Los monumentales ¡®Gurre-Lieder¡¯ de Arnold Sch?nberg cierran brillantemente el Festival de Lucerna
M¨¢s de 270 cantantes e instrumentistas permiten escuchar en plenitud la grandiosa partitura del compositor austr¨ªaco en el sesquicentenario de su nacimiento bajo la direcci¨®n de Alan Gilbert
En las dos ¨²ltimas jornadas de su largo periplo (los conciertos arrancaron hace m¨¢s de un mes, el 13 de agosto), el Festival de Lucerna ha fijado su mirada con fuerza en Centroeuropa, con obras de Bart¨®k (su Nagyszentmikl¨®s natal, h¨²ngaro en otro tiempo, es la actual S?nnicolau Mare rumana), del bohemio Dvo?ak, de Prok¨®fiev (nacido en la actual Ucrania, en la regi¨®n de Bajmut, hoy invadida por Rusia) y de Sch?nberg (vien¨¦s de nacimiento, aunque sus padres proced¨ªan de las actuales Hungr¨ªa y Rep¨²blica Checa). El concierto del s¨¢bado lo dirigi¨® el h¨²ngaro Iv¨¢n Fischer, una de las personas que mejor ejemplifican hoy d¨ªa los valores de la antigua cultura centroeuropea, de ese ¡°mundo de ayer¡± rememorado ¡ªy llorado¡ª por Stefan Zweig. Nacido en el seno de una familia musical jud¨ªa (su hermano mayor ?d¨¢m es tambi¨¦n un famoso director de orquesta), lleva d¨¦cadas luchando contra viento y marea para hacer m¨²sica en Hungr¨ªa ¨Cpara cualesquiera estratos sociales, para todas las edades¨C al margen de interferencias pol¨ªticas, algo nada f¨¢cil en un pa¨ªs cuyo primer ministro se llama Viktor Orb¨¢n. Fund¨® su Orquesta del Festival de Budapest en 1983, antes del colapso de los reg¨ªmenes comunistas, y m¨¢s de cuatro d¨¦cadas despu¨¦s sigue pase¨¢ndola por el mundo como portadora de esencias que parecen ya definitivamente arrumbadas en cualquier otro lugar. Recordaba una gran instrumentista alemana una cena privada en casa de Fischer en Budapest como lo m¨¢s parecido a un viaje en el tiempo: a maneras, tradiciones y costumbres tambi¨¦n irremediablemente perdidas.
Orquesta y director ¡ªdos especies en v¨ªas de extinci¨®n¡ª han tra¨ªdo a Lucerna el mismo programa que tocaron en la Quincena Musical de San Sebasti¨¢n el pasado 17 de agosto y que coment¨® entonces Pablo L. Rodr¨ªguez para EL PA?S. La elecci¨®n de la Obertura sobre temas hebreos de Prok¨®fiev tiene mucho de reivindicaci¨®n en la Europa actual. Tambi¨¦n aqu¨ª situ¨® Fischer a la arpista ?gnes Pol¨®nyi en el centro, justo delante del podio, y el clarinetista ?kos ?cs abandon¨® el atril para tocar de pie, junto al arpa, el comienzo de la sinuosa melod¨ªa klezmer que domina la segunda parte de la composici¨®n. La obra naci¨® inicialmente para sexteto, en l¨ªnea con su evocaci¨®n de un grupo instrumental popular centroeuropeo, y as¨ª se estren¨® en Nueva York en 1920 con el propio Prok¨®fiev al piano. La orquestaci¨®n es muy posterior, de 1934, y sorprendi¨® que Fischer prescindiera de la parte de piano, que sigue teniendo una funci¨®n muy relevante en esta segunda versi¨®n y que se encuentra muy presente desde el decimosegundo comp¨¢s.
Luego sali¨® Patricia Kopatchinskaja (moldava, otro a?adido centroeuropeo) con una vestimenta diferente que en San Sebasti¨¢n y menos deconstruida que otras veces: un amplio y ligero manferl¨¢n rojo sobre un sencillo vestido negro. Desprendi¨¦ndose de sus babuchas, tambi¨¦n rojas, para tocar descalza como acostumbra, se enfrent¨® a las temibles exigencias t¨¦cnicas del Concierto para viol¨ªn n¨²m. 2 de Bart¨®k con su desparpajo tambi¨¦n habitual. PatKop (como todos la conocen en el mundo musical) ha construido un personaje que rompe de lleno con los c¨¢nones al uso y con los cors¨¦s tradicionales de la m¨²sica cl¨¢sica. Aparte de tocar el viol¨ªn, el s¨¢bado por la tarde hizo muchas otras cosas sobre el escenario: bailar, saltar, ponerse de puntillas, pasear, agacharse, girarse (a veces 180 grados) y, por supuesto, desplegar un ampl¨ªsimo repertorio de momos faciales que hicieron las delicias de un p¨²blico acostumbrado a ver ¨²nicamente solistas con caras serias, concentradas y presas de repetidos ¨¦xtasis. Por eso PatKop fue feliz este verano tocando (y actuando) en Aix-en-Provence los Kafka-Fragmente de Gy?rgy Kurt¨¢g junto con Anna Prohaska, ambas dirigidas por ese gran humorista que es Barrie Kosky. Por no hablar de la dicha que irradia la moldava cuando se disfraza de payaso y canta y recita el Pierrot Lunaire de Sch?nberg. En Lucerna ha sido tal su frenes¨ª cin¨¦tico que, pocos compases antes del final del primer movimiento, arremeti¨® contra el atril con tal ¨ªmpetu en una de sus cabriolas que su partitura cay¨® al suelo: sigui¨® tocando de memoria lo poco que faltaba, claro, pero las miradas que se cruz¨® con el concertino, Daniel Bard, no tuvieron tampoco desperdicio. Fischer, en el podio, mientras tanto, impert¨¦rrito, manteniendo la compostura como el perfecto primus inter pares que es y porque sabe muy bien con qui¨¦n estaba gast¨¢ndoselas. Y el p¨²blico, por supuesto, feliz ante semejante despliegue de novedades, algunas de las cuales distra¨ªan, ay, de la esencia de la m¨²sica, una de las m¨¢s complejas compuestas por Bart¨®k, y mucho menos humor¨ªstica de lo que pretend¨ªa hacernos creer PatKop.
Hasta aqu¨ª, digamos, lo externo. Si, cerrando los ojos, se intentaba valorar estrictamente su interpretaci¨®n, all¨ª hubo literalmente de todo, como en botica. La moldava tuvo arranques geniales (el m¨¢s emocionante, sin duda, y donde solista, orquesta y director comulgaron casi milagrosamente, los compases finales del segundo movimiento, una muestra delicad¨ªsima de orfebrer¨ªa y po¨¦tica evanescencia sonora), otros simplemente genialoides (pasajes en los que se adivinaban sus buenas intenciones, pero que tuvieron una plasmaci¨®n m¨¢s bien chapucera, como los pasajes que han de tocarse con staccato volante cerca del final del segundo movimiento en los compases 105 ss.) y, quiz¨¢ lo menos defendible, una tendencia sin duda excesiva a primar las din¨¢micas leves, por momentos casi inaudibles en una gran sala como la del KKL, sobre los pasajes en¨¦rgicos y en fortissimo, tambi¨¦n muy frecuentes y necesarios, que el dedicatario de la obra, el gran violinista h¨²ngaro Zolt¨¢n Sz¨¦kely, tocaba realmente como tales, tal como puede escucharse en su grabaci¨®n del estreno del 23 de marzo de 1939 en el Concertgebouw de ?msterdam con Willem Mengelberg.
Iv¨¢n Fischer, que conoce y admira a la violinista moldava, sabe tambi¨¦n que hay que estar muy pendiente de ella, porque se desmanda a las primeras de cambio y es amiga de tocar todo con un aire raps¨®dico, improvisatorio, lo que a veces no refleja ni la letra ni el esp¨ªritu de determinados pasajes. Pero PatKop, con su simpat¨ªa natural, con su derroche de expresividad, se mete a todo el mundo en el bolsillo y nadie repara en sus carencias t¨¦cnicas, en las frecuentes imprecisiones o en la m¨¢s que laxa traducci¨®n de numerosos detalles de la milim¨¦trica partitura. Para aumentar a¨²n m¨¢s su legi¨®n de incondicionales, toc¨® de propina una bossa nova compuesta por el propio Iv¨¢n Fischer, parte de una suite de danzas modernas (tango, boogie-woogie, ragtime) concebidas como un homenaje a Johann Sebastian Bach, que compuso danzas muy diferentes. Ahora fue el contrabajista Zsolt Fej¨¦rv¨¢ri, tocando el bajo de una suerte de combo que por momentos cont¨® con el concurso de gran parte de la orquesta, quien ocup¨® el centro del escenario junto a PatKop, que comparti¨® con ¨¦l ¡ªy con Fischer, por supuesto, un m¨²sico integral¡ª los fervorosos aplausos del p¨²blico.
En la segunda parte, la Sinfon¨ªa n? 7 de Anton¨ªn Dvo?¨¢k sirvi¨® para que Fischer, a quien da gusto ver dirigir, impartiera una lecci¨®n de flexibilidad y, esta vez s¨ª, espontaneidad bien entendida. Con pocos gestos, pero m¨¢s que suficientes para unos instrumentistas que han crecido con ¨¦l y que lo siguen pr¨¢cticamente a ciegas, el h¨²ngaro se recre¨® en la inagotable fertilidad mel¨®dica de esta m¨²sica, logrando que sonase como reci¨¦n compuesta. Liberado ya del yugo de seguir a una solista imprevisible, extrajo las mejores virtudes de una orquesta que atesora una enorme calidad en todas sus secciones y cuya manera de hacer m¨²sica parece tambi¨¦n m¨¢s propia de otros tiempos. No hay nada que destacar, porque los cuatro movimientos conocieron una lectura entusiasta, c¨¢lida y siempre convincente y emocionante. Fuera de programa, haciendo buenos tanto el viejo adagio de Giuseppe Tartini (¡°per ben suonare bisogna ben cantare¡±) como la m¨¢xima de su compatriota Zolt¨¢n Kod¨¢ly, para quien la clave de toda buena educaci¨®n musical consiste en cantar en coro, todos los instrumentistas de la orquesta en pie, si bien debidamente reubicados sobre el escenario, cantaron con perfecta afinaci¨®n el primero de los ?ty?i sbory op. 29 del propio Dvo?¨¢k, Bendici¨®n del atardecer. Por m¨¢s que la sencilla composici¨®n sea mayoritariamente homof¨®nica, ?cu¨¢ntas orquestas ser¨ªan capaces de un logro parecido? Lo dicho: el mundo de ayer. Mientras segu¨ªan arreciando los aplausos, los instrumentistas-cantantes (entre ellos la violonchelista madrile?a Alma Hern¨¢n Bened¨ª, reciente ganadora del Concurso S¨¢ndor V¨¦gh, que toc¨® junto a P¨¦ter Szab¨®, el solista de la secci¨®n) derrocharon abrazos y hermandad sobre el escenario.
El domingo, tan solo dos d¨ªas despu¨¦s del sesquincentenario del nacimiento de Arnold Sch?nberg, el festival eligi¨® para despedir esta edici¨®n sus Gurre-Lieder, un honor que el vien¨¦s habr¨ªa celebrado con alborozo. Fue una obra de gestaci¨®n muy accidentada y reveladora del complejo car¨¢cter de su autor: obstinado, idealista, convencido de tener confiada una alta misi¨®n que cumplir, v¨ªctima de un fuerte complejo de persecuci¨®n. En los preparativos de su estreno, que se demorar¨ªa hasta el 23 de febrero de 1913, participaron muy activamente los dos disc¨ªpulos cuyos nombres acabar¨ªan por unirse indisociablemente al de su maestro: Alban Berg y Anton Webern. Con Sch?nberg instalado en Berl¨ªn (all¨ª redact¨® ocasionalmente un diario reci¨¦n publicado por la editorial Acantilado), son ellos quienes se encargaron de copiar, corregir y ensayar la obra con vistas a su primera audici¨®n. Berg ya se hab¨ªa ocupado previamente de la preparaci¨®n de la reducci¨®n para voz y piano, un arduo trabajo iniciado incluso antes de que Sch?nberg hubiera concluido la partitura orquestal. Al propio Berg le confiar¨ªa tambi¨¦n la editorial Universal otro cometido colosal: un an¨¢lisis t¨¦cnico exhaustivo de los Gurre-Lieder. En la primera edici¨®n de esta gu¨ªa, la Gro¦Âe Ausgabe de 1913, el minucioso comentario de Berg se dilataba durante m¨¢s de 80 p¨¢ginas y conten¨ªa nada menos que 129 ejemplos extra¨ªdos de la partitura. Posteriormente, un a?o despu¨¦s, Universal public¨® la Kleine Ausgabe de su Gurre-Lieder F¨¹hrer, de dimensiones mucho m¨¢s modestas y sin buena parte de la complej¨ªsima jerga t¨¦cnica de la anterior. No es extra?o que maestro y disc¨ªpulo intercambiaran frecuentes cartas entre mayo de 1912 y febrero de 1913, una correspondencia centrada casi exclusivamente en la obra y los preparativos para su estreno.
Como afirma el propio Berg al comienzo de su gu¨ªa, ser¨ªa imposible contar con m¨¢s precisi¨®n la g¨¦nesis de los Gurre-Lieder que como lo hace Sch?nberg en una carta remitida a su disc¨ªpulo el 24 de enero de 1913. Y esta es una ocasi¨®n m¨¢s que propicia para recordarlo: ¡°En marzo de 1900 compuse las Partes I y II y gran parte de la Parte III. Luego hubo una larga pausa, rellenada con la instrumentaci¨®n de operetas. ?En marzo (a comienzos) de 1901 completado el resto! Luego empec¨¦ la instrumentaci¨®n en agosto de 1901 (impedida de nuevo por otros trabajos, porque siempre he tenido impedimentos a la hora de componer). Retomada en Berl¨ªn a mediados de 1901. Luego una larga interrupci¨®n debido a la instrumentaci¨®n de operetas.
Trabaj¨¦ finalmente en ella en 1903 y termin¨¦ hasta circa la p¨¢gina 118. ?Luego la dej¨¦ de lado y la abandon¨¦ por completo! La retom¨¦ otra vez en julio de 1910. Instrument¨¦ todo hasta el coro final, que fue completado en Zehlendorf [Berl¨ªn] en 1911. Creo que toda la composici¨®n qued¨® concluida en abril o mayo de 1901. S¨®lo el coro final qued¨® abocetado, pero, sin embargo, las voces m¨¢s importantes y toda la forma ya estaban all¨ª presentes. En el proceso inicial de composici¨®n hay muy pocas indicaciones sobre la instrumentaci¨®n. En aquella ¨¦poca no escrib¨ªa esas cosas, porque uno percibe ya el sonido instrumental. Pero, adem¨¢s, aparte de eso, debe verse que la parte instrumentada en 1910 y 1911 presenta un estilo orquestal completamente diferente de las Partes I y II. No ten¨ªa la intenci¨®n de ocultarlo. Por el contrario, es evidente que diez a?os despu¨¦s orquestar¨ªa de otra manera. Al completar la partitura reelabor¨¦ s¨®lo unos pocos pasajes. Fueron ¨²nicamente bloques de entre 8 y 20 compases, sobre todo, por ejemplo, en la secci¨®n de ¡®Klaus el Buf¨®n¡¯ y en el coro final. Todo lo dem¨¢s (incluso algunas partes que hubiera preferido que fueran diferentes) ha permanecido tal y como estaba antes. Ya no habr¨ªa podido encontrar el mismo estilo y cualquiera que conozca m¨¢s o menos la obra deber¨ªa poder identificar sin dificultad esos cuatro o cinco pasajes revisados. Estas revisiones me causaron m¨¢s problemas de los que me supuso en su d¨ªa toda la composici¨®n¡±.
Berg subraya esta ¨²ltima frase (¡°Diese Korrekturen haben mir mehr M¨¹he gemacht, als seinerzeit die ganze Komposition¡±), convencido de que, m¨¢s all¨¢ de la pura cronolog¨ªa, en ella se encierra la esencia del mensaje o, al menos, de lo que a ¨¦l m¨¢s le interesaba. Berg, que se hab¨ªa encargado asimismo de preparar el ¨ªndice del Tratado de armon¨ªa de Sch?nberg, publicado en Viena en estas mismas fechas (1911), ve¨ªa en los Gurre-Lieder la plasmaci¨®n pr¨¢ctica de las ideas contenidas en la obra te¨®rica, de las que ¨¦l mismo se hab¨ªa nutrido, y se preocup¨® de resaltar, por encima de todo, la importancia mot¨ªvica, y el importante papel formal, de determinados tipos de armon¨ªa. Y ese lapso gigantesco de una d¨¦cada entre su comienzo y su conclusi¨®n lo interpreta Berg como un indicador del camino recorrido por su maestro. El estreno, dirigido por Franz Schreker, se sald¨® con un ¨¦xito descomunal, quiz¨¢s el mayor que conoci¨® Sch?nberg en vida. Aunque un ¨ªntimo amigo hab¨ªa criticado duramente la obra en un principio, pues no encontraba lo que consideraba melod¨ªas en los Gurre-Lieder, Sch?nberg no cej¨® en su empe?o de seguir adelante con una m¨²sica que, m¨¢s que seminal, como acabar¨ªan si¨¦ndolo tantas otras suyas, podr¨ªa tildarse m¨¢s bien de terminal, por lo que tiene de estiramiento hasta el l¨ªmite del lenguaje tonal y expresivo heredado de Brahms y, sobre todo, de Wagner: ¡°Decid¨ª no desanimarme. Pero hube de esperar m¨¢s de trece a?os antes de que, en 1913, en el estreno de los Gurre-Lieder en Viena, el p¨²blico ratificara mi tozudez aplaudiendo al final del concierto durante casi media hora¡±.
En Lucerna, con muchos j¨®venes en la sala, se han prolongado durante diez minutos largos, y con todo merecimiento, porque ha podido escucharse una versi¨®n absolutamente excepcional, comandada, en la mejor actuaci¨®n que se le recuerda, por el estadounidense Alan Gilbert. Escuchar los Gurre-Lieder (cuya interpretaci¨®n exige medio centenar de instrumentistas de viento, cuatro arpas, nueve percusionistas, otro medio centenar de instrumentistas de cuerda, tres coros, cinco solistas vocales y un narrador) es ya, en s¨ª mismo, toda una rareza. Poder disfrutarlos a este nivel roza casi lo milagroso. Director titular de la Orquesta Elbphilharmonie de la NDR, en Lucerna ha demostrado haber estudiado la obra a fondo, y no es f¨¢cil, porque el propio Sch?nberg tuvo que encargar un papel pautado especial (con 48 pentagramas) para dar cabida a todas las voces. Gilbert ¡ªsiempre relajado¡ª marca lo justo, da todas las entradas importantes, pero deja, sobre todo, que la m¨²sica siga su curso natural, tanto en los remansos l¨ªricos como en los momentos exaltados y de mayor tensi¨®n. Simon O¡¯Neill fue un arrojado rey Waldemar, con agudos algo tirantes y claras inflexiones wagnerianas en el fraseo, menos perceptibles en la espl¨¦ndida y delicada Tove de la soprano sueca Christina Nilsson, de voz y edad ideales para su papel, aunque con una dicci¨®n alemana no siempre suficientemente clara. Jamie Barton, otras veces desigual, convenci¨® plenamente como la Paloma del Bosque, una suerte de Waltraute reencarnada, en su extenso mon¨®logo, una de las cimas po¨¦ticas de la obra. Muy bien Michael Nagy en su breve intervenci¨®n como el campesino y demasiado pegado a la partitura el tenor Michael Schade, algo que intent¨® compensar con los ¨²nicos apuntes de actuaci¨®n del concierto, quiz¨¢ porque su papel (Klaus el Buf¨®n) se presta especialmente a ello. El legendario bar¨ªtono Thomas Quasthoff, ya retirado como cantante, fue un narrador muy elocuente, reforzado por una leve amplificaci¨®n. Sch?nberg escribe las alturas aproximadas y las duraciones exactas de las s¨ªlabas de su parte, en absoluto f¨¢cil. Sentado en el centro del escenario desde antes de que el p¨²blico regresara a sus asientos tras el intermedio, sigui¨® absorto toda la segunda parte y recit¨® el texto de Jacobsen como si le fuera la vida en ello. En este melodrama se alcanzaron quiz¨¢ los momentos m¨¢s intensos del concierto, tanto en el preludio orquestal, extraordinariamente bien planteado por Gilbert, como en el posterior coro final, el primero en el que intervienen las voces femeninas, uno de los amaneceres m¨¢s extraordinarios de la historia de la m¨²sica.
Gilbert y sus m¨²sicos ven¨ªan de interpretar la obra en la Elbphilharmonie en el d¨ªa exacto en que se conmemoraba el sesquicentenario del nacimiento de Sch?nberg (el pasado viernes). Y con esta misma obra record¨® ese mismo d¨ªa la efem¨¦ride del austr¨ªaco el Teatro alla Scala con direcci¨®n de Riccardo Chailly, el actual director titular de la Orquesta del Festival de Lucerna: ma?ana martes, el teatro milan¨¦s transmitir¨¢ el tercer concierto a trav¨¦s de su plataforma televisiva. En una conferencia impartida en Denver el 11 de octubre de 1937, y publicada con el significativo t¨ªtulo de C¨®mo acabas qued¨¢ndote solo (How one becomes lonely), Sch?nberg record¨® la entusiasta acogida dispensada inicialmente a los Gurre-Lieder en su estreno vien¨¦s: ¡°Como de costumbre, despu¨¦s de este tremendo ¨¦xito, me preguntaron si estaba contento. Pero no lo estaba. Me sent¨ªa m¨¢s bien indiferente, si es que no un poco enfadado. Preve¨ªa que este ¨¦xito no tendr¨ªa ninguna influencia en la suerte de mis obras posteriores. Durante estos trece a?os hab¨ªa desarrollado mi estilo de tal modo que, para las personas que asist¨ªan normalmente a conciertos, parec¨ªa no guardar ninguna relaci¨®n con toda la m¨²sica anterior. Hab¨ªa tenido que luchar por cada nueva obra; la cr¨ªtica me hab¨ªa ofendido de la manera m¨¢s atroz; hab¨ªa perdido amigos y hab¨ªa perdido por completo toda fe en el juicio de los amigos. Y me encontraba solo frente a un mundo de enemigos¡±.
Y es que Sch?nberg ten¨ªa a los Gurre-Lieder por la ¡°clave de toda mi evoluci¨®n¡±. Su condici¨®n de obra a caballo entre dos mundos, el tonalmente expansivo de 1900 y el decididamente atonal de 1911, explica sin palabras ¡°c¨®mo habr¨ªa de surgir todo posteriormente¡±. ?l se tuvo siempre por un artista llamado a cumplir una misi¨®n y as¨ª lo expres¨® en un art¨ªculo publicado por The New York Times en 1948: ¡°Mi destino me hab¨ªa obligado en esta direcci¨®n. No estaba llamado a continuar en el estilo de Noche transfigurada o Gurre-Lieder, o incluso Pelleas und Melisande. El Comandante Supremo me hab¨ªa ordenado emprender un camino m¨¢s arduo¡±. Por eso, sabedor de su talento, y hombre de fe, Sch?nberg concluy¨® con estas palabras esa misma conferencia de 1937: ¡°Toda mi m¨²sica se consider¨® en un principio fea; y, aun as¨ª, puede que surja un amanecer como el que se describe en el coro final de mis Gurre-Lieder. Puede que llegue la promesa de un nuevo d¨ªa soleado en la m¨²sica como el que a m¨ª me gustar¨ªa ofrecerle al mundo¡±. Con los Gurre-Lieder se cerraba de alg¨²n modo su personal celebraci¨®n del lenguaje rom¨¢ntico, cuya potencialidad expresiva hab¨ªa intentado apurar hasta el ¨²ltimo sorbo. Una vez demostrado ¨Cm¨¢s a s¨ª mismo que a los dem¨¢s¨C que la tonalidad no daba m¨¢s de s¨ª, asumi¨® personalmente la decisi¨®n de abrir las compuertas a la emancipaci¨®n de la disonancia y de elaborar las nuevas reglas del juego. Solo que para ¨¦l el proceso, lejos de ser un juego, se convirti¨® m¨¢s bien en un lento y doloroso ejercicio de lo que Carl Dahlhaus, con su habitual perspicacia, denomin¨® su ¡°teolog¨ªa est¨¦tica¡±. El Festival de Lucerna de 2024 no ha podido terminar de mejor manera ni homenajear con m¨¢s sentido al a menudo injustamente vapuleado Sch?nberg. En el horizonte de la edici¨®n de 2025 empieza ya a asomar, gigantesca, la figura de Pierre Boulez, tan vinculado durante a?os a la ciudad suiza y a su festival, que sigue a¨²n llorando el reciente fallecimiento del que fuera su sucesor, el compositor alem¨¢n Wolfgang Rihm.
Babelia
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