¡®En la muerte de Francisco Rico¡¯, por Eduardo Mendoza

Nada m¨¢s triste que escribir el epitafio de un amigo. Hace muchos a?os que lo ¨¦ramos y durante varias d¨¦cadas nos hemos ido viendo con una frecuencia que solo empez¨® a menguar cuando la edad decidi¨® que el principal obst¨¢culo para hacer algo fu¨¦ramos nosotros mismos. Nuestros encuentros ten¨ªan poco de acad¨¦mico: comer, beber, comentar la actualidad, criticar al pr¨®jimo y contar chistes. Cuando a rega?adientes y con la m¨¢xima displicencia ten¨ªa que dejar su refugio de Sant Cugat y bajar a Barcelona, si no com¨ªamos juntos, ven¨ªa luego a casa a echarse una siesta.

A veces habl¨¢bamos de libros, claro est¨¢, y ah¨ª era yo quien sal¨ªa ganando: con el profesor Rico siempre se aprend¨ªa algo. Lo que quiero decir es que apreciaba sobre todo su afecto y su sentido del humor. Las ¨²ltimas veces que nos vimos estaba en baja forma. Pero como hablaba de sus achaques con el tono brusco y un punto impertinente con que siempre se enfrent¨® a las contrariedades y, en general, a quien le llevaba la contraria, no me lo tom¨¦ demasiado en serio.

Tambi¨¦n esta vez ¨¦l llevaba la raz¨®n. Quienes no tuvieron la suerte de tenerle como amigo lo recordar¨¢n como lo que fue: un gran investigador, un autor de libros importantes y un extraordinario maestro. Dedic¨® su vida a la literatura espa?ola del Siglo de Oro y consigui¨® encarnar sus prototipos: fue un hidalgo, un p¨ªcaro y un poeta.