Las flores en el arte: no dar nunca una rosa por hecha
Han llenado parte de nuestras vidas a trav¨¦s de cuadros, jardines o aromas. Pero son tambi¨¦n una pirueta placentera y precisa. Una exposici¨®n en el Museo del Traje en Madrid recorre la presencia de las flores en la pintura o la moda
En Finlandia, antes de que el pa¨ªs entrara en la Uni¨®n Europea, las flores eran muy caras, igual que las frutas y las verduras, a excepci¨®n de las patatas y muchos tipos diferentes de bayas, algunas tan especiales como la delicatessen del hielo, la lakka o mora ¨¢rtica, emparentada con los rosales. Y, sin embargo, las flores eran un regalo tan usual que se vend¨ªa incluso a deshoras en la estaci¨®n central una tarde de domingo, cuando los comercios 24/7 no hab¨ªan llegado a Helsinki. Recuerdo haber comprado, cuando mis finanzas de estudiante lo permit¨ªan, ramos peque?os y camuflados. Al cabo de los meses me segu¨ªa asombrando esa especie de cucurucho que envolv¨ªa las flores por completo para proteger a las fr¨¢giles criaturas de la nieve y, frente a la imagen del objeto blindado como una pulsera de Tiffany, regresaba a mi memoria una frase audaz del profesor y cr¨ªtico de arte ?ngel Gonz¨¢lez: ¡°Las flores son las joyas de los pobres¡±.
Dicho de otro modo, las flores son, en algunos lugares al menos, lo que damos por hecho; lo que acompa?a a nuestros muertos en la despedida hasta el momento del adi¨®s radical, tras la cortina: antes de entrar se quitan para que no estorben y se acumulan en unas estructuras, afuera. Las flores ¡ªlas plantas¡ª en su extrema caducidad, en su rapidez para marchitarse, nos recuerdan la de la vida, reflexi¨®n del poeta, uno de los caminantes en el texto de Freud La transitoriedad ¡ªo Lo perecedero¡ª del a?o 1915/16, escrito relacionado con su cl¨¢sico Duelo y melancol¨ªa de ese momento.
Las flores y las plantas arom¨¢ticas acompa?aron a la Ofelia de Shakespeare, cada una con su funci¨®n espec¨ªfica en el quebradizo entramado de la memoria: ¡°Traigo romero para los recuerdos. [...] Tambi¨¦n traigo pensamientos para lo que piensas¡±. Fueron libro de bot¨¢nica en la versi¨®n prerrafaelita de John Everett Millais a mediados del XIX, en la cual el pintor obliga a convivir en su lienzo a flores y plantas que crecen en momentos diferentes del a?o. Las flores son, de hecho, s¨ªntoma de la llegada palpable de las estaciones, aquellas anunciadas por aromas y brisas inesperadas ¡ªpienso en el olor a primavera en enero a partir del aroma de los jacintos¡ª, que describe la belga Marie Gevers en el delicado libro El placer de los meteoros, de 1938. Otra escritora-jardinera excepcional, Pia Pera, enumera las especies de flores en El jard¨ªn que quer¨ªa, ambos libros de Errata Naturae y aparecidos en 2024.
Son los extra?os episodios que desde la naturaleza llegan hasta nuestra ventana por sorpresa y a destiempo, como lo cuenta Javier Montes en La radio puesta (Anagrama, 2024), otra lectura deliciosa. Un d¨ªa lluvioso el ruise?or se posa despistado en el alfeizar de su casa soriana y se pone a cantar. Canta tan memorablemente que parece formar parte de la melod¨ªa que est¨¢ sonando en la radio, hasta que la locutora desvela el misterio: ¡°Les hemos ofrecido La canci¨®n del ruise?or de Stravinski.¡±
Pese al papel esencial en nuestras vidas, las flores pintadas han solido considerarse pintura de segunda clase ¡ªo m¨¢s bien pintura de mujeres, que viene a ser lo mismo¡ª. No obstante, existen notables y reputados pintores de flores. Es el caso de Juan de Arellano, muy apreciado en el XVII espa?ol. Sus impecables jarrones cuajados de flores, de origen flamenco (peon¨ªas, jacintos, tulipanes¡) o nacional (claveles, rosas, lirios¡), vuelven a mezclar especies que nacen en diferentes momentos del a?o, ya que pese al realismo en la pintura, no era sencillo copiar del natural: las flores no estaban al alcance de cualquiera.
Se recuerda la comentada Crisis de los Tulipanes del XVII neerland¨¦s, una de las primeras crisis especulativas globales. Aunque los estudios recientes demuestran que es exagerado decir que se llegaba a pagar por un bulbo raro el valor de una casa, est¨¢ probado que algunos de los m¨¢s poderosos coleccionistas de arte incluyeron entre sus tesoros bulbos excepcionales.
Al final, las flores no han llenado solo parte de nuestras vidas a trav¨¦s de cuadros, jardines o aromas. Han habitado ¡ªy habitan¡ª nuestra ropa, transform¨¢ndose durante el recorrido de los siglos en una pirueta, placentera y precisa, que desvela esas complejas relaciones de los seres humanos y la naturaleza. La exposici¨®n Vistiendo un jard¨ªn, en el Museo del Traje de Madrid hasta finales de septiembre y comisariada por Gema Batanero, recorre esas relaciones, encuentros y cambios durante los XVIII y XIX, a partir de cuadros, dibujos, fragmentos de tejidos¡ y, sobre todo, una estupenda muestra de ropa en la colecci¨®n del museo y una sorpresa final que no desvelo para que vayan a visitar la muestra. Vale la pena hacerlo porque es de una sutileza inusual y nos ayuda a pensar en las flores, a menudo una menci¨®n demasiado fugaz en las discusiones sobre los desgarros que estamos causando a nuestro bello planeta: el calentamiento y las perturbaciones estacionales y la polinizaci¨®n que dicho calentamiento acarrea.
Uno de los temas recurrentes en estas discusiones es el referido a la flor m¨¢s popular de nuestra cultura y abusada en la celebraci¨®n de San Valent¨ªn, o Sant Jordi. Desde que la moda de regalar una rosa se imita globalmente en el D¨ªa de los Enamorados, la alta demanda de rosas, en buena medida importadas desde Ecuador o Colombia, obliga a una producci¨®n extensiva, y de bajo coste, para satisfacer al mercado. Pocos son capaces de distinguir los tallos que delatan ADN y procedencia de las rosas, aunque tras ese cultivo intensivo y con una mano de obra mal pagada, subyace otro escalofriante hecho sobre el cual se reflexiona apenas.
La rosa necesita un n¨²mero suficiente de heladas para prosperar y en nuestro pa¨ªs son cada vez son m¨¢s infrecuentes por las elevadas temperaturas invernales. Pero llega la fecha clave, vamos a la tienda y nos esperan las rosas inodoras y producidas en serie; otro objeto de consumo, pese a tratarse en realidad de un ser delicad¨ªsimo y extraordinario que damos por hecho. Basta con poder comprarlas para la ocasi¨®n.
Por estos motivos valdr¨ªa la pena ser m¨¢s exigentes al reclamar la presencia sostenida de las flores en las reivindicaciones de los problemas derivados del cambio clim¨¢tico y que a su vez influyen en el mismo ¡ªes el caso de los cultivos intensivos¡ª. No podemos permitirnos el lujo de perder esos campos espectaculares de amapolas que nos regala el inicio del verano y que se agotan deprisa en su belleza. Los pinta Monet en 1873 y a la derecha aparecen su mujer Camille y su hijo Jean, quien est¨¢ recolectando un ramillete, regalo para su madre ¡ªlos hac¨ªamos de ni?os¡ª. Se tratar¨¢ de un ramo tan ef¨ªmero como la propia flor, cuyo rojo intenso se extingue nada m¨¢s cortarla; los jardineros advierten que no es negativo cortar las flores, por cierto.
La amapola se nos deshace entre las manos, igual que ocurrir¨ªa con las flores desprotegidas en el invierno de Helsinki. ¡°La amapola de junio pertenece a la misma familia moral. Ella no es sino un grito, una llamada al sol. Sus p¨¦talos tienen tanta prisa por abrirse a los rayos solares que, aun arrugados, agrietan su velludo bot¨®n y adquieren la forma de un c¨¢liz para asimilar mejor la luz¡± , escribe Marie Gevers. Ojal¨¢ puedan las flores seguir siendo algo tan ¨²nico y trascendental como las joyas de los pobres. Ojal¨¢ no sucumba la rosa a nuestra codicia y nuestras celebraciones banales.
Babelia
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