La muerte y sus variantes
La s¨¦ptima entrega de ¡®El mundo entonces¡¯, un manual de historia sobre la sociedad actual escrito en 2120, cuenta que las personas se mor¨ªan, qu¨¦ hac¨ªan esas culturas con la muerte y la gran peste que los atac¨® en 2020
Las vidas se hab¨ªan prolongado mucho, es cierto, pero eso no significaba que las personas no murieran. En esos tiempos, cada d¨ªa se mor¨ªan en el mundo alrededor de 180.000 individuos: es dif¨ªcil imaginar el drama ¨²nico como algo tan repetido, tan poco original. Pero esa cantidad significaba que cada a?o no llegaba a morirse una de cada cien personas; en 1970 eran dos de cada cien. En 2020 se mor¨ªan pero se mor¨ªan menos y m¨¢s tarde, y esa fue una de las causas principales por las que en ese medio siglo se duplic¨® la poblaci¨®n del mundo. La raz¨®n de sus muertes era otro canto a la desigualdad: en los pa¨ªses ricos nueve de cada diez personas se mor¨ªan por enfermedades relacionadas con la edad; en los pa¨ªses pobres, solo seis de cada diez mor¨ªan de viejos (ver cap.5).
La muerte, entonces, se escond¨ªa. Las palabras la escond¨ªan: las personas no se mor¨ªan sino que fallec¨ªan, expiraban, fenec¨ªan, entregaban sus almas; algunos incluso perec¨ªan; unos pocos, parece, sucumb¨ªan. Y todo el aparato mortuorio consist¨ªa en ofrecer formas impersonales, normalizadas de morirse. Las personas ya no se mor¨ªan en sus casas sino en moritorios, no se velaban en sus casas sino en tanatorios, viv¨ªan sus muertes como un tr¨¢mite institucional que deb¨ªa suceder en un lugar neutro, ajeno ¡ªdonde, en general, no estaban para morirse sino para ¡°curarse¡±. Se trataba de que no tuvieran que enfrentar el pasaje: el moribundo ya no se desped¨ªa de los suyos en una ceremonia ¨ªntima que asum¨ªa el final sino que era sedado para que se acabara sin notarlo. Nadie se enfrentaba con su muerte sino que la esquivaba todo lo que pod¨ªa, incluso cuando no le quedaba modo de esquivarla. La muerte era, en esos d¨ªas, el tab¨² m¨¢s profundo.
(Fue un momento extra?o. Dec¨ªa un escritor Flaubert, franc¨¦s del siglo XIX, que hab¨ªa habido en Roma, mucho antes, entre Cicer¨®n y Marco Aurelio, un momento ¨²nico en que ¡°los dioses ya no estaban, Cristo todav¨ªa no estaba, y solo estuvo el hombre¡±. Aquellas d¨¦cadas fueron algo semejante: el breve lapso en que todos se mor¨ªan todav¨ªa pero muchos ya no cre¨ªan que sus muertes los llevaran a otra vida; ese momento cruel en que la muerte fue real.)
Las grandes religiones monote¨ªstas, prometedoras de post-vidas m¨¢s o menos eternas (ver cap.24), siempre hab¨ªan enterrado a sus muertos. Sin embargo, en esos d¨ªas, la capacidad de sus cementerios estaba desbordada por el crecimiento demogr¨¢fico. Se construyeron grandes necr¨®polis de propiedad horizontal, donde los cuerpos no se depositaban en la tierra sino en nichos superpuestos a la manera de los edificios de departamentos: el sistema no parec¨ªa particularmente digno. Solo los m¨¢s pr¨®speros se enterraban en praderas pastosas que recordaban a las urbanizaciones o barrios cerrados de los suburbios ricos: las tumbas segu¨ªan siendo, como siempre, un reflejo de las habitaciones.
Y, al mismo tiempo, la movilidad de las familias hac¨ªa m¨¢s improbable la opci¨®n de cuidar durante generaciones las sepulturas ancestrales. As¨ª que, para muchos de ellos, la cremaci¨®n se volvi¨® una soluci¨®n. La ceremonia era m¨¢s simple: se echaba el cad¨¢ver a un incinerador y, minutos despu¨¦s, un operario entregaba unas cenizas a los deudos, que pod¨ªan guardarlas junto al televisor o dispersarlas en alg¨²n lugar m¨¢s o menos significativo. As¨ª, el muerto no necesitaba un lugar f¨ªsico mantenido a lo largo del tiempo, no se instalaba en ning¨²n sitio: la desmaterializaci¨®n de los cad¨¢veres estaba de acuerdo con tantas otras p¨¦rdidas de materia que definieron a la ¨¦poca.
Y la muerte, as¨ª, se resolv¨ªa m¨¢s r¨¢pido.
(Era, de alg¨²n modo, la venganza del fuego, su ¨²ltima revancha. Si su Era se estaba terminando ¡ªver Pr¨®logo¡ª, si desaparec¨ªa de esas vidas, todav¨ªa reaparec¨ªa en esas muertes.)
Al mismo tiempo empezaban a aparecer ciertas grietas en la muerte institucionalizada: la eu-tanasia, una palabra antigua que significaba ¡°buena muerte¡± era aceptada en unos pocos pa¨ªses. Consist¨ªa en que, cuando una persona sent¨ªa que su enfermedad no le permit¨ªa tener la vida que quer¨ªa, cuando prefer¨ªa tener ninguna a tener esa, pod¨ªa dejarla en las mejores condiciones posibles. Durante siglos la eutanasia hab¨ªa sido condenada por la obediencia religiosa que supon¨ªa que solo el dios vigente ten¨ªa derecho a decidir cu¨¢ndo se morir¨ªa cada quien; despu¨¦s, fue condenada por la soberbia de la ciencia m¨¦dica, que compet¨ªa para ver cu¨¢nto pod¨ªan mantener m¨®dicamente vivos cuerpos que ya no ten¨ªan ninguna vida verdadera. Y tanto las iglesias como cierta ciencia se opusieron cuando Holanda, B¨¦lgica, Luxemburgo, Canad¨¢, Colombia, Espa?a y Nueva Zelanda la permitieron; en el resto del mundo segu¨ªa siendo tab¨², y se equiparaba con el suicidio.
Mientras tanto ciertos datos ¡ªsiempre confusos¡ª parecen significar que nunca se hab¨ªa suicidado tanta gente como en esos a?os. Groenlandia, la gran isla entonces helada, se hab¨ªa convertido en la capital mundial del suicidio: en ella, fr¨ªa, oscura, casi despoblada, 60 de cada 100.000 personas se mataban cada a?o. Era un caso extraordinario, pero en Rusia, Lituania, Corea, China, Jap¨®n, Sri Lanka, Hungr¨ªa, Ucrania, Uruguay, los suicidas eran m¨¢s de 20 cada 100.000. La violencia propia mataba mucho m¨¢s que la violencia ajena.
Ese aumento de la cantidad de suicidios es, pese a todo, discutible: sabemos que, durante muchos siglos, el suicidio no qued¨® registrado porque se disimul¨®, se hizo pasar por otras muertes. Era l¨®gico: la mayor¨ªa de las religiones lo condenaba por razones de supervivencia: si su dogma aseguraba que la vida despu¨¦s de la muerte era mucho mejor que la vida antes, ?c¨®mo conseguir que los fieles no se fueran en masa a esa vida mejor ¡ªy dejaran a la iglesia de marras sin clientes? La ¨²nica forma fue asegurarles que los suicidas no acceder¨ªan a esa vida posterior tan bien publicitada. As¨ª consiguieron evitar cataratas de suicidios ¡ªy conseguir que los que exist¨ªan se disimularan para esquivar el escarnio correspondiente. En la Tercera D¨¦cada la influencia de esas religiones sobre los estados ¡ªya muy disminuida¡ª hizo que los registros se sinceraran y los suicidios se registraran como tales. Tambi¨¦n es probable que, relajado el tab¨² religioso, se suicidara m¨¢s gente que antes.
As¨ª que no hay datos suficientes, pero es l¨ªcito pensar que fue el ¨²nico per¨ªodo hist¨®rico en que las personas se mataron m¨¢s a s¨ª mismas que a otras personas. Y en todas partes los hombres se mataban mucho m¨¢s que las mujeres: en Europa y Am¨¦rica, cuatro veces m¨¢s.
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Otras maneras de suicidio, m¨¢s prolongadas, menos espectaculares, segu¨ªan funcionando. Durante todo el siglo XX la humanidad hab¨ªa consumido con entusiasmo y sin reparos una droga que mataba a varios millones de personas por a?o. Fue, quiz¨¢s, un caso ¨²nico: otras sustancias nocivas consumidas a lo largo de los siglos ofrec¨ªan estados de conciencia alterados deseables ¡ªel alcohol, los psicotr¨®picos¡ª o la atracci¨®n de un riesgo apetecible, pero el tabaco no modificaba la percepci¨®n ni parec¨ªa peligroso: era m¨¢s que nada un objeto aspiracional, una fuente de status y glamour que campe¨® en las sociedades ricas durante muchos a?os. Al principio lo fumaban sobre todo los hombres; despu¨¦s, poco a poco, las mujeres fueron ¡°conquistando la libertad¡± de hacerlo. Ni unos ni otros, por supuesto, cre¨ªan que los cigarrillos les hicieran ning¨²n da?o. ¡°Alguna vez los historiadores se preguntar¨¢n por qu¨¦, en esos a?os, millones de personas se envenenaron constante y concienzudamente, sin descanso y sin miedo, sin defensas¡±, escribi¨® alguien en 1990.
En sus mejores momentos el tabaco era consumido por una buena mitad de la poblaci¨®n adulta de los pa¨ªses m¨¢s ricos. Reci¨¦n a fines del siglo XX sus gobiernos consiguieron deso¨ªr los cantos de sirena ¡ªy los dineros¡ª de las grandes empresas tabacaleras, admitieron sus perjuicios f¨ªsicos y, preocupados por la saturaci¨®n que sus v¨ªctimas produc¨ªan en sus sistemas de salud, lanzaron campa?as de concientizaci¨®n y, al fin, prohibieron su consumo en la mayor¨ªa de los lugares p¨²blicos. Parec¨ªa in¨²til, una de esas prohibiciones que solo aumentan el uso de lo que prohiben; fue curioso comprobar que, al cabo de 20 o 30 a?os, su consumo en esos pa¨ªses hab¨ªa disminuido a un tercio. Era casi un problema moral: la represi¨®n, una pr¨¢ctica tan justamente criticada y desde?ada, hab¨ªa logrado un fin loable.
Aunque tambi¨¦n hab¨ªa sido decisiva la operaci¨®n de imagen: de pronto los fumadores dejaron de ser los hombres y mujeres a imitar, los fuertes, los elegantes, los valientes, y pasaron a ser los d¨¦biles cobardes que no sab¨ªan resistirse a un vicio tonto. Tanto que, por ejemplo, en esos tiempos en que se supon¨ªa que las personas no pod¨ªan resistir ni siquiera la visi¨®n de aquello que podr¨ªa ofenderlas, algunas series de televisi¨®n advert¨ªan a sus espectadores que conten¨ªan ¡°im¨¢genes de tabaco¡±. Pero, una vez m¨¢s, el sistema funcion¨® en los pa¨ªses m¨¢s ricos, y a nivel global la cifra de fumadores se mantuvo: en 2020 los habitantes de los pa¨ªses m¨¢s pobres ¡ªy sobre todo China¡ª ya hab¨ªan tomado el relevo, y siguieron envenen¨¢ndose con nicotina y humo.
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Mientras tanto, las drogas que entonces eran ilegales segu¨ªan siendo un foco de atenci¨®n. En esos a?os hab¨ªa habido un reemplazo importante: las drogas cl¨¢sicas de origen natural ¡ªmarihuana, coca¨ªna, hero¨ªna¡ª estaban dejando lugar a las puramente qu¨ªmicas, como la metanfetamina y todas sus variantes. Las ¡°drogas de dise?o¡± eran m¨¢s f¨¢ciles y baratas de producir ¡ªno se necesitaban plantaciones, campesinos, funcionarios corruptos, escuadrones armados, contrabandistas¡ª y sus efectos estaban mejor adaptados a la demanda de esos tiempos.
Se calculaba ¡ª?pero c¨®mo saberlo a ciencia cierta?¡ª que el negocio global de las drogas ilegales mov¨ªa unos 600.000 millones de euros al a?o, diez veces menos que las drogas legales, muy poco menos que las armas legales (ver cap.22). Eso habr¨ªa sido, si acaso, el uno por ciento del comercio mundial, y tambi¨¦n sol¨ªa calcularse que los consumidores de drogas ilegales no pasaban del uno por ciento de la poblaci¨®n. Con incidencias tan bajas, era curiosa la repercusi¨®n que aquellas drogas ten¨ªan en aquel mundo.
(Hay algo all¨ª que resiste a la comprensi¨®n del historiador: la cantidad de materiales ¡ªpel¨ªculas, textos, m¨²sicas, soportes varios¡ª que todav¨ªa encontramos, relacionados con la fabricaci¨®n, venta y consumo de esas drogas. Parece como si hubieran ocupado en el relato global de esos d¨ªas un espacio radicalmente desproporcionado en relaci¨®n a su circulaci¨®n real, a su presencia material. Desde la incomprensi¨®n de unos tiempos que no lo practican, todav¨ªa esperamos que alguien lo explique y desentra?e.)
M¨¢s all¨¢ de su peso cultural y de la tonter¨ªa de tantos j¨®venes que se mor¨ªan de sobredosis, es cierto que su circulaci¨®n produc¨ªa mucha violencia en los pa¨ªses donde las consum¨ªan ¡ªy m¨¢s a¨²n en los pa¨ªses que las produc¨ªan y vend¨ªan (ver cap.23). Los empresarios que las controlaban necesitaban, para preservar ese control, mantener peque?os ej¨¦rcitos que se enfrentaban entre s¨ª para defender sus privilegios comerciales. M¨¢s all¨¢ de sus funciones espec¨ªficas, aquellos hombres usaban su fuerza para emprender actividades paralelas y su dinero f¨¢cil para corromper a todo el que lo mereciera, convirtiendo sus lugares en zonas de confusi¨®n y de violencia. Es lo que sucedi¨®, en esos a?os, en pa¨ªses como Colombia, M¨¦xico, Honduras, Guatemala, Afganist¨¢n, Pakist¨¢n, Nigeria, Kenia, Myanmar. La cantidad de dinero que manejaban esos empresarios era tan desproporcionada que muy pocos funcionarios ¡ªo periodistas o polic¨ªas o pol¨ªticos¡ª se permit¨ªan rechazarlos: su dinero negro narco les daba un poder extraordinario.
Frente a eso, un movimiento incipiente por la ¡°legalizaci¨®n de las drogas¡± sol¨ªa invocar el ejemplo de la ¡°Ley Seca¡± de principios del siglo XX, cuando los Estados Unidos prohibieron la circulaci¨®n de bebidas alcoh¨®licas y prohijaron el auge de una serie de organizaciones criminales ¡ª¡±la mafia¡±¡ª dedicadas a fabricarlas y venderlas. Sin prohibici¨®n se acabar¨ªa la violencia ligada a este tr¨¢fico, dec¨ªan, y propon¨ªan que se legalizara b¨¢sicamente la marihuana, que era, entonces, la droga que menos violencia produc¨ªa ¡ªpero no se atrev¨ªan a incluir en sus planteos a las otras. Algunos pa¨ªses incluso lo pusieron en marcha, y dieron un ejemplo perfecto de c¨®mo una soluci¨®n a medias nunca soluciona nada.
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En ese extra?o 2020 algo que nadie hab¨ªa imaginado produjo una conmoci¨®n mundial. Aquel a?o la enfermedad ¡ªla muerte¡ª se transform¨® en el foco, el gran eje del mundo. La salud hab¨ªa progresado (ver cap.5) de forma extraordinaria en los 50 a?os previos ¡ªsi entendemos la salud como la capacidad de las personas para mantenerse vivas y activas. ¡°?Qu¨¦ es la sal¨² sino la conjetura/ de que quiz¨¢ vivamos otro poco?¡±, dec¨ªa una cantante de esos tiempos. Pero aquel a?o todo ese avance pareci¨®, de pronto, provisorio, fr¨¢gil.
En esos d¨ªas muchos deploraban la banalidad: hac¨ªa d¨¦cadas que en el mundo no pasaba nada importante, ninguno de esos hechos que la Historia con may¨²sculas recordar¨ªa. Ni las grandes guerras ¡°mundiales¡± ni el mayor holocausto ni la llegada del hombre a la Luna ni un magnicidio realmente magno: esos ¨²ltimos a?os hab¨ªan estado llenos de cositas significativas ¡ªquiz¨¢s incluso m¨¢s que aquellas: la irrupci¨®n de la virtualidad hab¨ªa cambiado las vidas mucho m¨¢s que un viaje de tres enmascarados al espacio¡ª pero no rimbombantes. Hasta que lleg¨® ese gran corte que la historia ¡ªcre¨ªan¡ª s¨ª recordar¨ªa y apareci¨®, precisamente, como un freno en esa evoluci¨®n de la salud: la mayor peste en mucho tiempo, el m¨¢s global de los eventos. Y result¨® que no lo hab¨ªan hecho los hombres sino los murci¨¦lagos: fue muy decepcionante, casi una humillaci¨®n.
Lo llamaron ¡°lapandemia¡±. Lapandemia consisti¨® en la difusi¨®n mundial de un virus ¡ªcoronavirus SARS-CoV-2, originado en un pueblo del interior de la China¡ª, que en pocos meses lleg¨® a todo el planeta. Pasaba algo de lo que nadie pod¨ªa escapar. Ten¨ªa sus diferencias seg¨²n las sociedades, los pa¨ªses, pero fue el primer hecho realmente global de la historia humana: miles de millones pensando en lo mismo, ocup¨¢ndose de lo mismo, definiendo sus vidas por la misma amenaza. El mundo se medicaliz¨®: todo lo que suced¨ªa estaba relacionado con la enfermedad y los intentos de evitarla. Las vidas, las noticias, los esfuerzos, las esperanzas eran un gran relato sanitario.
En la mayor¨ªa de los pa¨ªses la primera reacci¨®n consisti¨® en confinar ¡ªa la manera medieval¡ª a todos los ciudadanos en sus casas. Ese confinamiento dur¨®, seg¨²n los estados, entre dos y diez meses, y produjo unos nervios y una calma que el mundo no hab¨ªa visto en milenios: se prohibi¨® la circulaci¨®n salvo cuando era indispensable, se suspendi¨® la mayor¨ªa de los trabajos, cerraron las escuelas y comercios y bares y espect¨¢culos y todo lo dem¨¢s, dejaron de circular trenes y aviones. El mundo superpoblado se volvi¨®, de pronto, inm¨®vil y vac¨ªo.
La muerte, entonces, se convirti¨® en el ¨²nico tema: fue el eje que estructuraba todo. Miles de millones de personas hac¨ªan lo que hac¨ªan por el miedo a morirse. En esos d¨ªas, gracias a ese miedo, miles de millones aceptaron imposiciones que nunca habr¨ªan aceptado de otro modo: resignaron la mayor parte de sus libertades a cambio de la supuesta protecci¨®n contra el enemigo invisible. Las polic¨ªas patrullaban las calles para garantizar que nadie m¨¢s saliera y tantos ciudadanos los ayudaban denunciando a quienes lo intentaban. La tentaci¨®n autoritaria se encontr¨® con una causa que la justificaba y esas personas pudieron ejercer su despotismo de opereta en nombre del bien com¨²n. Los organismos de control de los estados tuvieron, durante esos meses, tanto m¨¢s poder que en cualquier otra ¨¦poca moderna; unas pocas voces se alzaron para alertar sobre el peligro de que los ciudadanos no pudieran recuperar sus libertades cuando pasara la amenaza; no imaginaban, por supuesto, lo que suceder¨ªa.
La fase aguda de lapandemia dur¨® m¨¢s de dos a?os. Muchas personas perdieron sus trabajos, muchas los cambiaron, casi todas perdieron a alguien m¨¢s o menos cercano. Durante meses, todas miraron a las dem¨¢s como enemigos en potencia, una amenaza: el hombre se hab¨ªa vuelto un ¡ªportador de¡ª virus para el hombre. Todas dejaron de tocarse y no sab¨ªan c¨®mo saludarse: no era importante, salvo c¨®mo un signo de la profundidad con que las viejas costumbres hab¨ªan sido sacudidas por el sismo corona. La certeza de no tener certezas fue, quiz¨¢ ¡ªrelataron numerosos testigos¡ª, lo peor de ese lapso. O, si acaso, lo m¨¢s interesante.
Sus efectos directos fueron m¨¢s o menos mensurables: aunque las cifras difieren mucho ¡ªporque muchos pa¨ªses no estaban en condiciones de registrar los resultados¡ª la cifra m¨¢s aceptada rondaba los seis millones y medio de muertos; solo en los tres pa¨ªses m¨¢s afectados, Estados Unidos, India y Brasil, murieron m¨¢s de dos millones. Sin embargo, c¨¢lculos de la Organizaci¨®n Mundial de la Salud cifraban la cantidad total en m¨¢s de 15 millones. Esa diferencia abismal era otra muestra del desconcierto dominante.
La peste tambi¨¦n sumi¨® a m¨¢s de 150 millones en la pobreza, redujo las econom¨ªas a sus peores niveles en d¨¦cadas y, en medio de tanta ca¨ªda, confirm¨® una tendencia: los diez hombres m¨¢s ricos de aquel mundo ¡ªnueve norteamericanos y un franc¨¦s¡ª duplicaron su patrimonio, que pas¨® de 700 a 1.500 millones de euros.
Los efectos mediatos siguieron reverberando a trav¨¦s de las d¨¦cadas. Entre los m¨¢s significativos, con ser muchos y variados, podr¨ªamos resaltar los siguientes:
? La amenaza puso de manifiesto que, en situaciones extremas, los estados eran indispensables ¡ªy la famosa ¡°libertad de los mercados¡± no alcanzaba. Fueron los estados los que decidieron las medidas, los estados los que garantizaron que se cumplieran, los estados los que se hicieron cargo de los enfermos, los estados los que subsidiaron la b¨²squeda de vacunas, los estados los que subvencionaron a los trabajadores sin trabajo y a las empresas sin negocio, los estados los que inyectaron sumas inusitadas para revivir la econom¨ªa ca¨ªda. Tras 40 a?os en que las pol¨ªticas de ¡°la derecha¡± hab¨ªan consistido en declamar la inutilidad de los estados, ese mismo sector los us¨® para salvar su mundo del desastre completo. Se abr¨ªa, sabemos, una etapa distinta.
? Como en toda cat¨¢strofe, la farmacolog¨ªa y las terapias crecieron en tropel. Si la Gran Guerra de principios del siglo XX sirvi¨® para mejorar tanto las t¨¦cnicas quir¨²rgicas, y su repetici¨®n en 1939 sancion¨® la irrupci¨®n de la penicilina, lapandemia aceler¨® la elaboraci¨®n de vacunas basadas en el ARN ¡ª¨¢cido ribonucleico mensajero¡ª cuya difusi¨®n podr¨ªa haber tardado, sin esa urgencia, d¨¦cadas. Entre esas vacunas y las m¨¢s tradicionales ¡ªpero que tambi¨¦n se completaron en tiempo r¨¦cord¡ª, los m¨¦dicos y bi¨®logos consiguieron que aquella peste produjera infinitamente menos muertes que su antecedente m¨¢s directo, la Gripe de 1918, que hab¨ªa matado a m¨¢s de 50 millones en un mundo con cuatro veces menos habitantes.
Y sin embargo en varios de los pa¨ªses m¨¢s ricos hasta un tercio de la poblaci¨®n se neg¨® a vacunarse. En algunos, los gobiernos decidieron medidas para obligarlos; en otros, no. Fue, en todos, un s¨ªntoma brutal de la fuerza que hab¨ªa alcanzado la desconfianza de las instituciones y los l¨ªderes, que tendr¨ªa tama?as consecuencias.
? Pero esas mismas vacunas, que protegieron con eficacia a una parte importante de la humanidad, cumplieron otra de las funciones m¨¢s brutales de lapandemia: desnudar estructuras, relaciones, tendencias que la ¡°normalidad¡± anterior hab¨ªa sabido mantener veladas. Esas vacunas, como es l¨®gico, fueron producidas en los pa¨ªses m¨¢s poderosos: Estados Unidos, Inglaterra, Alemania, Rusia, China ¡ªdonde la investigaci¨®n cient¨ªfica y los medios t¨¦cnicos lo permit¨ªan. All¨ª, las desarrollaron en general laboratorios privados que, aprovechando la investigaci¨®n p¨²blica y los subsidios estatales, ganaron fortunas vendi¨¦ndoles esas drogas a esos mismos estados (ver cap.5). As¨ª, esos pa¨ªses y los otros ricos acapararon suficientes dosis como para inmunizar varias veces a su poblaci¨®n. Alrededor de un tercio de la humanidad fue r¨¢pidamente vacunada; los otros dos tercios ¡ª?frica, Asia, Am¨¦rica Latina¡ª lo fueron tarde y poco.
Era una caricatura de las desigualdades habituales: unos cuantos pa¨ªses concentraban toda la riqueza ¡ªen este caso, sanitaria¡ª del mundo, mientras el resto sufr¨ªa y los envidiaba. Pero esta vez los efectos no se limitaron a los sermones remanidos de los pocos que sol¨ªan lanzarlos: lapandemia demostr¨® que no se pod¨ªan salvar s¨®lo unos cuantos; que no proteger a todos era, a fin de cuentas, no proteger a nadie. No se trataba de pruritos morales: en los pa¨ªses pobres, poco vacunados, siguieron apareciendo nuevas mutaciones del virus que encontraron su camino hacia los pa¨ªses ricos y all¨ª, esquivando vacunas que no estaban preparadas para esas cepas nuevas, prolongaron el contagio y la zozobra. Pocas situaciones, a lo largo de la historia, hab¨ªan mostrado con m¨¢s fuerza la necesidad de la solidaridad social, tan declamada como poco practicada. Tampoco lo fue entonces: una cantidad de pa¨ªses pobres pidieron la liberaci¨®n de las patentes de las vacunas pero el sistema global se opuso y lo impidi¨®. Prefirieron correr el riesgo de los nuevos rebrotes antes que renunciar al dogma ¡ªla propiedad privada¡ª y abrir la puerta a quien sabe qu¨¦ dudas.
? Otro efecto inesperado fue el enorme salto hacia adelante de la civilizaci¨®n digital. Por supuesto, ya antes de lapandemia las comunicaciones digitales estaban en auge. Pero fueron los confinamientos sanitarios los que obligaron a las empresas m¨¢s poderosas y a las familias y agrupaciones varias a tratar de reemplazar cualquier reuni¨®n presencial por las llamadas con o sin imagen y los ¡ªs¨²bitamente¡ª famosos encuentros virtuales, que se volvieron perfectamente omnipresentes para trabajar, conversar, ¡°conectarse¡± (ver cap.17).
Sabemos que, cuando la situaci¨®n se normaliz¨®, muchas empresas ¡ªe incluso muchas familias¡ª decidieron mantener esas formas digitales. Las grandes oficinas empezaron a desaparecer: una de las marcas del siglo XX ¡ªaquellos mastodontes de vidrio y acero que concentraban a miles de empleados en un lugar com¨²n¡ª perd¨ªa su hegemon¨ªa (ver cap.15). Y m¨¢s all¨¢: la virtualidad se hizo cada vez m¨¢s habitual hasta que terminar¨ªa, como sabemos, invadiendo todos los ¨¢mbitos de nuestras vidas. Solo que entonces, claro, lo que empezaba era esa etapa de transici¨®n en que el mundo fue plano, antes de recuperar, si no la materia, s¨ª la tercera dimensi¨®n.
? En el MundoRico, lapandemia desnud¨® la soledad en que viv¨ªa mucha gente (ver cap.2). Privados de asistir a sus trabajos, a sus contados escenarios sociales, m¨¢s y m¨¢s personas pasaron meses sin contacto con otros seres vivos. Una prueba menor es que, en Estados Unidos, uno de cada cinco ¡°hogares¡± ¡ª23 millones¡ª se compr¨® en ese lapso un animal de compa?¨ªa, perro o gato.
? Por ¨²ltimo ¡ªaunque esta lista sea incompleta y casi caprichosa¡ª lapandemia produjo la sensaci¨®n, tan justificada, de la fragilidad de todo lo que hasta entonces parec¨ªa tan s¨®lido. Si una peque?a mutaci¨®n de un virus chino causaba esos efectos, era evidente que la civilizaci¨®n humana estaba construida sobre pilotes temblorosos. Algunos lo plantearon como una revancha de la naturaleza, que se vengaba de los malos tratos humanos o, menos animistas, como un ejemplo de lo que pod¨ªa pasar cuando los hombres modificaban sin tasa el medio ambiente.
Y al mismo tiempo se instal¨® una forma del miedo que hasta entonces hab¨ªa existido m¨¢s que nada en ficciones baratas: los ataques biol¨®gicos destinados a producir una infecci¨®n global parecieron de pronto muy factibles. El mundo empez¨® a temer esta variante posible del terrorismo: si alcanzaba con modificar un virus y ponerlo en circulaci¨®n para producir semejantes perturbaciones, sonaba perfectamente l¨®gico que ciertos grupos ¡ªdelincuentes que exig¨ªan un rescate, descontentos que buscaban cambios¡ª lo intentaran. Entonces no era m¨¢s que una idea; sabemos demasiado bien c¨®mo sigui¨®.
* * *
Mientras tanto, en medio de la mayor ola de muertes civiles que el mundo hab¨ªa conocido en d¨¦cadas, otra idea segu¨ªa abri¨¦ndose camino: cada vez m¨¢s cient¨ªficos y emprendedores pensaban que la muerte no era la conclusi¨®n inevitable de la vida sino un error que se podr¨ªa solucionar.
Hasta entonces todas las formas de lidiar con la muerte hab¨ªan sido virtuales: la principal era la promesa de esas religiones que aseguraban que, si el creyente obedec¨ªa sus reglas, una vida mejor lo esperaba tras el tr¨¢nsito inc¨®modo. Pero precisamente en esos d¨ªas, mientras la vida se volv¨ªa cada vez m¨¢s virtual, empezaban a aparecer formas materiales de pelear contra la muerte.
El foco de estos primeros intentos estaba en California, el m¨¢s rico de los estados de los Estados Unidos. All¨ª, varios empresarios m¨¢s o menos j¨®venes que se hab¨ªan enriquecido desmesuradamente con negocios y productos digitales viv¨ªan vidas demasiado agradables como para soportar la idea de que se acabar¨ªan ¡ªy decidieron invertir en evitarlo. Su esperanza era que la noci¨®n de esperanza de vida perdiera sentido: que la vida fuera m¨¢s all¨¢ de sus limitadas esperanzas. Ellos fueron los sponsors principales de las investigaciones que se lanzaron en esos a?os y que, con el tiempo, se fueron alineando en dos v¨ªas diferenciadas.
Estaban, por un lado, los que se aferraban a la materialidad tradicional y buscaban recursos para prolongar el uso de los cuerpos. Su estrategia se basaba en todo tipo de terapias celulares, remedios personalizados, mecanismos para detener el envejecimiento y, en ¨²ltima instancia, la fabricaci¨®n de ¨®rganos y miembros para reemplazar a los que empezaran a fallar. Ten¨ªan un problema: sus proyectos no anulaban la muerte, solo la postergaban ¡ªaunque los m¨¢s ambiciosos ya cre¨ªan que un plan consecuente de terapias y reemplazos pod¨ªa mantener un cuerpo en funcionamiento durante siglos.
Por otro lado, los m¨¢s audaces se adaptaban mejor a la ¨¦poca: trabajaban las opciones virtuales. Fue precisamente en esos a?os cuando se empezaron a dise?ar modos de ¡°escanear¡± los cerebros humanos para poder transferir toda su informaci¨®n ¡ªsu persona¡ª a m¨¢quinas corp¨®reas ¡ªlos famosos robots, que entonces conservaban formas mucho m¨¢s humanoides¡ª donde podr¨ªan subsistir indefinidamente. Es cierto que, cien a?os despu¨¦s, aquellos primeros intentos ¡ªcomo los rese?ados en una cr¨®nica de la ¨¦poca, Sinf¨ªn¡ª parecen ingenuos y entra?ables y ligeramente desviados, pero tambi¨¦n lo es que sin ellos nunca habr¨ªamos llegado adonde estamos.
Pr¨®xima entrega: 8. Comer y no comer
El mundo pod¨ªa alimentar a todos sus habitantes pero el hambre avanzaba. C¨®mo com¨ªan, c¨®mo no com¨ªan. La fuerza de la carne.
El mundo entonces
Una historia del presente
MART?N CAPARR?S
'El mundo entonces' es un manual de historia que nos cuenta c¨®mo era este planeta, sus sociedades, sus personas, en 2022. 'El mundo entonces' ser¨¢ escrito en 2120 por la c¨¦lebre historiadora Agadi Bedu y llega a nosotros gracias a la gentileza de Mart¨ªn Caparr¨®s.