La humanidad huele a sudor salado
A primera hora de la ma?ana en Pek¨ªn hay tal multitud que da la sensaci¨®n de que el mundo entero se concentra ah¨ª
Cuando por la avenida de la Paz Celestial de Pek¨ªn, que era ancha y larga como una autopista de aeropuerto, ve¨ªa avanzar una nube negra pegada al asfalto, record¨¦ que Ortega y Gasset hab¨ªa definido a China con dos palabras: la humanidad. En efecto, aquella nube negra era toda la humanidad que se abat¨ªa desde el horizonte convertida en un enjambre de cuerpos montados en bicicleta que al pasar en direcci¨®n a la avenida de la Eterna Armon¨ªa iba dejando atr¨¢s un rastro de sudor salado en el aire. El mismo Ortega hab¨ªa escrito que la rebeli¨®n de las masas consist¨ªa en la sensaci¨®n de lleno que se hab¨ªa apoderado del espacio. Esto era evidente en Pek¨ªn porque adondequiera que fueras ya hab¨ªa llegado un mill¨®n de chinos antes. Ese sudor salado que la humanidad liberaba era la emulsi¨®n que disolv¨ªa el pensamiento de Confucio y de Lao-Tse de hace 4.000 a?os con el capitalismo de Estado y el ansia de hacerse millonario. Al final siempre emerg¨ªa la silueta de un templo sobre la superficie de la gente.
En cambio, en el jard¨ªn de una pagoda de Shangh¨¢i donde se veneraba a un Buda de jade ol¨ªa a una espiritualidad de nuez moscada y all¨ª a la sombra de un sicomoro se hallaba sentado un monte ciego cuyas c¨®rneas eran blancas como huevos de paloma. No ten¨ªa edad. Mil a?os parec¨ªan hab¨¦rsele escapado ya por el cuello del h¨¢bito marr¨®n. Pens¨¦ que hab¨ªa encontrado una ocasi¨®n de oro para formularle la pregunta in¨²til que a todo el mundo inquieta. ¡°?Qu¨¦ debo hacer para ser feliz?¡±, le pregunt¨¦. El monje present¨ªa mi presencia, me tent¨® con la mano y, despu¨¦s de un largo silencio, dijo: ¡°No pienses nunca en las cosas que no hayas realizado. El ¨¦xito solo produce dispepsia. P¨¢smate ante el milagro de estar vivo. S¨¦ consciente de tu respiraci¨®n y olvida todo lo dem¨¢s¡±. Es lo mismo que le dijo el Buda Gautama a su disc¨ªpulo: ya tienes tarea para hoy, inspira, espira, inspira, espira. Desde entonces supe que respirar es un ejercicio sumamente dif¨ªcil, ya que es la forma de que arda la conciencia cada cinco segundos.
En el Aberdeen de Hong Kong asist¨ª a un funeral que se celebraba en la cubierta de una barcaza. Los deudos iban vestidos de blanco y arrojaban flores azules al agua putrefacta, mientras el principal oficiante, tocado con un gorro sacerdotal, mostraba a la familia un mu?eco en llamas que tal vez era el alma del finado que se estaba purificando y con ella trazaba misterios signos en el aire. En una cesta colgada de la toldilla ard¨ªan tambi¨¦n los enseres del difunto, retratos, ropa, lentes y sandalias. ?Qu¨¦ edad tendr¨ªa aquel muerto? Desde que aterric¨¦ en la isla de Hong Kong no vi a ninguna persona que tuviera m¨¢s de 40 a?os. Todos eran j¨®venes, ellos y ellas, vestidos de Gucci o de Valentino, todos con una bolsa de las tiendas de lujo en la mano. El metro echaba bocanadas de j¨®venes y adolescentes que llenaban los andenes camino del trabajo. Yo preguntaba d¨®nde pod¨ªa encontrar a un anciano. Nadie sab¨ªa contestarme. ?En Hong Kong, un anciano? Va a ser muy dif¨ªcil complacerle, se?or, me dec¨ªan. Solo podr¨¢ ver a alg¨²n viejo si va a la fortaleza de Khating, que est¨¢ en los Nuevos Territorios.
Kowloon City era el barrio m¨¢s infecto que uno pod¨ªa imaginar. Su mara?a de calles semejaba a un queso Gruy¨¨re fermentado. Nadie que no fuera asesino, explorador o misionero ser¨ªa capaz de penetrar en ese intestino ciego. En la entrada hab¨ªa altares de Buda en cuyas escalinatas los desesperados quemaban virutas de incienso y adquir¨ªan papelinas que llevaban inscritas frases de consuelo, augurios favorables, versos de leyenda. All¨ª un monje de t¨²nica azafranada contaba historias de lejanas princesas de la dinast¨ªa Ming. En medio de la pl¨¢tica le dije que no hab¨ªa visto un solo viejo en la isla de Hong Kong. ?D¨®nde est¨¢n? Nadie lo sabe, me respondi¨®. Ese es el secreto mejor guardado.
En cambio, en Pek¨ªn a las seis de la ma?ana daba la sensaci¨®n de que todos los viejos hab¨ªan sido desahuciados de sus casas. A esa hora una multitud de ancianos en el parque de la Colina del Carb¨®n practicaba el taijichuan con movimientos acompasados a una dulce canci¨®n que al parecer narraba las haza?as de un famoso guerrero muerto en combate. Una mujer vestida de blanco y con guantes negros dirig¨ªa de forma autoritaria aquella melodiosa, lenta y uniforme tabla de gimnasia para desentumecer los cart¨ªlagos de aquellos ancianos, a quienes parec¨ªa tener totalmente domados. Tambi¨¦n en el Parque de los Bamb¨²es al despuntar la aurora hab¨ªa una legi¨®n de jubilados ejecutando artes marciales con una espada de cart¨®n. Otros viejos se limitaban a pasear un p¨¢jaro enjaulado o a llevar un grillo en una jaula y con ¨¦l pasaban la ma?ana confi¨¢ndole secretos del alma. Hablar con un grillo y que este d¨¦ se?ales de que comprende tus problemas es el ¨²ltimo c¨ªrculo de la perfecci¨®n al final de la vida.
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