¨¦culas propanotiales y de ¨¢cido sulf¨²rico que atacaban su lagrimal. Y esto hubiese tenido todo el sentido del mundo si aquella noche no hubiese sido Sim¨®n el encargado de la cebolla.
Cumplido el trabajo, ya sentados en los taburetes de la barra, Rico cogi¨® una de esas peque?as servilletas altas en celulosa, de tacto apergaminado, y le dijo:
¡ª?Qu¨¦ pone aqu¨ª? Sim¨®n dice que lo leas.
¡ª?Gracias por su visita?.
¡ªPues ahora mira.
Entonces form¨® una especie de cono con la servilleta y, sosteni¨¦ndola con el ¨ªndice y el pulgar por el v¨¦rtice, le prendi¨® fuego por la base abierta.
¡ªSube, sube y nunca te apagues ¡ªsusurr¨® Rico, imprimi¨¦ndole un clima de hechizo a la escena, con el papel ardiendo¡ª. Si te apagas, que sea en otro lugar.
Pr¨¢cticamente consumida la servilleta, cuando la llama casi alcanzaba la mano de Rico, el papel, ya sin peso, vol¨® hacia el techo del bar, como una l¨¢grima de fuego precipitada hacia arriba: un ¨²ltimo fulgor y alguna pavesa distra¨ªda convertida en ceniza. Sim¨®n hab¨ªa presenciado mil trucos como ¨¦ste: solo los aburridos preguntan por el truco y solo los listos saben cu¨¢l es. Pero a¨²n hoy no encontraba explicaci¨®n. Era imposible que entendiera qu¨¦ quer¨ªa decirle Rico. Yo te lo digo ahora, Sim¨®n, aunque no sea necesariamente verdad: es mejor no consumirte poco a poco a la vista de los otros; si hay que desaparecer, mejor hacerlo con una reverencia. Regalando un ¨²ltimo brillo a quien m¨¢s quieres. O, incluso, ilumin¨¢ndolo.
Rico lo condujo a su habitaci¨®n y, a pesar del calor, lo arrop¨® con su capa Marlboro. Entonces, en un tono quedo, con un desapego impostado del que brotaban toneladas de confiden-cia cari?osa, le estuvo hablando durante diez minutos. Tan largos que incluso Sim¨®n, a¨²n no educado en la sospecha, recel¨®. Y lo que sospech¨® es que tanta ceremonia sonaba a despedida. Entonces su primo le dijo por ¨²ltima vez:
¡ªCuando todo esto acabe, vas a llorar.
¡ªPues yo no quiero llorar m¨¢s. Solo quiero dormir. Y que me dejes la luz encendida.
¡ªPero a veces es necesario llorar...
¡ªNo. ?Sabes lo que quiero?
¡ª?C¨®mo?
¡ªT¨² me lo has preguntado. Qu¨¦ quer¨ªa. ?Sabes lo que quiero?
¡ªDime.
¡ªNo quiero que no te quedes.
¡ªEsa frase no se entiende, croqueta. No puedes pedir que algo no pase. Pide algo para ti.
¡ªEso es para m¨ª: no quiero que no te quedes. Quiero que no te vayas.
¡ªPodr¨ªas callarte un rato... Esto no es f¨¢cil.
¡ªNi para m¨ª.
¡ªA ver, ?sabes que es de muy mala educaci¨®n decir la ¨²ltima palabra?
¡ªLo mismo digo.
'Sim¨®n'
Autor: Miqui Otero
Editorial: Blackie Books, 2020
Formato: 448 p¨¢ginas. 23 euros
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